Hacia 1900, un
numeroso grupo de autores argentinos se dedicó a reflejar la realidad cotidiana
en los diferentes rincones del país a través de la literatura costumbrista. Esa
afortunada corriente nos legó un importante caudal de información sobre la vida
de la época en todo tipo de contextos, desde los entornos urbanos hasta los cuadros
típicamente rurales. Uno de los escritores que encaró la tarea fue José Sixto
Alvarez, más conocido por su seudónimo de Fray
Mocho, el fundador de la célebre Caras
y Caretas, a quien ya hemos conocido en algunas otras entradas sobre las letras
nacionales y su relación con los consumos del pasado. La obra Memorias
de un vigilante, publicada en 1897, posee un interés especial, ya que no
sólo nos brinda valiosas pinceladas del Buenos Aires de antaño, sino que
también cuenta con algún rasgo autobiográfico del autor, que fue Comisario de Pesquisas antes de iniciar
su carrera periodística. Así, bajo la
personalidad ficticia de Fabio Carrizo, Álvarez
traza el recorrido por la vida de un sencillo individuo llegado a la gran
ciudad desde el interior. En sus primeros pasajes, la descripción de una típica
celebración campera tipo “baile” ya nos deja algunas instantáneas sumamente
interesantes. “Tras un galope de varias
leguas llegué al viejo rancho desmantelado y solitario –veterano de cien
tormentas- donde se iba a bailar, cosa que no era muy frecuente entonces, dada
la escasez de población en aquellos parajes”, rememora el protagonista, y sigue:
“a través del agujero que servía de
puerta oía el canto monótono de la sartén en la que se freían montones de
pastales dorados, que espolvoreados con azúcar rubia, era llevados con destino
al depósito general que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una
vieja vigilante” (1). Luego completa la escena con la infaltable infusión
criolla por excelencia: el mate.


El joven Carrizo
llega después a Buenos Aires para conseguir trabajo en la Policía de la ciudad,
con la recomendación que suponía entonces haber sido cabo del 6° de línea (2). Obtenido el empleo, se
dedica a recorrer las calles de aquella metrópolis porteña, chica pero a la vez
creciente. Entre diversas radiografías sociales de los elementos del “mundo
lunfardo” como escruchantes, punguistas, campanas
y batidores, el libro se
convierte en una amena narración dentro
del bajo mundo urbano, con no pocas menciones de algunos bodegones de la época.
Uno de ellos, por ejemplo, era el temible Café
de Cassoulet , situado en Viamonte y Suipacha, donde “los ladrones, con su cortejo de
corredores y auxiliares, los asesinos, los peleadores, los prófugos, toda la
gente que tenía cuantas que saldar con la justicia, buscaba un refugio para
dormir o vivir con tranquilidad”. “Allí todo era cuestión de dinero”, continúa,
“y teniéndolo, podía gozarse desde el
vino y los manjares exquisitos hasta las sobras de éstos, barajadas en un ‘champurriao’
(3) indescifrable”. También hace
referencia a cierto tipo de estafadores especializados en almacenes con
despacho de bebidas, a los que concurrían como simples ciudadanos honrados
preguntando si había “buen Oporto o buen Cognac”.

Finalmente, el
encuentro casual con un viejo amigo (en Piedad, hoy Bartolomé Mitre, y
Suipacha) nos pone delante de otro de aquellos veteranos reductos, al recordar
lo siguiente: “lo conduje hasta la ‘Crocce
di Malta’, en la calle cortada del
Mercado del Plata (4), donde a todas horas
de la noche se encontraba un pan, una botella de vino y un plato de ‘busseca’”. Notables postales de una Buenos Aires
poco conocida, que el inefable Fray Mocho se encargó de perpetuar a través de
sus obras.
Notas:
(1) En la
Argentina, la denominación de “pasteles” puede tener diferentes significados
según el lugar y la época. Podría tratarse de los pastelitos dulces, típica preparación hojaldrada que suele rellenarse con dulce de
membrillo o batata. En algunas provincias, también se hablaba así de las tortas fritas, hechas con agua, harina y
sal. En Cuyo, los pasteles son empanadas de carne dulce, y más al norte de
choclo. Por la situación descripta en el relato, lo más lógico sería pensar en alguna
de las dos primeras viandas señaladas.

(2) El Ejército de Línea o “Viejo Ejército” argentino es anterior
a las reformas impulsadas por Julio A. Roca a partir de 1880. Dotado de un
fuerte espíritu napoleónico, este
valeroso pero poco disciplinado cuerpo
se completaba con la Guardia Nacional, compuesta
por ciudadanos mínimamente entrenados que eran convocados en caso de guerra.
Muchos soldados de línea pasaron a retiro en las últimas décadas del siglo XIX,
incluso siendo relativamente jóvenes para el servicio, al concluir las campañas
contra los indios. Como bien lo refiere Alvarez, la mayoría consiguió empleo en
las distintas policías de sus respectivas provincias. En el período que va de
1880 a 1910, buena parte de las fuerzas policiales del país estaba compuesta por extranjeros inmigrantes (españoles, italianos) y soldados veteranos de línea,
especialmente en los cuadros inferiores de vigilantes, cabos y sargentos,
(3) Criollismo
por champurreado, que significa
mezcla.
(4) Actual pasaje
Carabelas.