domingo, 25 de mayo de 2014

Venerables licores argentinos

Como todo conflicto bélico de gran envergadura, la Segunda Guerra Mundial produjo severas distorsiones económicas globales que perduraron luego de su finalización. En el caso argentino, la contienda volvió imposibles muchas de las importaciones esenciales para el desenvolvimiento de la infraestructura energética (kerosene, carbón), así como numerosos insumos básicos de la industria  y  el transporte  (metales,  maquinarias, neumáticos)  (1).  No fueron ajenos a este fenómeno algunos artículos de consumo humano, como ciertas bebidas espirituosas que hasta entonces llegaban en grandes cantidades desde el exterior, especialmente el whisky y el cognac.  En este caso,  la industria nacional actuó rápidamente y creó en poco tiempo una verdadera legión de productos alternativos  llamados genéricamente “licores”, secos o dulces, que actuaban como reemplazos más o menos dignos de las etiquetas de ultramar.


Sin embargo, y a diferencia de lo sucedido con las manufacturas industriales y los combustibles, la escasez de bebidas de origen foráneo perduró casi treinta años por causa de las políticas económicas proteccionistas que mantuvieron todos los gobiernos en los decenios siguientes. Desde comienzos de la década de 1940 hasta fines de los años 1970, conseguir un buen escocés, un cognac verdadero o un brandy auténtico solo podía  lograrse  pagando sumas  enormes  en  el  mercado  formal  o  mediante  el contrabando, que ciertamente tuvo una de sus épocas de oro (2). En ese contexto fueron los tiempos de lanzamiento  y  apogeo  para marcas argentinas como  Boussac, Tres Plumas y Cubana (Sello Verde y Sello Rojo), así como cientos de otros rótulos menos famosos. Bien escasas son las botellas de tales productos que aún se conservan, pero la suerte hizo que Alberto De Niccolo,  buen amigo del que apunta esta líneas,  tuviera la gentileza de poner a entera disposición de Consumos del Ayer un original y raro grupo de cinco botellas cerradas altamente representativas del período que nos ocupa.  Y  con ellas, desde luego, hicimos lo que siempre hacemos:  una  completa  y minuciosa degustación.



















Según  la  excelente  memoria  de  su  afortunado  propietario,  todo  el  pelotón   fue adquirido por él mismo durante el año 1985 en un antiguo almacén  llamado Don Antonio (actualmente desaparecido),  que estaba situado sobre la esquina de  24  de  Mayo  y Colombres, en la localidad bonaerense de Lomas de Zamora. El datado de elaboración y fraccionamiento puede establecerse razonablemente entre 1950 y 1967, con una lógica inclinación hacia los primeros años de ese lapso en los envases tapados con corcho, una ubicación intermedia para los tapones plásticos con vertedor y una fecha más cercana para  la  botella  con  tapa rosca  metálica  (en cada caso aclaramos el tipo de cierre utilizado). Sin más, pasemos a descubrir los secretos escondidos en cada uno de estos notables elixires del pasado.

Consular – Gran Licor de Sobremesa
Productor: Orandi y Massera
Ubicación. Lanús, PBA
Tapa: plástico blando con vertedor
Merma de líquido: nula
Graduación: s/d
Color dorado intenso. Aromas limpios de licor añejo, lo que se confirma en el paladar merced a un gusto dulce moderado, untuoso, espeso, con ciertos tonos de madera. Muy rico, de agradable final, sin defectos de ninguna naturaleza.


Crouville – Licor de Sobrenesa
Productor: Viñedos y Bodegas El Globo
Ubicación: varias (3)
Tapa: plástico blando con vertedor
Merma de líquido: importante
Graduación: 39°
Color dorado pálido. Nariz profunda y envolvente pero a la vez delicada, que remite a los mismos tonos de alcoholes añejos bien elaborados y bien conservados a través del tiempo. Gusto abocado, con textura un poco más fluida que el caso precedente.


Capitán de Castilla – Cordial
Productor: Capitán de Castilla Alonso Hnos.
Ubicación: Bernal, PBA
Tapa: corcho
Merma de líquido: leve
Graduación: 39°
Color ámbar pálido. Aromas melosos y confitados de buen licor viejo, sin puntos extraños ni desagradables (ni siquiera olor a corcho, un dato no menor luego de cincuenta años). Gusto rico y suave, dulce sin excesos, delicado, el más ligero de todos.


Tres Cepas – Licor
Productor: Pedro Domecq Argentina
Ubicación: Prov. de Bs. As.
Tapa: rosca metálica
Merma de líquido: leve
Graduación: s/d
Color dorado pálido. Sus aromas recuerdan mucho al coñac añejado en roble, con notas de cacao y vainilla.   En la boca resulta muy elegante, con cuerpo y presencia, parece un buen coñac pero más dulce. El mejor en términos netamente cualitativos.


San Martín – Cocktail Dulce
Productor: E. Cusenier y Cía.
Ubicación: O’Brien 1202, CF
Tapa: plástico duro y corcho
Merma de líquido: muy importante
Graduación: 24°
Color “aleonado” intenso con reflejos marrones. Tanto en color como en aroma sugiere un origen de base vínica, a diferencia de los demás, de neta base alcoholera. Gusto al tono, bien dulce y poco alcohólico, con dejos a licor de fruta y miel.


La cata se realizó uno por uno en copa especial para tal fin, pero luego se conservó un poco de cada ejemplar en vasos individuales para un repaso posterior. Todos lograron mantenerse en excelentes condiciones tras varias horas excepto el Cocktail San Martín, que acusó algo de oxidación y nos convenció sobre su origen a base de vino, tal vez un vino dulce encabezado a 24 grados. No obstante ello quedamos convencidos una vez más de la excelencia que alcanzaba nuestra industria de bebidas en aquel ciclo de sustitución de importaciones.


Concluimos otra degustación  histórica a la espera de una próxima, que llegará muy pronto.

Notas:

(1) Los muy memoriosos recuerdan bien las largas colas que había que hacer entonces para conseguir kerosene, del cual se alimentaban  mayormente las estufas, cocinas y calefones hogareños.  El  carbón,  fundamental   para  los  ferrocarriles,  debió  ser reemplazado por leña de los tipos más diversos, llegándose al caso extremo de utilizar el marlo de maíz para ese fin. Ante la escasez de neumáticos importados y la falta aún de una producción local suficiente, las cubiertas de los vehículos automovilísticos eran reparadas, recapadas y recauchutadas decenas de veces.   En  Buenos  Aires  se ensayaron alternativas que  hoy adquieren  categoría de curiosidades históricas, como la adaptación de colectivos para circular por vías tranviarias.  De  ello  dan  fe  muchas fotografías del período en cuestión.


(2) El padre del que suscribe no era contrabandista sino chofer, pero allá por los años sesenta se ganaba un dinero extra con una camioneta Chevrolet, sacando embarques clandestinos de cigarrillos y bebidas del Puerto Madero y transportándolos a oscuros depósitos ubicados en los arrabales de la ciudad. Esto se hacía, desde luego, con la plena complicidad de las autoridades portuarias, aunque no fueron pocas las veces en que un error de horario o la falta de aviso a la  guardia  de  Prefectura  produjeron cinematográficas persecuciones, cuyo relato era escuchado con embelesada atención por el autor de este blog durante su niñez. Por esa misma razón, el susodicho conductor se daba el lujo de fumar Benson & Hedges legítimos (que recibía como parte de pago por el riesgoso servicio de “flete”) cuando casi nadie lo hacía debido a su precio prohibitivo.



















(3) En la etiqueta se declaran textualmente los siguientes sitios: Chile 101, Bahía Blanca; Rodríguez Peña y San Lorenzo, Resistencia; Alem y Laprida, Santa Fe.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Tribulaciones alimenticias de un inglés desde Valparaíso hasta Buenos Aires

Francis Ignacio Rickard fue un militar e ingeniero inglés cuyo trabajo abrió el camino para el desarrollo de la industria minera en nuestro país. Radicado en Chile durante muchos años, pasó a la Argentina a instancias del entonces gobernador de San Juan Domingo Faustino Sarmiento.  Al término de su tarea en esa provincia se trasladó a Buenos  Aires,  donde  fue  nombrado Inspector Nacional de Minas por el presidente Bartolomé Mitre. En los años siguientes recorrió todo el  país  examinando  los distritos más ricos en minerales, trazando planos,  relevando datos y recomendando a las autoridades la adopción de normas que terminarían siendo la base de la  actual  legislación  que regula la actividad. Pero lo bueno es que Rickard era asimismo un viajero despierto y observador con una gran capacidad para relatar sus vivencias. De esas habilidades narrativas nació un libro publicado en Londres en 1863 bajo el título Un viaje minero a través de los Grandes Andes con exploraciones en los distritos mineros de las provincias de San Juan y Mendoza y un viaje a través de las Pampas a Buenos Ayres, que la posteridad abrevió acertadamente como “Viaje a través de los Andes”.


A los fines que nos interesan este espacio, el relato abunda en detalles sobre las comidas y bebidas comunes en aquel tiempo, al menos en el ámbito particular de una travesía bastante aventurada por comarcas salvajes y vertiginosas. Desde el comienzo del periplo en Valparaíso hasta su llegada a la Reina del Plata, el autor no cesa de pormenorizar datos de tipo culinario. Para empezar, sugiere que las provisiones  del  viaje  “pueden llevarse en una caja provista de cerrojo”, y que ellas deben constar de “carne, papas, cebollas, pan, charqui o carne seca, arroz y grasa, todo lo cual costará unos pocos dólares de plata. Para la comodidad personal, yo recomendaría una provisión de té o café, y azúcar, con dos o tres botellas de buen vino de oporto; este último es el único licor que puede recomendarse como antídoto contra los efectos del frío extremo que se encuentra en las grandes elevaciones de la Cordillera”. Más adelante señala los pormenores comunes al típico día de trayecto: “la rutina usual durante la jornada, en el rubro alimentación,  es  por  lo  general  la siguiente. Antes de partir, una taza de té o mate. A la diez u once, según las facilidades para procurarse agua, se suele hacer un alto para descansar y desayunar (…) una sopa ya preparada o carne fría…”  (1). Al parecer, la comida importante se postergaba hasta el final de la noche, y consistía en “caldos con carne hervida y papas, cebollas, etcétera (2), para terminar (o más bien comenzar, como es el estilo sudamericano) con el asado” (3).



Previo al cruce andino propiamente dicho, resulta muy interesante la descripción de las fincas agrícolas y bodegas que va conociendo y visitando en el lado chileno,   entre las que se destaca una en la que “contamos unas treinta enormes cubas, casi todas llenas con diferentes cosechas. Probamos un  vino blanco de cuatro años, que tuve que considerar igual o mejor  que  el  Sauternes  o  Rhin  que  pueda encontrarse en Europa; en todo caso, actuó como un vigoroso tónico, y sumado a la caminata nos dio un apetito feroz para el desayuno”. A partir de allí sigue una atrapante narración con detalles sumamente gráficos referidos a las peripecias sufridas en medio de las tormentas y nevadas que azotan los sectores más altos de los Andes (incluyendo caídas de mulas a los precipicios y cosas por el estilo), así como de las duras noches pasadas en  los precarios  refugios construidos  para  los ocasionales  viajeros (4).  En  esas  jornadas gélidas  y  desoladas cobran  un  papel preponderante ciertas bebidas altamente vigorizantes, empezando por el mate (“no hay nada mejor en las mañanas frías”) y siguiendo por el oporto (“puedo asegurarle al lector que nunca en mi vida he gozado de un estimulante igual al de un largo trago de esta bebida; fue como si me hubiera dado una nueva existencia y volvió a poner en movimiento la sangre semicongelada en mis venas”), sin dejar de lado un improvisado ponche caliente de coñac .


El arribo al primer núcleo urbano del territorio nacional es desolador, ya que el autor se encuentra con una ciudad de Mendoza completamente destruida por el terremoto de 1861, aun cuando ya ha pasado más de un año de ese evento. Mucho más grata resulta su estancia en San Juan, donde es bien recibido por Sarmiento y puede ocuparse de sus labores específicas. Finalmente parte en un largo viaje por galera (5) que lo lleva hasta Buenos Aires pasando por San Luis, el sur de Córdoba  y  Rosario (6).   En una de esas noches relata lo siguiente: “nos vimos obligados a cenar cabritos que, aunque tiernos, debo confesar que no fueron muy de mi agrado; los restantes hombres no mostraron los mismos escrúpulos,   y devoraron una docena de animales por lo menos”. Su llegada a Buenos Aires corona con éxito toda una aventura viajera llena de anécdotas, peligros y vivencias, afortunadamente conservada en una obra literaria que vale la pena descubrir.

Notas:

(1) En varios tramos del texto Rickard advierte sobre los peligros de ingerir ciertas carnes cuando están frías (como la de guanaco) por ser “altamente indigestas”.
(2) Posteriormente se refiere a este mismo plato como “cazuela”. Actualmente, en la Argentina, hablaríamos de él como un simple puchero en su mínima expresión.
(3) En general, de cordero.
(4) Las ruinas de estos sitios pueden verse aún hoy desde Perú hasta Cuyo. Algunos han sido reconstruidos con fines turísticos.   En la tapa de la edición  Emecé  del libro en cuestión se observa un dibujo al respecto.


(5) La galera era un carruaje de pasajeros especial para largas distancias, muy utilizado antes de la llegada del ferrocarril.  Su vigencia se extendió hasta la tercera década del siglo XX para unir ciudades y pueblos relativamente cercanos que no estaban conectados directamente por vía férrea.  La ampliación de la red vial en la década de 1930  y  la generalización del automotor acabaron definitivamente con este viejo medio de transporte.


(6) En esa ciudad se hospeda en el Hotel del Universo, al que ensalza por sus comodidades y excelente servicio.

martes, 6 de mayo de 2014

Un revelador libro ferroviario de stock de 1898 14

La tentación por lo dulce ha existido siempre, desde que el mundo es mundo, en todas las culturas y gastronomías. Nuestro país no fue una excepción, tal cual lo demuestra la larga lista de postres y confituras que nos han dejado los testimonios documentales existentes desde los tiempos de la colonia. La evolución de los gustos, la apertura al mundo y la misma revolución industrial del siglo XIX fueron motivos para que el modesto repertorio de delicadezas azucaradas asequible en los tiempos de la Revolución de Mayo se fuera ampliando gradualmente merced a los aportes gastronómicos de los inmigrantes y a la activa importación  de la época. Y los trenes son, tradicionalmente, lugares en los que se consumen bocados para golosos. ¿Quién no siente la tentación, en un viaje de larga distancia, de probar unos caramelos,  unas pastillas, un alfajor o un chocolate? Para ejemplificar, imaginemos un típico destino como era Mar del Plata, que el Ferrocarril Sud alcanzó con sus rieles en 1886. 


¿Cuántos miles de pasajeros habrán disfrutado algo como lo antedicho en los coches comedores de las formaciones que hasta allí se dirigían, o en las elegantes confiterías de sus dos estaciones? (1)   En  ese  sentido,  nuestro libro de stock  no resulta ajeno a semejante fenómeno. En su lectura podemos encontrar numerosos ítems propios del segmento, entre los que se verifican marcas y tipos de origen nacional a la par de sus similares del Viejo Mundo, especialmente de Inglaterra. Aquí va la lista de tales artículos asentados en el volumen que nos viene ocupando desde hace tiempo, con su respectivo precio de venta.   La unidad de medida corresponde textualmente a lo escrito por los empleados del depósito, y su significado se traduce de la siguiente manera: (K) kilo, (C) caja, (P) paquete, (F) Frasco, (L) lata y (T) tarro.


Budín inglés                                         (K)  2,00
Bombones de chocolate                       (C)  1,85                           
Bombones fondants  (rellenos)            (P)  5,00
Caramelos comunes                             (K)  2,00
Caramelos ingleses                              (F)  1,00
Caramelos La Moderna                        (K)  3,50
Caramelos La Moderna                        (F)   2,00
Chocolate azul                                      (K)  4,00  (2)
Chocolate amarillo                                (K)  2,50  (2)
Chocolate Godet                                  (K)  4,00
Confites Noel                                        (K)  3,00
Dátiles                                                  (C)  3,60
Dulce de guayaba chico                       (L)  2,00
Dulce de guayaba grande                    (L)  3,70
Dulce inglés                                          (T)  1,20
Dulce membrillo grande                        (L)  8,00  (3)
Duraznos en almíbar                            (T)  1,20
Jalea de membrillo                                (L)  0,70
Masas Secas                                        (K)  4,60
Pastillas de goma                                 (C)  0,20
Pastillas de menta                                (P)  0,20
Pastillas Noel  N° 1                               (P)  3,50
Pastillas Rosalinas                                (P)  0,20   
Turrón                                                   (K)  5,00

Con estas exquisiteces culminamos formalmente la presentación de todos los productos registrados en el viejo libro. En la próxima y última entrada de la serie, a modo de epílogo, vamos a hacer un resumen de lo repasado y a recordar cuáles fueron las diferentes oportunidades en que analizamos bebidas, tabacos y alimentos, esos mismos que se tomaban, comían y fumaban en los trenes y estaciones de la Argentina hace nada menos que ciento dieciséis años.


                                                            CONTINUARÁ…

Notas:

(1) La estación marplatense original (1886) es la que la mayoría de la gente conoce, sita sobre la Avenida Luro y llamada en la jerga ferroviaria “Mar del Plata Norte”. En 1911 el FCS inauguró una segunda estación sumamente opulenta y elegante en pleno centro de la ciudad (Sarmiento y Alberti) con la denominación “Mar del Plata Sud”, que se habilitaba solamente para la temporada de verano, desde principios de Diciembre hasta fines de Marzo.  Esta última fue desafectada en 1949 y desde entonces los trenes volvieron a detenerse todo el año en la vieja Mar del Plata Norte.   Durante muchas décadas,  la clausurada estación Sud sirvió  como Terminal de Ómnibus. Las siguientes son dos fotos antiguas de la estación Mar del Plata Sud, y en la primera imagen de esta entrada también puede apreciarse otra perspectiva sobre el extremo inferior izquierdo.


(2) Hemos visto en oportunidades previas que los empleados del FCS tenían por costumbre registrar ciertos artículos por el color de la etiqueta, envase o envoltorio, como parece ser este caso. 
(3) Teniendo en cuenta el precio, es probable que fuera una lata de 4 o 5 kilos. A lo largo de los 16 meses volcados en el libro no aparece el envase chico.