viernes, 29 de marzo de 2013

El fogón, cocina criolla por excelencia

William Mac Cann, un viajero y escritor inglés que recorrió nuestro país a mediados del siglo XIX, nos dejó una excelente postal relativa al  significado del fogón en las estancias y propiedades rurales de la época. Según su relato, “en el fogón había dos asadores con sendos costillares de oveja; uno a uno iban entrando los huéspedes y las personas a la casa. Nosotros nos sentamos cerca del fuego sobre unos troncos de madera para observar cómo preparaban la comida. La mujer cortó dos partes de un zapallo muy grande, colocando las mitades boca abajo sobre las cenizas calientes, asándolas con mucha precaución…Cuando todo estuvo listo sacamos los cuchillos y atacamos el asado y el zapallo con mucho apetito. Después de comer tomamos mate bebido, tan necesario a esta gente como el té a los ingleses.” La descripción es doblemente valiosa por su completitud, ya que demuestra la importancia de un rincón que congregaba a las personas a sentarse a su alrededor  para matear, comer o charlar. Si tal hábito era destacado en los días normales, ni qué hablar de los días fríos o lluviosos, cuando su calidez ejercía una atracción irresistible.


Pero el fogón cubierto y su correspondiente ubicación estanciera -geográfica y socialmente hablando-, iba todavía más allá de la simple “matera”, como  hoy se la llama (nombre que no se usó hasta bien entrado el siglo XX, dado que antes era simplemente el fogón o la cocina para peones). Allí, los trabajadores rurales tenían sus tertulias diarias, mientras agotaban pavas enteras en sus cimarrones y secaban alguna ropa eventualmente mojada en la diaria labor, muchas veces al abrigo de un furioso temporal. Eran los días en cada cosa tenía su tiempo y había tiempo para cada cosa, como dirían los paisanos sabios y veteranos.


Desde el punto de vista gastronómico, el horizonte del fogón no estaba limitado a la mera función de  matera y asador. Muchas veces, sus fuegos servían para calentar enormes calderos con pucheros o guisos de arroz, cuando no algún estofado de papas y carne. Tengamos en cuenta que gran parte de los alimentos empleados se preparaban en la misma estancia, como parte de otra costumbre en vías de desaparición. Por norma general, los establecimientos tenían sus propias carnicerías, sus huertas, sus gallineros y sus hornos de pan, que les proveían todo lo necesario. Pocas eran las cosas que había que ir a buscar al pueblo, o que llegaban periódicamente a través de los patrones o de encomiendas ferroviarias: legumbres, conservas, bebidas, azúcar, algún que otro artículo envasado y la infaltable “galleta” (1), cuyo fórmula era especialmente atesorada por las panaderías pueblerinas. Para dar un ejemplo de ese cuasi autoabastecimiento, según el testimonio de Rolando Urruti, en la estancia La Noria, hacia 1940 “se carneaba una oveja todos los días y un vacuno por semana. El sótano de la estancia estaba lleno de factura de chancho (2) que preparaba el “poyero” (…) La cocina de peones era usada según el trabajo diario; el primero que llegaba la encendía, generalmente el que tenía que recorrer el campo, y ponía una pava grande para el mate. Cada peón tenía su mate y la yerba era provista por la estancia”.


Pero claro, la agilidad de los tiempos modernos fue relegando aquellas viejas ceremonias de la rutina campera, a la vez que limitó los fuegos a sus expresiones elementales. Hoy se come de un modo más “civilizado” y, seguramente, más higiénico, pero carente por completo del sentido casi mágico y la mística asequible en el fogón de antaño. Y aunque algunas estancias tradicionales de la campiña argentina conservan sus materas con un sentido casi museológico, ellas están vacías. Por fortuna, como decimos siempre, nos quedan las crónicas, los testimonios y los buenos recuerdos.


Notas:

(1) La galleta de campo, gran compañera del mate y el asado, es un pan campesino tradicional de los ámbitos rurales argentinos, particularmente en la región de la Pampa Húmeda.


(2) En el lenguaje de la campiña criolla, se llama factura al conjunto de embutidos y chacinados que se elaboran artesanalmente en el mismo campo. Incluye chorizos, queso de chancho, morcillas y otras preparaciones de similar tenor.  Para su producción se utilizan indistintamente carnes porcinas o vacunas, e incluso la mezcla de ambas. La siguiente es una  imagen del llamado “chorizo seco”.


jueves, 21 de marzo de 2013

Merenderos de día, bailetines de noche

Aunque la mayoría de la gente asocia los orígenes del tango al sector sur de la ciudad de Buenos Aires (lo que es cierto, en parte), la historia de ese género musical tiene una estrecha relación con el Parque Tres de Febrero o, como todo el mundo los conoce mejor, con los Bosques de Palermo. Los primitivos bailongos se llevaban a cabo en algunos locales de esa zona tan frecuentada por ciclistas y caminantes durante el día como por malevos, compadritos y “patoteros” por la noche. En las últimas décadas del siglo XIX proliferaban por allí los reductos de rubro múltiple según la hora: respetables bares y restaurantes en horario diurno, que se convertían en tabernas, salones danzantes o prostíbulos al caer el sol. No eran extraños los casos policiales en tal ambiente, como el ocurrido con Fernando Ramayón, un joven estudiante de la alta sociedad porteña y buen bailarín de tangos, que fue muerto el 31 de enero de 1898 con la consecuente avalancha de noticias en los periódicos capitalinos. Por ejemplo, "El Diario" (10 de febrero) decía sobre la víctima: "ha caído ayer sobre el piso de una taberna, con la cabeza atravesada de un balazo, en el momento en que se disponía a cenar alegremente con algunos compañeros de correría nocturna" Un día después, el mismo medio reveló la identidad del prófugo homicida: Juan B. Passo (El Ñato Posse, según otras fuentes). El crimen había tenido lugar en los célebres Cuartos de Adela, nombre habitual dado a una especie de café, posada y  lupanar ubicado en Avenida Alvear y Acevedo. Y también agregaba: "se ha pretendido que los celos determinaron la agresión porque una mujer del comercio alegre acompañaba al que murió".
 

Independientemente de las noches bulliciosas y del oficio más antiguo del mundo, es necesario señalar que el ciclismo era furor en la época, y que el parque se constituía como uno de los lugares preferidos por sus aficionados practicantes. En ese orden de cosas, un típico local de actividades duales (con pista para velocípedos incluida) fue la Pista Ciclista y Restaurant Belvedere, origen del Club Italiano que comenzó como institución deportiva y estaba ubicado en Avenida Alvear 595. Otro, llamado directamente Velódromo, se situaba cerca de la avenida Figueroa Alcorta y Sarmiento. A pasos de allí, el mismísimo y legendario Café de Hansen (1) tenía también esa “doble personalidad” comercial, según la siguiente reseña de Enrique Puccia: a primera hora, desayuno para los niños que concurrían a Palermo. A media mañana, leche y yemas batidas para jinetes y ciclistas. Al atardecer merienda o aperitivo. Con el anochecer, comida. Después de las diez de la noche comenzaban a llegar, a pie o en coche (según sus posibilidades económicas), la pléyade de hombres adictos al tango”.
 
 
Otros recordables son El Kiosquito (chalet ubicado sobre la avenida Vicente Casares que aún existe, muy cerca del Jardín Japonés), el Armenonville (legendario salón bailable sobre Figueroa Alcorta que dio nombre a un célebre tango de Juan Maglio) y el  Pabellón de los Lagos, un émulo de los actuales predios de exposiciones en el que se realizaban no sólo bailes, sino también algunos de los banquetes más coquetos de la época. Se situaba dentro de un majestuoso edificio de estilo islámico con estructura de hierro y superficie vidriada, y su concurrencia podía darse el lujo de navegar en góndolas por un lago interno. Las dos fotos siguientes nos dan una idea de su opulencia y sus dimensiones. En la imagen del interior, del año 1904, señalé con flecha un cartel que reza Vinos del Trapiche (2). Aunque un poco más tardío, no podemos dejar de mencionar al Palais de Glace, otro ejemplar cuya edificación  todavía permanece en pie.


La mayoría de estos locales fueron cerrando sus puertas en las décadas de 1910 y 1920, conforme se acentuaba la parquización de la zona y se hacían más estrictas las reglamentaciones relativas al funcionamiento de los comercios del ramo. ¿Cuántas botellas de champagne o de Pernod se habrán consumido en esas mesas históricas, que fueron testigos del nacimiento de un género musical? Seguramente muchas, tal como ocurría en los miles de cafés y bares de la época. Recordar sus estampas es, justamente, uno de los objetivos de este blog.


Notas:

(1) En una entrada de febrero de 2012 analizamos el resultado de algunos descubrimientos arqueológicos en los terrenos del viejo café de Hansen. Muy pronto vamos a subir otra entrada referida a un inventario de comestibles, bebidas y tabacos realizado allí hacia 1890.
(2) La presencia del  letrero (sugiero hace click en la foto para ampliar) es sumamente testimonial de los comienzos de la industria nacional de vinos de calidad,  ya que en esos años la importación europea tenía pleno control del mercado. Fue recién hacia 1915, promediando la Primera Guerra Mundial, que las bodegas argentinas se lanzaron de lleno a producir vinos finos en una forzada sustitución de importaciones durante el conflicto bélico.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Dos portentos en los años dorados del vermouth: crónica de una degustación

El aperitivo ha sido una de las grandes pasiones de los argentinos. Bitters, amaros, vinos quinados, vermouths y otros brebajes análogos  poblaron las mesas patrias a lo largo de su historia. Por supuesto, como suele suceder con casi todos los artículos de consumo, existieron  marcas referentes por su celebridad y su hegemonía en el mercado. Si hablamos de vermouth, Cinzano y Martini son dos  rótulos cuyo pasado en el ámbito patrio se remonta a los orígenes institucionales del país. El primero de ellos, por ejemplo, publicó su primer anuncio gráfico en 1887, de manera contemporánea al apogeo de la inmigración italiana tan aficionada a ese tipo de bebidas. Con el paso de los años y una enorme demanda asegurada, el vermouth se transformó en algo más que un producto masivo, ya que alcanzó la categoría de  ritual, de ceremonia rutinaria, practicable tanto en bares como en casas de familia. Verbigracia, la hora de vermouth es una frase de significado inequívoco para cualquier habitante de este país, o al menos lo fue durante mucho tiempo.


En ese orden de cosas, nuestro blog no podía dejar de realizar una degustación de ejemplares emblemáticos antiguos, no solamente por los motivos históricos y sociales enumerados, sino también por su condición de arquetipos de la vieja industria nacional del ramo (1). Gracias a la buena estrella que nos suele acompañar en estos casos,  pudimos acceder a dos auténticos tesoros embotellados: un Cinzano tradicional y un Martini Bianco fechados entre 1949 y 1960, con una fuerte posibilidad de pertenecer a los primeros años de ese período. Por motivos expuestos en  nota al pie (2), personalmente les asigno el año 1953 como fecha de elaboración más aproximada. Los participantes del evento fueron los miembros estables del equipo de cata de Consumos del ayer, Enrique Devito y Augusto Foix, a los que se sumaron varios amigos atraídos por el aroma del chivito que se asaba lentamente a un costado del recinto de cata: Jorge Martínez (dueño de casa), Alejo Berraz, Marcelo Murano, Antonio Fernández (propietario original de las botellas, quien las donó gentilmente) Guillermo Murias y Joaquín Hidalgo. La remoción de las viejas cápsulas de plomo no presentó problemas, si bien los corchos se veían en un estado muy diferente entre sí: intacto el de Martini y bastante deteriorado el de Cinzano, lo que se condecía perfectamente con la merma de líquido visible en esa última botella. Como consecuencia de ello y pese a los recaudos tomados, el tapón de marras no pudo ser extraído y terminó dentro del envase, afortunadamente  entero, sin roturas ni desmenuzamientos. El de Martini, en cambio, fue quitado con bastante facilidad.


Servidos en pequeñas copas y en distintas modalidades (puros, con hielo, con hielo y limón, con hielo y soda), los añosos especímenes pronto nos dieron motivos de sorpresa. El Cinzano exhibía un color “aleonado” o tawny, equivalente a un teja vivo, mientras que el Martini se veía marrón oscuro (3). Luego, los aromas evocaban el conjunto de especias típicas del vermouth joven, pero con el ingrediente adicional de la oxidación prolongada, es decir, con algo de jerez dulce (tipo amontillado o cream), maderas y torrefacción. Todo ello, en conjunto, daba una impresión  positiva, envolvente y compleja en ambos casos, confirmada de inmediato a través de un sabor notable por madurez y profundidad. No obstante, la etapa gustativa dio lugar a algunas divergencias de opinión. La mayoría numérica (el que suscribe incluido) consideró que el Martini presentaba un ligero desequilibrio entre el dulzor y cierto punto de acidez  final.  En contraposición, el Cinzano pasaba por la boca con mucho aplomo y balance, en el marco de notas que entremezclaban el estilo típico de los buenos vermouths rojos con los ricos acentos provistos por el añejamiento duradero. Pero, más allá de esos puntos de vista, el comentario general fue que los dos prototipos se hallaban aún en un envidiable estado de lozanía y resultaban demostrativos de la alta calidad alcanzada por la industria argentina de bebidas hacia mediados del siglo XX.


Así, luego de viajar en el tiempo y de sentirnos como parroquianos en un viejo bar porteño, nos vimos obligados a salir de nuestro grato ensueño con el consuelo de pasar a una actividad no menos placentera, que fue hacerle los honores al excelente chivo malargüeño y toda su cohorte parrillera de chorizos, longanizas, morcillas y mollejas. Digno final para una degustación histórica, que no será la última.


Notas:

(1) El Cinzano fue importado hasta 1925, año en que comenzó su elaboración local. Poco tiempo después, Martini hizo lo propio. Las botellas pertenecen a la época en que ambas firmas eran  filiales de sus respectivas empresas madres de Torino, Italia. Cinzano concentraba sus operaciones en Cangallo 2901/71, mientras que Martini & Rossi tenía oficinas en Lavalle 1431 y planta de elaboración en la localidad de San Martín.
(2) Hasta fines de los años cuarenta (aparentemente 1949), Cinzano utilizó etiquetas con  la marca en letras pequeñas, como se observa en el siguiente anuncio de 1945, publicado con motivo del cambio a mano derecha en las calles de todo el país.


En 1960 realizó una profunda modernización de imagen a partir del célebre logotipo mitad azul y mitad rojo. Eso nos da el piso y el techo cronológico de 1949-1960 con un alto grado de seguridad.


Pero dado que también encontré esta ilustración de 1953 con etiqueta idéntica a la de nuestra botella, decidí tomar esa fecha como referencia precisa.


Del Martini hay menos indicios. No obstante, un pequeño pedazo de estampilla fiscal remanente en su cápsula indica un impuesto de $ 3,70, lo cual tiene relación  lógica con  los años intermedios de la década de 1950.
(3) Por razones técnicas que sólo puedo conjeturar, todos los vermouths blancos adquieren  un color marrón oscuro muy intenso con los años, mucho más que los vinos blancos normales de igual antigüedad. Supongo que debe tratarse de alguna reacción oxidativa que involucra al azúcar y las especias utilizadas en su elaboración.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Viejos consumos en la literatura argentina: Rosas, Mansilla y los siete platos de arroz con leche

Lucio Victorio Mansilla (1831-1913), fue un militar, político y escritor argentino dotado de singulares características personales. A temprana edad descubrió el gusto de escribir, lo que dio lugar a varias obras de referencia en la literatura argentina del siglo XIX. Entre ellas se cuentan  De Adén a Suez, Máximas y Pensamientos, Retratos y Recuerdos y, muy especialmente, Una excursión a los indios Ranqueles, texto que describe la expedición pacífica a las tolderías efectuada durante su cargo como Comandante de Fronteras en el sur de Córdoba (1). También supo cultivar la veta periodística a través de numerosas colaboraciones en diarios de la época, como La Tribuna o Sud América. Fue precisamente en este último periódico donde publicó una serie de relatos breves, reunidos más tarde en forma antológica bajo el nombre Entre nos: causeries de los jueves. Uno de ellos, tal vez es más recordado de todos, es Los siete platos de arroz con leche, en el que relata cierta anécdota  juvenil ocurrida durante los últimos días de gobierno de su tío Juan Manuel de Rosas (2).


Así, recién  llegado a Buenos Aires de un viaje (realizaría muchos a lo largo de su vida) (3), el joven Mansilla se dirige a la legendaria casona que el Restaurador de las Leyes poseía en Palermo (4) para “recibir su bendición”, como se decía en aquel entonces. Tras una larga espera, los parientes se encuentran. Luego de charlar sobre diversos temas, Rosas le pregunta: “¿tiene hambre?” La respuesta afirmativa del visitante no se hizo esperar, a lo que siguió una directiva de su anfitrión para agasajar al muchacho con un “platito” de arroz con leche. Mansilla refiere entonces lo siguiente: “el arroz con leche era famoso en Palermo, y aunque no lo hubiera sido, mi apetito lo era; de modo que empecé a sentir esa sensación de agua en la boca ante el prospecto que se me presentaba de un platito que debía ser un platazo, según el estilo criollo y de la casa”. Y así fue: la propia Manuelita Rosas le trajo un plato…y luego otro, y otro, y otro, hasta que el muchacho sentenció el conocido “ya, para mí, es suficiente”. Pero los platos siguieron llegando, sin que el mozalbete se animara a rechazarlos. Al final, cuando no daba más, pudo irse a su casa.


Muchos años después, ya en su exilio de Southampton, Rosas fue visitado nuevamente por su sobrino. El propio Mansilla rememora entonces la siguiente anécdota como para completar la historia, que refleja bastante bien la enigmática personalidad del ex “hombre fuerte” del Río de La Plata:

Mi tío y yo permanecimos un instante en silencio. Yo lo miraba con el rabo del ojo. Creía que él no me veía… ¡me había estado viendo! De repente miróme y me dijo:
- ¿En qué piensa, sobrino?
- En nada, señor.
- No es cierto; está pensando en algo.
- ¡No, señor, si no pensaba en nada!
- Bueno, si no pensaba en nada cuando le hablé, ahora está pensando ya.
- ¡Si no pensaba en nada, tío!
- Si adivino, ¿me va a decir la verdad?
Me fascinaba esa mirada que leía en el fondo de mi conciencia, y maquinalmente, porque habría querido seguir negando, contesté:
- Sí
- Bueno –repuso él- ¿A que estaba pensando en aquellos platitos de arroz con leche que le hice comer en Palermo, pocos días antes que el loco (el loco era Urquiza) llegara a Buenos Aires?
No me dio tiempo para contestarle, porque prosiguió:
- ¿A que cuando llegó a su casa a deshoras, su padre (e hizo con el pulgar y la mano cerrada una indicación hacia el comedor) le dijo a la Agustinita “¿no te digo que tu hermano está loco?”
No pude negar; estaba bajo la influencia del magnetismo de la verdad, y contesté sonriéndome:
- Es cierto
Mi tío se echó a reír burlescamente…
 

El arroz con leche, un postre tan frecuente en las mesas de la época, sirvió entonces como excusa para la crónica del encuentro entre dos figuras de la historia nacional. Bien vale recordar aquel plato de los comienzos  de la argentinidad, así como a los personajes y  su tiempo.
 
Notas:

(1) Ese emprendimiento fue fruto de una iniciativa absolutamente personal, ya que nunca recibió la debida autorización de sus superiores. Como consecuencia de ello fue relevado, sumariado  y pasado a disponibilidad.
(2) Mansilla era hijo de Agustina Ortiz de Rosas, hermana menor del Gobernador de Buenos Aires.
(3) La del viajero es una de sus muchas características, que incluían una cultura sumamente elevada (hablaba y escribía perfectamente en francés, además de dominar  el inglés, el italiano, el alemán y el  latín), gustos refinados y cierta extravagancia en el vestir.
(4) En realidad, la quinta de Rosas se llamaba Palermo desde mucho antes que el propio barrio, que tomó su nombre años más tarde.