viernes, 11 de diciembre de 2015

Productos gourmet en el censo 1887 de la Ciudad de Buenos Aires 4

Aunque un poco irregular  en  su  desarrollo  cronológico, hoy finalizaremos la serie de  cuatro  entradas  sobre  los productos del comercio mayorista y minorista apuntados en el censo que se realizó el 15 de septiembre de 1887 en la entonces cambiante urbe porteña.   Desde  marzo  hemos venido analizando  todo  tipo  de  artículos  de  cocina, productos envasados, especias, panificados, dulces  e infusiones,   siempre con la sorpresa de encontrar una batería de etiquetas y presentaciones importadas cuya calidad y cantidad resulta remarcable. Las bebidas que nos ocupan en esta ocasión no se quedan atrás, dado que entre ellas  hallamos  algunos nombres casi  mitológicos  en  la historia mundial del sector. Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que el grupo de los bebestibles representa, más que ningún otro, esa inclinación por lo suntuario y lo fastuoso que tanto agradaba a las clases acomodadas de la época.


En la lista se aprecian ciertas supremacías regionales bastante  lógicas,  como  el claro predomino de Alemania e Inglaterra en las cervezas, de Italia en el Fernet  y  de Francia en los vinos. Sin embargo, este último elenco es el más asombroso a nuestros ojos actuales, toda vez que cuenta con varios baluartes de la aristocracia enológica internacional cuyo renombre de leyenda perdura hasta nuestros  días.  Es  justo  señalar  que  los  productos originarios de la industria nacional argentina no faltan en casi ninguno de los renglones, lo que indica el incipiente desarrollo de una actividad cuya envergadura se haría bien notoria en la década siguiente,  tal  cual  hemos apuntado más de una vez. Tampoco pasamos por alto la presencia de un par de brebajes tan de moda en ese tiempo como ignorados en la actualidad: el guindado y el extracto de tamarindo (1).


Como siempre, traté de reflejar los nombres de manera textual, con excepción de los errores ortográficos evidentes (que no eran pocos). Así, la lista es la siguiente:

Aguardientes y cañas:  aguardiente americano, aguardiente báltico (x galón). Cañas: Brasil, Habana, Mauricio, Tucumán.
Ajenjos: Silliman, NP, Berger.
Anís: del país, Anisette, Carabanchel, Macaco, Mono, Ojen.
Aperitivos y vermouths: Aperital, Cherry Cordial Peter Jurgenzen, Cherry Cordial Peter Herenges, Hesperidina, vermouth francés, vermouth italiano, Ginger Ale, Ginger Punch Chayton Brothers, Ginger Tonic Lemonade Chayton.
Bebidas sin alcohol: extracto de Tamarindo, jugo de lima, jarabe de frutas para refrescos, Potass Water Chayton, Seltzer Water, soda inglesa.
Bitter: Angostura, Secrestat, Puyastier, Des Basques.(2)
Cervezas: genéricas x docena (alemana, holandesa, inglesa). Alemanas: Münchner Kindl, Mainz blanca, Culmbacher negra. Inglesas: Bass blanca, Ñato blanca, Magnolia blanca, Magnolia negra, Guiness Chancho negra, Stout Porter. Del país Bieckert Doble, del país Bock Ale.


Cognac: Ardilla, Capuchino, Charchy, Hennessy, Fine Champagne, 5 Estrellas 1865, Fine Champagne 1832, León, Mariposa, Martell, Martell Parry, Otard Dupuy.
Fernet: Branca, De Vecchi, Visconti.
Ginebras: en damajuanas de 1 y 3 galones. Embotelladas: Ancla Chica, Doble Ancla, Campana, Las Armas, Néctar, Old Tom, Paats, Real, Rosenthal, Winyard Fockink.
Licores y destilados: Benedictine, Curaçao (colorado M  y Brissard, doble, blanco W. Fockink), Cacao, Chartreuse Verde, Chartreuse Amarillo, Guindado de Patagones (3), Gilka, Kermann, licores cremas (cacao, ananá, moka, té, nuez, vainilla), Marraschino de Sara. Rones: Monada, Jamaica Corazón Colorado, W y L de 30 grados.


Vinos: España: Garnacha, Cariñena, Selva, Moscatel, Mesa, Priorato, seco Catalán, seco Málaga, tinto, Carlón, Priorato Costa, Deu, RF, M, Escudo Argentino, Añejo Extra. Jerez: SCA seco, Precioso, 3 Estrellas, 4 Estrellas. Francia: seco Cette, Bordeaux (en bordalesas). Margaux Lande, Chateau Galan, Chateau Biré, Chateau Beauchamps, Haut Sauternes, Chateau Larose, Chateau Palmer, Lebarde, Leoville, Chateau Latour, Margaux Cooperativo, Margaux Mallman, Margaux Larronde, Cotes Cooperativo, Chateau Palmer,  Pontet Canet,  Saint Julien Cooperativo,  Saint  Emilion, St. Estephe, Chateau Yquem, Chambertin, Chablis, Clos de Vougeot, Pommard. Champagnes: Viuda de Clicquot, Roederer Carte Blanche, Roederer D’Or, Roederer Gladiateur, Roederer Cristal, Mumm Extra Brut, Noral Carte Blanche.  Italia: italiano genérico (bordalesas), Asti, Chianti. Alemania: Schloss Johannisberg, Ruedesheimer, Ruedesheimer Berg, Mosel. Portugal: Oporto Cooperativo Nos 1, 2, 3 y 4, Oporto N, Oporto 3 Estrellas, Oporto 4 Estrellas, Oporto 1871 Alto Douro, Madeira Especial 1870. Argentina: Mendoza blanco, Mendoza tinto (en cascos), Belgrano, Moscatel, Lágrima, Cordillera, Pampa, Chateau Castro, Cordero, Lágrima de San Juan.
Whiskys: escoceses (Garnkirk, Walker, Higgins), irlandés.

Lo  dicho:  ¿quién  hubiera  imaginado  semejante  oferta de bebidas  en las  estanterías  de  la  Buenos  Aires decimonónica?  Sin  embargo,  el asombro  inicial  se desvanece si tenemos en cuenta el adecuado contexto histórico. Hablamos del decenio de 1880, cuando nuestro país se abrió como nunca antes a la inmigración extranjera, incluyendo muchas de sus costumbres,   sin olvidar  la variada gama de clases y tipos sociales que poblaban el territorio patrio. Por lo tanto (y casi como una conclusión final),  no debe sorprendernos demasiado lo visto en la serie que estamos terminando.  Después  de todo,  no hace más reflejar ese mismo carácter cosmopolita de la población, así como el amplio espectro de condiciones sociales, desde los más ricos hasta los más pobres, pasando por todas las instancias intermedias.


Si alguien se pregunta que comían y bebían nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los productos del Censo 1887 de la Ciudad de Buenos Aires constituyen una buena aproximación a la correspondiente respuesta.

Notas:

(1) El Tamarindo es un árbol tropical cuya presencia en Argentina resulta bastante común. La pulpa del fruto es utilizada como especia picante  y para la elaboración de refrescos. Aunque desaparecida de nuestro país, esta última práctica sigue siendo habitual en Centroamérica.


(2) Hace algún tiempo encontré cierto texto italiano de fines del siglo XIX donde aparecen los amari (amargos)  más famosos de Europa  (confieso que hice la captura de imagen que me interesaba y después perdí toda noción de dónde lo había ubicado, pero creo recordar que era una guía de viajero). Entre los nombres hay  varios mencionados en el Censo 1887 y algunas marcas que aparecen en el libro de stock del Ferrocarril Sud de 1898 que reseñamos hace tiempo. Además del repertorio en sí mismo, lo bueno es que se menciona la localidad de origen de cada etiqueta.


(3) Se refiere al de Carmen de Patagones, famoso desde la época de los primitivos colonos maragatos. 


viernes, 27 de noviembre de 2015

El puro correntino, un consumo patrio desde los tiempos de la independencia

Además de ser una de las producciones más importantes a nivel provincial, el tabaco de Corrientes cuenta  con antecedentes históricos que se remontan a los primeros tiempos de nuestra patria. En Buenos Aires, desde 70 años atrás, José Antonio Wilde lo menciona en dos oportunidades dentro de una misma frase. Refiriéndose al consumo tabacalero en la época inmediatamente posterior a la independencia,  dice  lo  siguiente:  “aunque  se vendían cigarrillos hamburgueses, de Virginia, paraguayos, correntinos y aun algunos habanos, el que más se consumía era el cigarro de hoja que podría llamarse del país, fabricado con tabaco del Paraguay,  de Corrientes,  de Tucumán  y,  algunas  veces, aunque muy raras, del cultivado en esta provincia” (por Buenos Aires). Al respecto del estado mesopotámico,  las estadísticas, referencias  y   rastros  documentales  de  las décadas posteriores son contundentes por partida doble, ya que  señalan la importancia del cultivo de esa materia prima en forma análoga a la de su  manufactura.


No es demasiado complicado encontrar estadísticas que avalen lo  dicho  con  anterioridad  durante  los  tiempos federales  y la década posterior a la batalla de Caseros, cuando Buenos Aires era una entidad política y económica independiente.   Precisamente por esta última razón,  los productos que llegaban a su territorio desde el resto de las provincias eran considerados importaciones y así quedaban registrados en los cómputos correspondientes. Podríamos señalar bastante data al respecto, pero nos limitaremos a las cifras más pretéritas que hemos podido localizar, nada menos que del año 1838,   cuando el  Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires dejó asentado el ingreso (1) de 67.000 cigarros correntinos.    El valor del testimonio estriba no sólo en su antigüedad,  sino también en la denominación inequívoca del ítem. Por lo visto, “cigarros correntinos” definía un producto tan específico como “cigarros paraguayos” o “cigarros habanos”.  Y no obstante la creciente competencia que se iba a dar en los decenios siguientes merced al arribo de puros extranjeros de nuevos orígenes,   la  industria  tabacalera  correntina continuó creciendo. Según cifras citadas por Dimas Helguera en La producción argentina en 1892, ese año Corrientes acreditaba el cultivo de 40 millones de plantas de tabaco, seguida por Tucumán, con 30 millones, y la aún incipiente Misiones, con 5 millones.


Valorando semejantes antecedentes, no iba a pasar mucho tiempo para que realizáramos la degustación de ejemplares emparentados con un consumo que tuvo enorme popularidad  y  que todavía subsiste como parte de una típica industria regional. Para ello nos remitimos a dos prototipos provenientes de Goya,  el departamento  de  capital  homónima recostada sobre el río Paraná,   al sudoeste de la provincia. La fortuna nos hizo conseguir productos de similar ascendencia geográfica pero distinta elaboración: por un lado, los puros Mi País, marca bastante asequible en comercios del ramo, y por otro unos cigarros absolutamente anónimos, adquiridos por cierto amigo en la ciudad de Goya al modo del puesto callejero. Eso nos permite vislumbrar un panorama cronológicamente bien amplio, ya que tenemos un arquetipo de la industria tabacalera provincial en su funcionamiento moderno, formal y bien constituido, así como un ejemplo vivo de la actividad según la vieja usanza de la manufactura artesanal a escala familiar.

















Las diferencias entre los modelos comienzan en el aspecto visual. Mientras los Mi País se ven cilíndricos y rectos,  sus coterráneos sin marca comercial muestran un formato irregular someramente semejante a lo que técnicamente se denomina doble figurado o perfecto,  es  decir,  abultado en el medio  y angosto en las puntas. En cambio,  no  se  verifican  grandes desigualdades en el color de las capas,   bastante  claras  o “pálidas” en  ambos  casos,  con leves  reminiscencias  del colorado en Mi País (2).  Conforme a su prolijo armado,  este último pasó sin problemas por el encendido mostrando siempre una ceniza firme y compacta. Sus aromas y sabores se sitúan dentro de valores medios a suaves con cierto toque de dulzor apenas perceptible. Los artesanales no se quedaron atrás en cuanto a las bondades de su  manufactura,  con  encendido  y  desarrollo de la ceniza irreprochables,  aunque mostraron un sabor más seco  -pero  menos  marcado-   sin dejar de ser agradables. Después  de  un  rato  (10 a 15 minutos),   los dos empezaron a sugerir algo más de profundidad sápida y aromática, con sutiles dejos de cuero y puntos tostados. De todos modos, si los confrontamos con otros tabacos de consumo histórico en la Argentina, como los de Paraguay,  Cuba  o  Italia,   podemos afirmar que se trata de productos decididamente inscriptos en el segmento de lo “suave”.


Catamos así unos puros correctos, de porte gustativo simple, abordables en cualquier momento del día.  En  cierta  forma,  su perfil recuerda al buen tabaco criollo que se utilizaba en el cigarrillo negro de antaño.   Tal vez por eso han sido fumados a  lo  largo de 200  años,   igual que lo hicimos nosotros en honor a sus millones de consumidores pasados y actuales, los mismos que disfrutaron ,  disfrutan  y  seguirán disfrutando del cigarro correntino en campos, pueblos y ciudades de nuestro país.

Notas:

(1) Físicamente hablando,  suponemos que se trata de la suma de entradas según  el método más práctico de la época:   la vía fluvial directa  Corrientes - Buenos Aires.  En ese entonces,   las comodidades portuarias de esta última urbe se limitaba al incómodo desembarco en el pando  y barroso Río de La Plata, incluyendo la obligada transferencia de pasajeros y mercaderías a botes o carretas para llegar a la costa. En su defecto, el puerto natural más cercano era la Boca del Riachuelo, aunque también tenía sus dificultades de calado y falta de infraestructura elemental.


En el caso específico de Goya (enclave tradicional de las fábricas de cigarros), también cuenta con su puerto desde comienzos del siglo XIX. La siguiente foto pertenece a la década de 1950 y fue obtenida del interesante sitio www.histarmar.com.ar


(2) Existen algunos nombres más o menos aceptados para definir la intensidad cromática del tabaco que se utiliza en las capas de los puros.


domingo, 15 de noviembre de 2015

Remembranzas de la ribera en las memorias de un porteño memorioso

Atilio Alberto Nardelli nació por el año 1914 en un viejo caserón ubicado en Hernandarias y Australia, muy cerca del límite entre los barrio porteños de La Boca  y  Barracas.  En tales comarcas urbanas transcurrió la mayor parte de su vida, lo que le permitió plasmar una serie de recuerdos en un libro publicado en 1991 con el título  Memorias  de  un porteño memorioso. Lo bueno del volumen es que no sólo recoge las experiencias personales del autor, sino que también detalla con bastante minuciosidad numerosas estampas relacionadas con todo lo que nos interesa en este blog.  Así,  desde los viejos comercios del comer y el beber hasta las costumbres gastronómicas de antaño, van pasando imágenes de un tiempo en que la zona se encontraba en su apogeo, tanto por la estereotipada faceta fabril y portuaria como por el no menos dinámico entorno residencial. De hecho,  los dos vecindarios mencionados se contaban entre los más poblados de la ciudad a comienzos del siglo XX.


Ya en las primeras páginas se advierten algunos párrafos que invitan al ensueño, como el que se refiere a las viviendas de la época, “cuyos patios se cubrían con frondosos parrales y las viejas higueras daban frutos apetecibles…” Luego continúa: “las veces que debíamos asistir en tiempos de verano, sus propietarios, además de convidarnos con la consabida cerveza fría, nos obsequiaban sendos racimos de uvas que tan bien nos hacían en esas tardecitas estivales, prodigándonos  frescura  y placer.”   No menos evocadoras son las siluetas relativas a viejos “marchantes” que voceaban sus mercaderías mientras recorrían las calles populosas. Entre estos últimos, recuerda a diferentes italianos que plañían cosa tales como “la ricutella frisca”(ricota), “ceitu, linda oliva” (aceitunas), “pacarito pa’ polenta”(gorriones y torcazas) y “u pesce e Mare Plata” (pescado de Mar del Plata) por citar aquellos de fonética más pintoresca. Sin embargo, estos vendedores andariegos no siempre despertaban la confianza vecinal, dado que también se cita a una antigua matrona que murmuraba lo siguiente sobre el speech del pescadero, utilizando el mismo argot de ascendencia peninsular: “la ha visto cu lo occhio Mare Plata”


Tampoco faltan los negocios barriales en el recuerdo de Nardelli.  Sobre  la  esquina  de  Olavarría  y Almirante Almirante Brown se ubicaba la antigua Mantequería Roma, de Debenedetti Hermanos, y junto a sus puertas era frecuente ver instalados a los vendedores de garbanzos tostados con sal, así como la clásica locomotora de los maníes calentitos que servían para matizar las destempladas tardes de invierno. En el restaurante de don Francisco Raggi (Pedro de Mendoza 1915)  se  despachaba  la verdadera buseca a la genovesa, generalmente acompañada por un vino tinto de producción propia. A ellos se sumaban un sencillo boliche con profusión de vino, sandwiches y partidas de truco, mus o brisca, llamado Quinta e Mare (Gaboto y Suárez), así como el verdadero y original Tuñin de La Boca (Almirante Brown a pasos de Olavarría), tal vez uno de los primeros elaboradores de pizza, fainá y fugaza en la zona. También la vieja panadería de Corleto (Olavarría 246), frente al viejo mercado Solís, creadora de la clásica rosca trenza, y el inveterado negocio de Olcese (1), en el que podían obtenerse legumbres, alpiste, gofio, frutos secos, lupines, maíz pisingallo, harina de mandioca, chuño, cebada, girasol, tapioca, yerba mate (en bolsas de 60 kilos), vainas secas de ají picante, harina de maíz, frutas secas y todo tipo de especias.


La heladería El Aeroplano (Almirante Brown y Brandsen) fabricaba el verdadero gelato al uso napolitano, con frutas frescas seleccionadas por su propia dueña, oriunda de la zona de Salerno, que fue además una de las primeras en incorporar la variedad pistacho que tantos amores u odios genera hasta nuestros días. En el restaurante El Nota, su dueño Rafael poseía un hornito para la elaboración de la sfogliatella  y de un exquisito pan casero, todo lo cual se añadía a excelentes pizzas  y  una antología de pastas caseras.  El barrio llego incluso a generar reconocidas marcas propias,  como la galleta marinera  Cuelli  Tempi nacida en un local de Pedro de Mendoza entre Necochea   y Brin, al igual que el aceite de oliva Marinero,  de José Piccardo y Cía.  (Magallanes  al 1000), tan apreciado por sus virtudes intrínsecas como por la pulcritud y buena atención que se prodigaba  a los clientes que hasta allí se acercaban a comprar utilizando sus propios envases vacíos, ya que atendía el despacho a la modalidad suelto. Al decir del autor, en los comercios gastronómicos de la zona era popular el vino Vanguardia servido en jarras directamente desde las bordalesas (2),  y  las paredes  de  los almacenes mostraban publicidades de Aperitivo Kalisay, Té Tigre, Amaro Monte Cudine, yerba mate El Tumbador y cigarrillos Condal, entre otras.


Muchas son las estampas para destacar, pero finalizamos con una que rememora otra vez las antiguas casas con sus fondos,  en  este  caso  de  manera  específica  y  bien particular: la de la familia Prada, en la calle Australia 1235, cuyos titulares Regina y Emilio vinificaban artesanalmente el fruto de su enorme parra , que luego colocaban en barriles y más tarde en botellas. Con ellos se aseguraban, además del consumo diario, la copita de convite para las visitas…


Notas:

(1) Todos los nombres, apellidos y apodos citados son típicamente piamonteses y ligures, tal cual la composición poblacional boquense desde 1870 hasta la mitad del siglo XX.
(2) Por su riqueza expresiva, la siguiente foto ha sido reproducida por este blog en al menos dos ocasiones. El susodicho rótulo (ampliado en un recuadro)  puede apreciarse perfectamente impreso en las etiquetas circulares de los cascos, lo que le da aún mayor valor testimonial a las añoranzas de Nardelli, toda vez que  la marca parece haber sido propia de los típicos bolichones de antaño. 


miércoles, 28 de octubre de 2015

Sanguinetti, Pelliza, Otero, Rolleri, León, Roman y Stolbizer: los siete viñateros de la Reina del Plata 4

La primera conclusión lógica luego de las tres entradas precedentes es que los siete viticultores afincados en la Ciudad de Buenos Aires por la década de 1890 no eran improvisados. Varias señales  permiten advertir el factor conocimiento en sus labores viñateras,  quizás adquirido en los respectivos países europeos de origen. Los síntomas son claros: plantaciones de extensión  respetable  (considerando el lugar y la época), metódicos sistemas de cultivo, labores agrícolas de base científica y, por sobre todo, una unánime intención de producir más  allá  del  círculo  íntimo  o  las necesidades de subsistencia (1). Dicho de otro modo, estas personas,  que conocían bien su trabajo,  tenían  viñedos porque era una actividad rentable, ni más ni menos. Sin embargo, tal certeza  no hace más que suscitar una segunda generación de interrogantes, empezando por el destino final de las cosechas. En este sentido ya tenemos algunos datos: tres de los censados declaran que es para vino y otro manifiesta un mix de uva de mesa y uva para vinificar. No hay respuestas en los tres casos restantes, aunque bien podemos suponer que no estaban  muy lejos de las alternativas antedichas.


La opción uva de mesa carece de aspectos enigmáticos, dado que sus posibles fines sólo pueden ser (aparte de algún consumo propio) la venta a los mercados de la ciudad, a  las  fruterías de la zona, a los fruteros ambulantes o a los vecinos más cercanos. La opción vino, en cambio, abre todo una abanico de posibilidades. A modo de ejemplo, ¿dónde se elaboraban los caldos? ¿En las mismas propiedades? ¿Había entonces siete bodegas, además de siete viñedos, en la ciudad de Buenos Aires al filo del  novecientos? Los documentos históricos nos dicen que sólo Santiago Rolleri contaba con un establecimiento oficialmente erigido a  tal  efecto    (el  único registrado en el Boletín Industrial del mismo censo)  y no hay motivo alguno para dudar de esa información. Por lo tanto, valoro a la que sigue como probabilidad  más sensata: las uvas declaradas “para vino” eran mayormente (2) vendidas a otros inmigrantes que lo elaboraban en sus propias casas, pero que no tenían tiempo, espacio físico ni capacidad económica para llevar adelante un cultivo tan aplicado como el de la vid. De hecho, y sin detenernos a revisar la abrumadora evidencia histórica al respecto, todavía hoy existen aficionados que vinifican artesanalmente  en pleno  Buenos Aires con  materia  prima originaria de Cuyo.  La lógica de 1895 es obvia:  ¿para qué traer los frutos desde tan lejos habiendo disponibilidad en los suburbios más inmediatos?


No olvidamos investigar un tópico bosquejado tangencialmente durante las tres entradas anteriores. Si sopesamos que para 1905 todos estos emprendimientos ya no  existían,  parece lógico preguntarse los motivos de su desaparición. Comenzaremos  por  desechar  un  par  de razones aparentemente verosímiles, que son la economía y el  clima. Varios  datos  plasmados  en  el  mismo  censo descartan la primera de estas hipótesis, en especial el valor que los quinteros porteños declaran recibir por kilo de uva, coincidente  con  todos  los  testimonios  de  la  época  en cualquier parte del país (3). Además, vemos algunos viñedos implantados en forma demasiado reciente al momento de la estadística (entre 1890 y 1892), lo cual le quita todavía más sentido a la explicación del “negocio frustrado”. Las fichas del boletín también ofrecen suficientes elementos como para descartar el factor climático. Queda claro que los viñedos de Buenos Aires padecían las principales enfermedades características de zonas húmedas, pero en las respuestas relativas al punto no se advierten impedimentos o falta de capacidad para remediarlas. Los costos aplicados a ello eran altos, sin dudas, pero se veían compensados por la eliminación total de fletes en una ubicación geográfica prácticamente lindante con del mayor centro de consumo. Y si lo dicho no resulta persuasivo, tengamos en cuenta una última cosa: varias comarcas vitivinícolas cercanas a la Capital Federal, como Quilmes, Avellaneda o Escobar, lograron perdurar al menos cuatro décadas más bajo similares contingencias climáticas, habiendo experimentado el mismo contexto económico y sufriendo idéntica competencia de Mendoza y San Juan.


En  definitiva,  ¿qué fue lo que acabó con las vides porteñas?  Quizás los lectores lo estén intuyendo desde hace tiempo, pero vale la pena una explicación final. El motivo que hizo desaparecer no solamente a los viñedos,  sino a todas las producciones agrícolas establecidas en territorio capitalino federal a fines del siglo XIX,  fue el avance de la urbanización.   En las imágenes del plano topográfico de 1895 subidas durante las entradas anteriores se aprecian  los vestigios de lo que podríamos llamar    presión inmobiliaria: calles proyectadas sobre viejas quintas, divisiones que auguran barrios incipientes, nuevos ferrocarriles que se abren paso entre las antiguas propiedades. En otras palabras,  era  el progreso  que llegaba para cambiar las cosas en la principal metrópolis de una Argentina cuya población crecía a tasas jamás vistas, antes o después. Aquellos viñateros deben haber notado con rapidez lo inevitable del fenómeno,    que además les ofrecía una oportunidad única para hacer el negocio de sus vidas. En efecto, donando al municipio las franjas correspondientes a calles y aceras podían mantener para sí el resto, es decir, toda la superficie construible de las nuevas manzanas. Luego, mediante loteos bien promocionados, lograban una revalorización de sus propiedades infinitamente superior a las expectativas más optimistas en cualquier actividad productiva convencional.


Poco a poco, el empedrado, la baldosa y el ladrillo cubrieron la tierra, las plantas y los arroyos. Y también  cultivos que hoy nos parecen casi inconcebibles,  como aquellos que supieron establecer, cuidar y cosechar los siete viñateros de la Reina del Plata.

Notas:

(1) Por  las  dimensiones  reducidas,  el único caso que puede prestarse a dudas es Stolbizer, aunque las cifras resultantes  de su hipotética productividad ahuyentan cualquier idea de una viña destinada exclusivamente al  autoabastecimiento. Calculando unos magros 3.000 pies por hectárea y 2 kilos de uva por planta (que no era mucho en ese entonces) sus 0,4 has podían producir anualmente 2.400 kilos de uva fresca o 1.600 litros de vino, cifras por demás excesivas para el consumo doméstico.


(2) Digo mayormente porque no descarto en absoluto la elaboración propia en el mismo lugar de los viñedos, aunque todo indica que solamente Rolleri lo hacía de una manera regular y a escala comercial.
(3) Entre 20 y 30 centavos.

sábado, 24 de octubre de 2015

Sanguinetti, Pelliza, Otero, Rolleri, León, Roman y Stolbizer: los siete viñateros de la Reina del Plata 3

José Sanguinetti es uno de los vecinos de la antigua Buenos Aires cuyo  nombre  resulta  fácil  de  ubicar en  la  historia ciudadana. Junto a Tomás Lambruschini fue pionero del barrio de  Coghlan  y sólo ellos vivían en las cercanías cuando la Compañía de Ferrocarriles Pobladores comenzó a tender los rieles que cruzaron por allí en 1891.  Ambos desarrollaban el quehacer de “quinteros” del rubro frutas y hortalizas, pero la aparición del primero en el boletín vitícola del   censo  1895 sugiere que las uvas se contaban entre sus productos favoritos de acuerdo con la superficie abocada al cultivo:  un paño de 6 sobre el total de 16,5 hectáreas,  es  decir, poco más de la tercera parte. Sustentan esa hipótesis otros indicios, como la antigüedad de una viña bien consolidada (15 años), la conducción y poda sistematizados, la composición  múltiple del encepado y el uso 100% enológico declarado ante  los censistas. Pero, ¿qué vinos, hechos dónde y para quién ? Todo a su tiempo, que ya llegaremos a eso.


También fue sencillo hallarlo en el Plano Topográfico trazado el mismo año,  tal  cual  podemos  apreciar  en  la  imagen anterior. Su propiedad (contorneada en rojo) se distingue claramente por las generosas dimensiones y por el curioso formato de paralelogramo “doblado” a la izquierda.  Marqué varios hitos cercanos bien reconocibles en nuestros días. Los números  1  y 2 corresponden a la estación Coghlan  y  al Parque Saavedra, respectivamente. A mitad de camino entre ambos se ve una diagonal que reza “Camino a las Lomas de San Isidro” y no es otra cosa que la actual Avenida Ricardo Balbín, ex Del Tejar. Las inscripciones amarillas marcan las trazas de la avenida Congreso y de la calle Manuela Pedraza, límites sur  y  norte del establecimiento.  Cierta  flecha  naranja  y  roja  señala  una intersección muy cercana al vértice inferior del solar: Congreso y Melián.  Por  último, queda claro que los rieles antes mencionados  (actual  ramal  Mitre  del  ferrocarril homónimo) atravesaban el plantío Sanguinetti de lado a lado en el sector torcido del paralelogramo.


Lamentablemente no tuvimos la misma fortuna cartográfica con los otros dos viñateros afincados en la sección 23, aunque hubiera sido muy interesante. Ambos cuentan con algunos datos significativos: el cultivo  de  las  acreditadas  variedades  vinícolas italianas Barbera y Nebbiolo provenientes de Entre Ríos, en el caso de Lorenzo Pelliza,  y un viñedo cronológicamente bien arraigado (12 años), en el de Otero.  Si  bien  no  resulta  muy  referencial  para nuestras  intenciones  investigativas,  al  menos ubicamos a Pelliza dentro del censo de población , registrado como agricultor  italiano de 54 años junto su esposa Sofía  (también italiana, de 39) y su abundante descendencia nacida en nuestro país: Pascual (22), Teresa (21), Emilia  (15), José (13), María (11), Ricardo (6) y Adela (3).    Todos están  apuntados conjuntamente en la sección 23, lo cual parece indicar que habitaban en la quinta misma. Como dato adicional, Pelliza es el único que manifiesta un empleo mutipropósito para su producción: uva de mesa y vinos. La lógica dicta que las criollas servían para lo primero y las europeas para lo segundo, pero sólo estoy conjeturando.


No nos vamos a extender  mucho sobre Rolleri por haber sido material de dos entradas subidas durante el año 2013. Todo lo que se desprende de los datos aportados por el censo confirma lo  dicho  en  esa oportunidad. No hay que ser un experto para darse cuenta de que su establecimiento era el más grande, el más antiguo y el más versado en cuestiones de uvas y vinos, además del único dotado de bodega vinificadora formalmente establecida.  Luego, no hubo problemas para encontrar las parcelas del joven  viñedo  de  uvas criollas  perteneciente  al español Agustín Leon, dispuesto como una figura “alargada” que corre entre las arterias Helguera, Cuenca y Campana por el llano que hoy se llama Villa Santa Rita, al norte del viejo municipio de Flores (1) (2).  En la primera entrada de la serie volcamos la imagen del mapa antiguo, cuya correspondencia del siglo XXI es la que está al costado de este párrafo. Pero quiero llamar la atención sobre algo bien visible en el plano histórico: las calles dibujadas sobre los terrenos de León y de otros vecinos presagian una inminente partición en manzanas y, con toda seguridad, el posterior loteo de la propiedad. Volveremos sobre este punto fundamental en la entrada que viene.


También por Flores se encontraba el modesto fundo del francés Inver Roman con  púberes cepas europeas   y americanas de tres años plantadas a razón de 6.000 por hectárea, bajo una curiosa orientación de las hileras que no es definida de norte a sur ni de este a oeste, sino “de todos lados”. En Floresta, finalmente, vemos al austríaco Fortunato Stolbizer junto a su minúscula plantación de 0,4 hectáreas de uva chinche, ya en el límite entre la superficie de los viñedos relevantes y aquellas anecdóticas parras hogareñas que dominaban los patios y fondos de la época. Ya sabemos con mayor o menor grado de certeza quiénes eran, qué hacían y dónde estaban aquerenciados estos impensados viticultores porteños de origen extranjero, pero quedan por descifrar muchas cuestiones, verbigracia: ¿era redituable el negocio? En el caso de los productores que declararon usar la uva para vinos, ¿dónde estaban las bodegas elaboradoras?    Y, sobre todo, nos resta determinar los motivos que llevaron a la desaparición de estos emprendimientos agrícolas, porque ninguno subsistió más allá de los primeros años del siguiente siglo. Las respuestas y las conclusiones, en la cuarta y última entrada.


                                                             CONTINUARÁ…

Notas:

(1) Digo llano porque así lo declara el interesado, y así es todavía hoy. Tal cual hice muchas veces en el caso de Rolleri (a pie y en auto), recientemente  salí  a  deambular por las zonas que otrora cobijaban  a  los  viñedos  cuya  ubicación  pude  establecer fehacientemente, o sea, Sanguinetti y León. Desde el punto de vista topográfico, el primero habla de un  campo quebrado  observable perfectamente en nuestros días (urbanización mediante) gracias a las permanentes  y  pronunciadas subidas y bajadas que hay en el sector delimitado por Melián, Manuela Pedraza, las vías del FC Mitre y la avenida Congreso. En oposición, la caminata de Villa del Parque a Flores pasando por Villa Santa Rita me mostró una llanura casi perfecta, muy levemente inclinada en el sentido N-S hacia Juan B Justo (antiguo Arroyo Maldonado) y con suavísimas lomas E-O desde Nazca hasta Concordia.
(2) Aunque el barrio fue designado oficialmente Villa Santa Rita en 1972 como homenaje a la parroquia de la calle Camarones construida en 1949, el rótulo religioso del vecindario ya se lee en el mapa de 1895.  Sin dudas, León se inspiró en ello para bautizar su finca.