lunes, 27 de mayo de 2013

Viejos consumos en el cine nacional: Un guapo del 900 (1960)

El guapo, ese vocablo que adquiere sentido especial en el Río de la Plata, encarnó siempre a una figura de leyenda por su coraje y su sentido del honor, aunque resulta históricamente indiscutible que el sujeto de marras fue utilizado con oscuros fines políticos en no pocas oportunidades. Son sumamente cuantiosas las obras de la literatura y el cine que hacen alusión al vínculo entre los guapos y la llamada “vida de comité” durante el período que va de 1880 a 1930. En tal sentido, una de las piezas culturales de referencia es la película Un guapo del 900 (1), dirigida por el renombrado Leopoldo Torre Nilsson y protagonizada por el no menos prestigioso actor Alfredo Alcón. Como para completar tan consagrado cuadro, el film está basado en la obra teatral homónima de Samuel Eichelbaum (1894-1967), considerado  uno de los dramaturgos más importantes de su tiempo


A lo largo de la cinta se puede apreciar  cierta cantidad de escenas bien logradas en el sentido visual y evocador del ambiente de época. Entre ellas, elegimos una que aparece a poco de comenzar el rodaje, que involucra a dos de los personajes centrales: Ecuménico López, el guapo, y Doña Natividad, la madre del guapo, mujer rústica de mirada torva y carácter irascible. La secuencia se inicia con un lento paneo sobre el típico boliche de comienzos del siglo XX, con el mostrador, el grifo estilo cisne  y todos los elementos propios de ese tipo de reductos. Vale destacar la más que correcta recreación ambiental en tiempo y espacio, especialmente por el detalle de las botellas de gres (claras) que se observan en las estanterías. De hecho, pocos largometrajes nacionales han sido tan cuidadosos en semejante punto (2).


Luego ingresa la mencionada señora Natividad con dos personajes (también guapos) amigos de su hijo. En el diálogo podemos saber que aquella los convence de esperar a Ecuménico hasta que éste se haga presente en el local, ya que deben resolver algunos asuntos pendientes relativos a la política del barrio. Al instante efectúan el pedido de rigor: uno de los hombres pide un suissé, mientras el otro solicita una caña con limonada. Pero el primero lo convence de modificar su petición por otro suissé, que según él es “más fresco”. Su compañero cambia entonces de parecer y reclama un “suissé sin goma”. ¿A qué se refiere? Bien, se trata de otra joyita que delata la buena información de los guionistas respecto a los tiempos que intentan recrear. En efecto, hacia 1900, suissé era uno de los sinónimos del ajenjo (3) y la “goma” resultaba alegórica del llamado jarabe de goma, especie de almíbar elaborado con goma arábiga, servido junto con la amarga bebida en reemplazo del clásico terrón de azúcar (4). Finalmente, interrogada la cerril mujer respecto a lo que desea tomar, ella sentencia: “para mí un vino, yo no cambeo nunca, ni que llamen a degüello” (5). Las bebidas son servidas, Doña Natividad apura su vaso y rápidamente pide otro.


Segundos después aparece Ecuménico y entabla la conversación esperada con los dos individuos, en la que no faltan los improperios, las amenazas y las escaramuzas propias de aquellos enfrentamientos malevos. Mientras todo ello sucede, Doña Natividad (que a esta altura demuestra tener algunos problemas con el alcohol), sigue solicitando y consumiendo con fruición sus vasos de vino, uno tras otro.


Su hijo, ya libre de la reyerta, advierte la conducta de bebedora consuetudinaria que afecta a su progenitora y le recrimina: “no tome más vieja, le hace mal, ya se lo dije”.  Haciendo oídos sordos a tales súplicas, la doña reitera su pedido. El hombre, decidido a terminar con el asunto, ordena a la joven detrás del mostrador: “no le sirva nada”. Pero Doña Natividad no está dispuesta a recibir imperativos de ninguna naturaleza, y ante el estupor de los parroquianos presentes le estampa un tremebundo sopapo al Ecuménico, que queda aturdido y humillado mientras escucha de su fiera mama, entre otras frases de ruda autoridad maternal: “a mí me vas a respetar”.


Suissé, vino tinto, caña con limonada, sopapos, peleas de guapos y madres de guapos, todo en un bodegón arquetípico del cambio de siglo XIX al XX. Más que interesante película, que hemos analizado como testimonio de una época.


Notas:

(1) Breve ficha técnica: “Un guapo del 900”. Dirección: Leopoldo Torre Nilsson. Guión: Leopoldo Torre Nilsson y Samuel Eichelbaum. Intérpretes: Alfredo Alcón, Lydia Lamaison, Arturo García Buhr, Duilio Marzio, Beto Gianola. Estrenada el 17 de Agosto de 1960.
(2) Los envases de gres fueron muy populares en la segunda mitad del siglo XIX para bebidas como la cerveza y la ginebra. Los que aparecen en la película parecen ser de cerveza, del tipo comúnmente llamado “chancho”. En la entrada del 7/12/2011 nos referimos a estas botellas otrora  tan comunes, incluso más que las de vidrio.
(3) Pronunciada erróneamente como palabra aguda, suissé era, con grafía francesa, Suiza, país de origen del ajenjo.
(4) Goma arábiga es una resina vegetal que se extrae de la acacia en forma sólida o líquida. Aún se utiliza en la industria alimenticia por su condición natural.


(5) Texto fiel al guion teatral de Eichelbaum, pronunciado en la cruda jerga criolla.

domingo, 19 de mayo de 2013

Don Santiago Rolleri, los viñedos de Caballito y el vino "Locomotora" 1

No es la primera vez que la investigación de un tema me ha llevado a otro completamente ajeno a mis intenciones iniciales. Escarbar en el pasado tiene, además del gusto propio que percibimos los aficionados a ello,  una especie de intriga sobre la posibilidad de hallazgos imprevistos, que casi  nunca faltan. Fue así que hojeando la edición 1895 de la Guía descriptiva de los principales establecimientos industriales de la República Argentina me encontré con algo llamado “Viñedos del Caballito”, que a primera vista parecía ser una extensa viña con su correspondiente bodega elaboradora, todo ello situado, nada más y nada menos, que en el barrio de Caballito, en pleno corazón de Buenos Aires. Con la lectura posterior de la edición 1893 del mismo trabajo (1) pude completar los datos más importantes de aquel misterioso establecimiento, aunque de inmediato surgieron infinidad de interrogantes adicionales. ¿Dónde estaba ubicado, exactamente? ¿Cuánto vino producía, y de qué tipo? ¿Qué tan populares eran sus productos? ¿Quedaría acaso algún vestigio de todo aquello en la zona? Pues bien, en esta y otra entrada futura vamos a revelar los sorprendentes datos que pudimos descubrir acerca de una empresa vitivinícola desaparecida hace más de cien años, cuya ubicación, envergadura productiva e importancia comercial la llevan a ser, con toda seguridad, un caso único en la historia de la ciudad porteña.


El propietario de la firma era don Santiago Rolleri (1829-1916), nacido en Frascati, Italia, conocido vecino  de Caballito,  empresario,  comerciante, quintero y uno de los fundadores del Mercado de Abasto en 1889, así como el primer arrendatario del Mercado del Plata. También tenía experiencia en el ramo  de  la importación  de  bebidas,   lo  que  le otorgaba un vasto conocimiento en la materia (2). La descripción  técnica del establecimiento, fundado en 1860, nos dice que la quinta mide catorce cuadras de extensión, toda sembrada de viñas (…) Cuatro son los tipos de uva,  que llevan nombres de argentinos ilustres dados por sus propietarios. La primera, blanca, llámase Rivadavia, y la negra, de tres clases: una San Martín, otra Lavalle y otra Belgrano. (3) Todos estos tipos de uva han sido obtenidos por injertos ingeniosos, invención del señor Santiago Rolleri padre (4). El informe sigue después por la bodega: vimos cinco grandes cisternas o depósitos de la capacidad de 200 bordalesas cada uno (5). En el piso bajo observamos siete grandes pipas de 80 a 150 bordalesas (6), llenas de vino listo para la venta. En el piso primero, a la derecha, anotamos 14 pipas de 6.000 litros cada una, y a la izquierda, seis tinas de 90 bordalesas, todas llenas del conocido vino “Locomotora”. Seguidamente, los cronistas señalan que en un galpón aparte está instalada la sección tonelería, donde se fabrican y refaccionan los envases (…) Veinte son los peones ocupados todo el año, exceptuando la época de la vendimia, en el que aumenta el número de aquellos. Y finalizan: los vinos del señor Rolleri tiene gran salida en el Rosario, Córdoba, Paraná y Tucumán. Todo esto proviene de la edición 1895, a lo que se suman algunos datos de la edición 1893, que nos brinda ciertos guarismos muy interesantes: la producción anual de uva era de 240.000 kilos (equivalente a unos 170.000 litros de vino) y la venta mensual de 1.500 bordalesas, o sea, unos 337.500 litros por mes, lo que hace algo más de 4.000.000 de litros al año.


La suma de  las vasijas vinarias señaladas en la crónica da un total de 603.750 litros, que pasaremos a 600.000 para redondear. Ahora bien, si combinamos todos los datos antedichos nos quedan los siguientes números, que a primera vista parecen muy extraños.

Producción anual con uva propia:      170.000
Capacidad total de la bodega:            600.000
Venta anual:                                     4.000.000

¿Cómo se explican semejantes discordancias? Hay que tener cuidado, porque  no todo lo que parece absurdo termina siéndolo. Las dos primeras cifras, por ejemplo, son muy lógicas, y resulta normal poseer una capacidad que triplique la propia producción anual. La mayoría de las bodegas tiene esa relación, como mínimo, que incluso puede llegar a ser mucho mayor (hasta diez veces), dado que es necesario contar con cierta holgura al respecto, no sólo para poder efectuar las operaciones rutinarias de trasiegos, rellenos y descubes, sino también en caso de tener de guardar vinos por cuestiones comerciales, especulación de precios y otros imprevistos de cualquier índole. Pero la venta anual sí parece fuera de lugar: 4.000.000 de litros contra 600.000 de capacidad. ¿Tiene sentido algo así? Por supuesto que lo tiene, si nos atenemos al entorno industrial y comercial de aquellos años. En  esos  días  en  que  el transporte  y  la venta de vinos se hacían mayoritariamente en barriles, era frecuente que las bodegas compraran vinos de terceros para cortar con los propios. Además, Rolleri era un comerciante nato, propietario y arrendatario de mercados, productor e importador de bebidas, capaz de negociar, distribuir y despachar millones de litros de vino para la sedienta población de aquel tiempo. Es altamente probable (diría casi seguro) que el negocio “grande” no fuera la elaboración en sí misma, sino la compra de vinos cuyanos para su reventa en Buenos Aires, casi sin pasar por su bodega. Por eso, todo lo que describe la guía tiene  una lógica que cierra sin problemas. Los 4.000.000 de litros se refieren a la venta total de la empresa, no a lo que salía desde su establecimiento.


Quedaba  por resolver el tema de la ubicación. Una búsqueda previa dio como resultado que Rolleri tenía dos grandes quintas en Caballito, una al norte y otra al sur  (7).  Fui entonces al Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires a buscar algún plano de la época (8).  No me pudo ir mejor: en el Mapa Topográfico de la Ciudad de Buenos Aires de 1895 pude corroborar claramente que aquel personaje contaba con una propiedad en Caballito Norte, cuyas dimensiones calzaban perfectamente con todos los datos volcados en la guía: más o menos 14 cuadras de extensión, tanto si las tomamos como longitud del perímetro o como medida de superficie total (9). La coincidencia se confirma con la producción de uva, ya que 240.000 kilos (2.400 quintales) arrojan unos razonables 200 quintales por hectárea  para 12 hectáreas netas de viña,  previa exclusión de 2 hectáreas que sin dudas estaban ocupadas por los edificios de la bodega y por las calles y senderos internos. El mapa pequeño al principio de este párrafo (con el Norte arriba) señala el emplazamiento  exacto  según  la configuración urbana actual. Como referencia, dibujé la vieja  línea férrea del FCO que atravesaba la quinta en su camino desde Caballito hasta Chacarita por lo que hoy es la avenida Honorio Pueyrredón (10), así como los límites del barrio en verde. Abajo está el mapa antiguo (con el Norte a la derecha), en el que se aprecian las tres arterias que brindan sendos límites a la finca: Hidalgo al este, Diaz Vélez y Gaona al norte (plasmadas ambas como “Camino de Gaona”) y Martín de Gainza al oeste (llamada entonces “Camino al Caballito”). En el límite sur no había todavía calles, pero sí una pequeña propiedad religiosa señalada con una cruz y el número 96, correspondiente al Convento de las Hermanas del Buen Pastor. Veremos en la próxima entrada de esta serie que eso terminó siendo muy bueno para mi investigación. También  se  pueden  distinguir  el  ramal ferroviario que mencioné antes y los nombres de antiguos propietarios a los que Rolleri compró sus respectivas quintas: Francisco Blanco y Juan Malto.


No pasaré por alto un dato que me produjo la alegría de encontrar coincidencias entre fuentes completamente independientes entre sí: el vino “Locomotora” que menciona la reseña aparece en el libro de stock del Ferrocarril Sud de 1898 que venimos analizando en distintas entradas desde hace más de un año (ver entrada del 21/12/2012). En las confiterías y trenes de aquella empresa se vendía suelto, en jarra, copa o vaso, aunque su fraccionamiento original era en damajuanas de diez litros al precio de 4,50 cada una.


Caballito, tierra de uvas y de vinos. ¿Quién lo hubiera pensado? Eso es lo lindo de la historia, que nunca está escrita del todo y que jamás deja de asombrarnos. Así, la próxima vez que pase por la estatua del Cid Campeador, recuerde que allí, hace algo más de 110 años, estaba ubicado  el límite de un viñedo. Pero la cosa no termina, ni mucho menos, ya que me quedaba un último interrogante por resolver: ¿quedaría algún vestigio físico de aquella rara y olvidada propiedad?  Pues  bien,  no  voy  a  decir  que encontré una cepa centenaria en el fondo de una casa, ni un pedazo de tonel enterrado. Pero al menos logré confirmar que existe, aún hoy, cierto indicio muy claro de uno de los límites del viñedo de Rolleri (que no es una calle), y bien visible. De ello hablaremos  muy pronto, en la segunda y última entrada sobre este tema.

                                   
                                                           CONTINUARÁ…

Notas:

(1) 1893 y 1895 son las ediciones asequibles en la Biblioteca Nacional.
(2) Así lo confirma el siguiente aviso, aparecido en el diario El Plata en Agosto de 1882. Parece que Rolleri tenía algo de ferrófilo, si tenemos en cuenta que importaba un cognac con la marca Ferro-Carril y que luego bautizó a su vino Locomotora.


(3) Es muy difícil hacer conjeturas sobre la naturaleza de tales variedades, pero aparentemente se trata de híbridos obtenidos por injerto simple. Esa práctica era muy frecuente en aquellos años, cuando todavía no había desparecido el desasosiego provocado por la peste de la  filoxera, que destruyó buena parte del viñedo europeo hacia 1870. Si tuviera que sostener una hipótesis al respecto, lo más probable es que se tratase de híbridos entre variedades americanas tipo Isabella  (muy abundantes en la zona de Buenos Aires) y uvas francesas reconocidas, como Malbec o Cabernet, traídas de Cuyo o de Europa. En su carácter de productor y comerciante del ramo de las frutas y las bebidas, es evidente que Rolleri sabía bastante de labores como esas y que podía acceder  sin problemas a barbechos, semillas y demás material vitícola de diferentes procedencias.


(4) La aclaración “padre” viene a colación de que sus hijos Santiago y Vicente lo acompañaban en la conducción de la empresa, especialmente en la sección administrativa, con oficinas en Lavalle 945.
(5) Se trata de un modo bien antiguo para medir la capacidad de los grandes recipientes, que consistía en contar cuántos barriles de vino podían contener. La bordalesa o bordelesa fue siempre una vasija vinaria ampliamente extendida en todo el mundo, que tiene, en promedio, 225 litros.
(6) En este caso tomé una media de 110 bordalesas para las siete pipas.
(7) La propiedad de Caballito Sur quedó descartada por sus dimensiones reducidas (alrededor de 9 hectáreas) y porque en el mapa de 1895 ya aparecen abiertas las calles del trazado municipal en su interior. Tenía como límites las actuales Av. La Plata, Juan Bautista Alberdi, Beauchef y Pedro Goyena.
(8) Vaya mi agradecimiento a Patricia Frazzi, Daniel Schavelzon y al personal de la mapoteca por la asistencia recibida.
(9) La cuadra es una antigua medida de longitud y superficie, que en Argentina equivalía a 150 varas. La cuadra longitudinal mide unos 130  metros, y la de superficie  un poquito más de una hectárea.
(10) Aquel ramal, que conectaba el FCO con el FCBAP, fue clausurado y levantado en 1925.

martes, 14 de mayo de 2013

Pescadores artesanales y falsificadores de frescura en el antiguo Río de la Plata

En septiembre de 1796, un pescador de espinel establecido en la costa de San Isidro solicitó al Cabildo que se lo eximiera de servir en las milicias terrestres, dado que se consideraba mucho más apto para el servicio de marina. Afirmaba también que había sido injustamente igualado con los pescadores de costa, como eran en general sus pares y vecinos, siendo él un especialista en la pesca de bote. Por otros tramos del expediente iniciado a partir de su reclamo sabemos que el pescado obtenido en profundidad era considerado “más sabroso y sustancioso”. Sin  embargo, la práctica de la pesca en embarcaciones no volvió a verse nunca más en esta parte del Río de la Plata: pocos años después se dispuso su total prohibición, con el fin de evitar que los pequeños navíos terminaran siendo utilizados para el lucrativo negocio del contrabando.


Pero la pesca de costa se mantuvo vigente durante todo el siglo XIX para beneplácito de los porteños, que eran muy buenos consumidores de bogas, armados, rayas, pacúes, palometas, surubíes, dorados y pejerreyes, todos ellos asequibles en las marrones pero limpias aguas rioplatenses de la época. El marino y pintor inglés Emeric Essex Vidal, que pasó por nuestro país en dos oportunidades (1816 y 1828), brinda una descripción bastante detallada sobre el característico método de trabajo de los pescadores porteños al afirmar que “la cantidad de pescado que se consume en Buenos Aires es considerable, y la forma en que se pesca es muy curiosa. A pesar de la gran demanda que existe en el mercado, no se emplea ninguna lancha para su pesca, sino que ésta se efectúa con caballos (…) Los pescadores se dirigen al río con un carro tirado por bueyes y dos caballos, con la red enrollada en el lomo de uno de ellos (…) Internan a sus cabalgaduras hasta donde pueden caminar, que generalmente es un cuarto de milla  (1). Cuando llegan a la parte más profunda, los caballos son conducidos en direcciones opuestas, separándose y extendiendo la red en toda su longitud (…) Poniendo cara a tierra arrastran la red detrás de sí, hasta llegar a la playa”.  


Un relato contemporáneo al de Essex Vidal, el de los hermanos Robertson,   completa  el  cuadro  de  la  siguiente  manera: “arrastran luego los pescados sobre la playa (…) El pescador escoge entonces los mejores de ellos, los pone en sus grandes carros con techo de paja y deja en el suelo miles de ejemplares que no cree dignos de ser recogidos. Luego se da prisa en ir al mercado, temeroso de que su cosecha  pueda pudrirse antes de llegar, especialmente si es verano y sopla viento norte.”  Para el traslado a los puntos de venta, algunas especies (la boga, por ejemplo) eran abiertas por el lomo y empaquetadas en canastos de mimbre. Otros tipos eran llevados enteros a la ciudad o incluso vendidos en el camino, directamente desde los carros. Según Essex Vidal, “el aceitoso surubí es el preferido”. Avanzado el siglo XIX aparecieron los vendedores ambulantes del artículo que nos ocupa, quienes recorrían las zonas más alejadas de la ciudad ofreciendo diversas piezas sostenidas en largas varas al hombro. Los mismos comerciantes andarines solían disponer también de algunas aves, en especial perdices.


El tema de la frescura daba lugar a reiteradas denuncias sobre “falsificación”, como la aparecida en el diario Sud América en 1889 asegurando que “todas las mañanas puede verse que un grupo de pescadores, o mejor, de vendedores ambulantes de pescado, hacen sufrir a los pescados, antes de empezar a venderlos por la ciudad, la operación de refrescarlos, que consiste sencillamente en colorearles las agallas con anilina. Y agrega: “esta mañana, por ejemplo, tres o cuatro de estos “industriales” trabajan activamente en el espacio comprendido entre la prolongación de las calles Venezuela y Méjico, sin que nadie los molestara”. (2)


De un modo u otro, con los años, el negocio de marras dejó de ser económicamente rentable y completamente impracticable desde Retiro hacia el sur, por la construcción del Puerto Madero. La contaminación del Río de la Plata y la incipiente competencia de la industria marplatense acrecentaron el ocaso, sin contar el pescado seco que se preparaba y traía desde Entre Ríos y Santa Fe, amén de los barcos europeos cargados con salmón, sardinas y bacalao español disecado, todos muy aptos para los usos de cocina. No obstante, alguna pesca artesanal para consumo subsistió por el lado de Quilmes y Magdalena, que sus impulsores se ingeniaban en trasladar hasta la ciudad de Buenos Aires. Tal fue el caso de la carreta de notable configuración usada por unos pescadores quilmeños, que igual transitaba flotando en el agua como rodando en tierra. Piso, eje y ruedas  eran de madera, las llantas de cuero crudo y no tenía elásticos. Al castillo, armado con varas gruesas de mimbre entretejido, lo cubría una lona. En ella se cargaban los peces vivos y de allí, por la ribera, se llevaban hasta el Mercado del Centro (3). El original vehículo transitaba alternadamente por la playa y por el agua de acuerdo a la situación  hídrica  y al cruce de las desembocaduras de riachos, arroyos y canales, o del propio Riachuelo. De esa manera, los peces se mantenían húmedos y en buen estado hasta último momento.


Notas:

(1) Aproximadamente 400 metros.
(2) Suponemos entonces que las obras portuarias no habían llegado aún a tal sector en 1889. La siguiente es una foto que muestra la costa del río precisamente a esa altura, hacia el año 1880. Al fondo se observa un pequeño  navío varado por causa de las cíclicas bajantes del gran curso fluvial.  El viaducto metálico que se ve es el del Ferrocarril Buenos Aires al Puerto de Ensenada (FCBAPE) y el mástil ubicado a la izquierda sostiene la señal de entrada a la estación Venezuela. En varios sectores de la imagen es posible advertir el trabajo de las lavanderas. Semejante panorama, aunque parezca mentira, corresponde a lo que hoy es la intersección de México y Paseo Colón.


(3) En la entrada del  17/1/ 2013  hicimos una reseña de los principales mercados del viejo Buenos Aires, incluyendo al decano de todos ellos, el Mercado del Centro.

domingo, 5 de mayo de 2013

La aventura de los vinos del sur 2

A comienzos de la década de 1960, el crecimiento de la vitivinicultura patagónica volvió a explotar y la superficie abocada a la actividad llegó al tope de 17.764 hectáreas. Eran  los  días  del  vino  común  con  soda  y  muchos empresarios del sur creyeron que debían salir a competir con Cuyo en tan difícil territorio  (en  realidad,  no  tenían demasiadas alternativas). De modo desafortunado, no cayeron en cuenta de las enormes ventajas que existían en Mendoza y San Juan para hacer volumen. Un productor de Cuyo, comparativamente, podía elaborar tres veces más vino con la misma superficie de viñedos, además de contar con subsidios, desgravaciones impositivas y un amplio apoyo gubernamental que no existía en las provincias australes. La única esperanza que quedaba era continuar vendiendo en el reducido mercado de la Patagonia, aprovechando la lejanía y falta de comunicación directa con Mendoza. Pero eso también se terminó hacia fines de la década de 1980: llegaron los caminos pavimentados y las grandes bodegas cuyanas construyeron plantas de fraccionamiento en Neuquén y Río Negro. En muy pocos años, la vitivinicultura patagónica sufrió un cataclismo devastador. Las 17.000 hectáreas pasaron a ser 4.000 y las 260 bodegas fueron abandonando la actividad hasta que sólo quedaron 26, muchas de ellas con elaboración intermitente o "a la demanda", es decir, algunos años sí y otros no. Sin dudas, había concluido una época. Recién hacia el 2000 la vitivinicultura austral encontraría otra vez el rumbo mediante la instalación de un gran polo bodeguero en Neuquén y el surgimiento de nuevos emprendimientos vinícolas de calidad en Río Negro.


Con todo, la desaparición de cientos de bodegas patagónicas en la crisis de fines del siglo XX no logró borrar la memoria de numerosos establecimientos que hicieron buenos vinos durante décadas. Estas son cinco de las empresas que más se destacaron en el ayer vitivinícola del sur.

- Compañía Vitivinícola del Río Negro: la primera gran bodega austral, cuya historia se encuentra prácticamente perdida en la bruma del pasado. Estaba situada en Carmen de Patagones y ya comercializaba con éxito sus propias marcas en 1910, cuando la actividad del vino apenas empezaba en el resto de la región. Los fundadores y directores fueron el italiano Carmelo Botazzi y el empresario local Enrique Mazzini. Llegó a elaborar más de medio millón de litros con las variedades Pinot Noir, Malbec, Cabernet Sauvignon, Petit Verdot y Sauvignon Blanc, provenientes de 100 hectáreas plantadas en la finca San José, a pocos kilómetros al sur de Bahía San Blas. Quebró de manera temprana, en 1916, por la caída de las líneas europeas de crédito que sustentaban el proyecto. (1)


- Palmieri: Luis Palmieri, uno de los tantos inmigrantes italianos arribados al Alto Valle, compró en 1911 la chacra 204 de General Roca para plantar vides y los primeros cincuenta manzanos de la variedad red delicious que existieron el país. En 1921 edificó su bodega, equipada con piletas y gran cantidad de vasijas de roble. Tenía una capacidad operativa de un millón de litros, pero su producción fue decayendo con las sucesivas crisis hasta bajar la cortina en 1983. El edificio se conserva en muy buenas condiciones, ya que fue restaurado por los actuales integrantes de la familia.











- La Mayorina: aunque desconocido en el resto del país, se trata de un establecimiento casi legendario para los habitantes de Cipolletti. Fue fundado en la década de 1910 por Augusto Mengelle, casado con Mayorina Mazza, en cuyo honor bautizó la firma. Su chacra de 250 hectáreas con viñedos de uvas finas y alfalfa hacía las veces de "escuela agrícola" para los jóvenes de la zona. La bodega despachaba anualmente medio millón de litros de vinos finos muy apreciados en todo la Patagonia. Tuvo su apogeo durante los años veinte y desapareció en la década de 1950 por falta de recambio generacional, ya que el matrimonio Mengelle no dejó descendencia. El edificio permanece en pie, abandonado pero entero.


- Barón de Río Negro: propiedad del estanciero porteño Patricio Piñeiro Sorondo, que hacia 1910 comenzó a plantar en Allen cepas finas importadas de Francia y edificó una completa planta de elaboración en 1914. Junto a Canale, fue la única bodega patagónica que trascendió ampliamente las fronteras regionales. Sus espumantes por método champenoise "Baronet" y "Barón de Río Negro" llegaron a exportarse a Europa y se contaban entre las marcas más prestigiosas del mercado local durante las décadas de 1930 y 1940. Lamentablemente, los sucesores de don Patricio no compartían el mismo interés por la industria del vino y sostuvieron el emprendimiento de mala gana hasta principios de los años setenta, cuando la bodega cerró. Hoy sólo quedan algunas ruinas en el lugar.
 

- Bagliani: otro laborioso inmigrante italiano, Félix Bagliani, emprendió en 1932 la actividad vitivinícola con la compra de una bodega en General Roca. También era un destacado productor de conservas y dulces con plantas en Roca y Villa Regina. En sus buenos tiempos (décadas de 1940 y 1950), su vino "Marqués de Río Grande" se servía en los coches comedores del Ferrocarril Sud (luego Roca) en botellas individuales de un cuarto litro. A ese privilegio, que de por sí era todo un signo de prestigio, accedieron muy pocas bodegas de la región, entre ellas, Canale. Su edificio se encuentra en pie, abandonado.
 

En la próxima y última entrada de la serie vamos a detallar lo más destacado en una antigua nómina de productores vitivinícolas australes del año 1942, que abarca desde Hilario Acasubi, en la provincia de Buenos Aires, hasta Plottier, en Neuquén.
 
                                                              CONTINUARÁ…

Notas:

(1) En la entrada del 18/4/2012 “El primer bodeguero patagónico” hicimos una completa reseña de ese establecimiento pionero.