martes, 24 de mayo de 2016

Cigarros de Bahía: un siglo y medio en las preferencias de los fumadores argentinos

Desde que este blog comenzó su derrotero por el pasado de los consumos argentinos,  no han sido pocas las ocasiones en que analizamos, recordamos o simplemente señalamos el abundante dispendio de cigarros puros que se hacía  en  nuestro  país,  así como la ascendencia de sus principales prototipos. Ya sabemos, por ejemplo, que los habanos legítimos de Cuba y los puros de Paraguay conformaron un alto porcentaje del mercado desde los tiempos de la colonia. También  es  muy  antigua  la  convergencia  en  nuestros comercios de los cigarros alemanes (Bremen, Hamburgo) (1),  sin olvidar los de producción local, que se denominaban genéricamente “del país”  y  provenían en mayor grado de Corrientes  y  Tucumán. Pero existen también otros ejemplares que, si bien no se remontan a los comienzos mismos  de  la  patria,  acreditan la suficiente concurrencia pretérita como para considerarlos “históricos”. Así sucede con los de Italia, los de Suiza y los de un país vecino cuyos tabacos han logrado permanecer entre las preferencias locales durante más de ciento cincuenta años. Ese país, al que le consagraremos esta entrada, no es otro que Brasil.


Ahora bien,  los dilatados antecedentes del tabaco brasilero en estas tierras tienen un elemento común, que es la separación de cierto origen, tipo y/o calidad bajo el apelativo de Bahía. Y eso no es casualidad:  dicho  estado  del  nordeste  no  sólo representa un porcentaje importante dentro de la producción del ramo, sino que además ha sido la cuna proverbial de las mejores fábricas de puros debido a su clima especialmente adaptado para las variedades necesarias. Como elemento adicional, el Puerto de Salvador de Bahía era uno de los más transitados del atlántico americano, lo cual reforzó el renombre de los productos arribados desde aquella procedencia. A partir de  1850,  la  dinámica  y creciente  importación  argentina comenzó a darle al tabaco de Bahía un lugar cada vez más destacado entre sus compras, tanto de puros terminados como de tabaco para hacer cigarros y cigarrillos (2).  Y  esto debe quedar claro:  en términos históricos, el apelativo “Bahía” servía para definir tanto un tipo de cigarro puro como un tipo de tabaco suelto. Este último, a su vez, se empleaba solo o en mezclas para todo clase de derivados fumables,  tal  cual  lo demuestra  una infinidad de documentos de época (publicidades, estadísticas, etc.), entre los cuales seleccionamos un par de fragmentos a modo de muestra.


Desde luego que no pasaría mucho tiempo para que nos decidiéramos a realizar la cata correspondiente, tal cual hicimos en su momento con otros “veteranos” como los paraguayos y los correntinos. Para semejante ocasión seleccionamos una marca muy popular en el mercado mundial: Doña Flor, de la acreditada casa Menéndez Amerino. Puedo dar plena fe de su ubicación en el estado de Bahía  (más  precisamente,  a  150  kilómetros “tierra adentro” de la ciudad de Salvador),  dado que  tuve  la oportunidad de visitarla en el año 2006 (3).  De  aquel  grato  e interesante recorrido me traje una caja de 25 puros de formato pirámide hechos a mano,  bien representativos de la artesanía que caracteriza al sector desde hace tanto tiempo.   Quienes acompañaron al que suscribe durante la ceremonia humeante pertenecen al mismo grupo de amigos que tantas veces ha prestado su paladar para la cata de bebidas y tabacos. En este caso, el participante más activo fue Enrique Devito, mientras el resto se limitó a una que otra pitada o a la contemplación  olfativa.


















Nada hay para decir sobre el encendido, tan prolijo como el tiro.   Eso  era  de esperar tratándose de cigarros de porte grande, elaborados por un establecimiento situado entre los más selectos de Brasil. Luego, los aromas y sabores merecen algunas reflexiones que pueden explicar parte  del éxito de los tabacos bahienses  en  la  vieja  argentina  decimonónica. Básicamente, los ejemplares ponderados eran  potentes  y aromáticos, con cierto gusto corpulento y decidido, estimulante, casi picante, que satisface el paladar con rapidez. En aquellos días de fumadores duros y tabacos fuertes,  los cigarros de Bahía  deben  haber  sido muy  apreciados  por  ese  perfil contundente  y  sabroso,  pero a su vez carente de notas salvajes o herbáceas como las que tienen, por ejemplo, los puros del Paraguay. Así, los Doña Flor disfrutados pueden considerarse especímenes completos,  ricos y trabajados, sin tener la profundidad  o  la sutileza de los cubanos,  pero más que aceptables en su relación calidad-precio. Dicho todo ello (además de la conclusión en tiempo presente) en perspectiva hacia el pasado lejano, que es lo que aquí nos interesa.


Cubanos, paraguayos, hamburgueses, holandeses, suizos, italianos, correntinos, tucumanos y, por supuesto, brasileros de Bahía. Son algunos de los cigarros que fumaron nuestros antepasados y que inundaron aromáticamente viviendas, calles, locales, depósitos, talleres, muelles y casi todo ámbito público o privado imaginable. Hemos evocado uno más, que no será el último.

Notas:

(1) Ya que estamos, y aunque  no he estudiado el tópico en profundidad, resulta evidente y bien documentado que la materia prima para la vieja industria alemana del tabaco (tan poderosa en el siglo XIX) era provista principalmente por Brasil.  Las  plantaciones  del estado de Bahía eran mayormente controladas por alemanes,  quienes  exportaban  el producto de sus cosechas hacia los dominios germanos para su manufactura en puros y cigarrillos.   Durante la Primera Guerra Mundial resultaron destruidas muchas factorías tabacaleras alemanas que jamás se recuperaron,  acabando así con el antiguo circuito de comercialización  entre  Brasil  y  Alemania.   De  modo  complementario, llegaron  a instalarse en Bahía un puñado de industriales alemanes enfocados en los cigarros puros, como Dannemann o Suerdieck, que subsistieron por mucho tiempo.


(2) Hacia 1865, Brasil se ubicaba en tercer lugar dentro de las importaciones argentinas de cigarros puros, detrás de Holanda y Alemania.
(3) En esa ocasión, quien acompañó al grupo de visitantes fue uno de sus dueños (a la derecha en la siguiente foto publicitaria). Vale añadir que los actuales propietarios de la firma son descendientes directos de un socio fundador de la legendaria fábrica cubana Montecristo, cuya propiedad mantuvieron  hasta 1959.


lunes, 9 de mayo de 2016

Antiguas pulperías en los extramuros de Buenos Aires

Antiguamente, la palabra extramuros se empleaba para definir el área poblada existente en los alrededores de los fuertes o castillos. El mismo término se utiliza hoy como un recurso literario que alude a los sectores periféricos del suburbio, allí donde las ciudades comienzan a confundirse con el campo. Bien se puede decir entonces que la Buenos Aires decimonónica  era  sumamente  rica  en  cuanto  a “extramuros”,  dado que la urbanización se extendió  muy lentamente desde el centro (1) hacia las afueras a lo largo de todo  el  siglo  XIX.  El  creciente  proceso  inmigratorio experimentado en la segunda mitad de la centuria aceleró las cosas,  pero aun así debemos considerar que al momento de su federalización (1880) los principales límites del municipio capitalino  no llegaban más allá del Riachuelo (el único contorno que continúa inalterado),   la  actual avenida Juan B Justo (ex Arroyo Maldonado)y las calles Bulnes, Boedo y Sáenz. El mapa de Aymez de 1866 nos muestra una urbe todavía más pequeña, con su entramado de arterias culminando en las que hoy conocemos como Jujuy y Pueyrredón, al oeste, Arenales, al norte, y Brasil, al sur.


En todas esas zonas de “frontera” urbano-rural, pletóricas de chacras, caminos de tierra  y  caseríos incipientes,  se verificaba una vida de mixtura entre el  entorno  agreste  y las modernas costumbres de la metrópolis.  Ya hemos visto alguna vez que por 1870 era perfectamente factible hallar tambos o corralones de leña en calles como Suipacha o Santa Fe, así como playones de carretas funcionando en plenas plazas Constitución y Miserere, con sus respectivos mercados in situ de lanas, cueros y otros frutos del país, totalmente informales y al aire libre.  No debe resultarnos extraño,  por lo tanto,  que en esos mismos lugares haya habido una notable y poco conocida profusión de pulperías, tan típicamente criollas como aquellas sitas en los rincones más lejanos de la campiña. De hecho, un repaso minucioso serviría para comprobar que cada barrio porteño actual tuvo, en sus orígenes, alguna pulpería de renombre (sin siquiera mover los dedos del teclado me vienen a la memoria casos específicos en Barracas, Chacarita y Villa Devoto), pero en aras de la síntesis bien entendida nos enfocaremos en sólo tres de ellas, que sumaron a su leyenda la afortunada circunstancia del registro fotográfico (2).


La primera se llamó La Blanqueada y tenía su enclave en la esquina que al presente denominamos Cabildo y Pampa. El nombre derivaba de las paredes encaladas con pintura   a base de conchilla, método otrora muy utilizado para obtener colores claros. Según algunos historiadores, su construcción fue anterior a la formación del municipio de Belgrano (1855), al  que luego  perteneció. La ubicación del reducto no era nada  casual: la actual  y  ajetreada avenida Cabildo era entonces el Camino Real,  es  decir,  una importante ruta de circulación (3).   La historiadora Elisa Casella de Calderón asegura  que “las carretas que iban al norte en busca de sandías, melones, zapallos y duraznos se detenían allí”. Enrique Mayochi y Jorge Busse, por su parte, sostienen que los inicios deben haber sido bien modestos: una sola puerta (tal vez sin ventanas), precaria iluminación artificial (velas o farol de kerosene), rejas de palo y mostradores de madera rústica. En tan cerril entorno los viajeros,  según  la  época  del año,  podían refrescarse con sangrías, vinagradas y naranjadas, o  calentarse  con  vino, ginebra y caña. La foto nos muestra al sitio muchos años después de su cierre definitivo, ya con otras construcciones añadidas, pero ciertos detalles de aire colonial parecen sugerir la permanencia de alguna pared original.


El segundo caso, de nombre muy parecido,  pertenece a otro punto neurálgico barrial, esta vez en Nueva Pompeya. En efecto, La Antigua Blanqueada tenía querencia  en la intersección de las avenidas Sáenz y Francisco Rabanal (ex Coronel Roca). Aquí también hay un claro trasfondo de “lugar de paso” en el emplazamiento del comercio, puesto que la avenida Sáenz no  era  otra  cosa  que  el  camino obligado para las tropas de vacunos que venían desde el sur bonaerense  y  cruzaban el Riachuelo a la altura del Paso de Burgos,  luego  Puente  Alsina,  uno de los dos únicos que existieron sobre ese curso de agua hasta bien entrado el siglo XX (4). Durante su existencia, posiblemente haya sido homónima de la que vimos antes,  para luego ser recordada como  “antigua”. Lo interesante es que dicha esquina permaneció  por más de doscientos años asociada al mismo nombre y actividad comercial: luego de pulpería  fue un almacén (el que vemos en la foto) y más tarde una pizzería, que con diversas reformas permanece bajo la denominación de La Blanqueada.


La última pulpería no se hizo famosa. No conocemos su nombre y tampoco podemos dar fe absoluta de su ubicación precisa, pero posee la rara y escasa cualidad de haber sido fotografiada  en  funcionamiento  por  el  gran  Christiano Junior  durante  una  de  sus invalorables series tomadas en Buenos Aires entre 1867 y 1883. El original de la imagen que atesora el AGN nos muestra un epígrafe insertado en el cartón,  debajo de la foto, que reza: Pulpería en el Bajo de la Recoleta (existen los ombúes). Esta última aclaración, escrita probablemente hacia 1920, podría sugerir que se trata de los legendarios ombúes de la plaza San Martín de Tours.  De un modo u otro,  el paso del tiempo  y  las grandes transformaciones urbanas convierten al caso de marras en un anacronismo que hoy nos parece irreal, de otro mundo,  casi  mágico.  ¿Una pulpería bien ranchera con gauchos mateando, guitarreando y tomando ginebra entre carretas y caballos,  nada menos que en Junín y Avenida Alvear? ¿Increíble, no?


Pero así es la historia, que nunca deja de sorprendernos. Y ahora sabemos que aquí nomás, donde hoy hay asfalto y baldosas, hubo alguna vez una miríada de pulperías y boliches de paso, verdaderos bálsamos para caminantes, jinetes y carreros.

Notas:

(1) No nos referimos al microcentro comercial y financiero que conocemos hoy, ubicado algo más hacia el norte, sino al centro cívico y social de la vida porteña de antaño, que fue la Plaza del Mayo con su Fuerte (posterior Casa de Gobierno), su  Catedral  y  su Cabildo, mencionando sólo las construcciones que permanecen relativamente sanas y salvas. En las inmediaciones también supieron ubicarse el Departamento de Policía, el Congreso Nacional y el primitivo Teatro Colón, entre otros edificios de trascendencia pública que cayeron bajo la picota por diferentes razones.
(2) Varios ejemplares de pulperías porteñas fueron mencionados oportunamente cuando realizamos la serie de entradas de “Cafés, Fondas, Boliches y Bodegones” barriales, que se extendió entre 2011 y 2014.
(3) En ese sentido, venía a ser algo así como la “Panamericana” de aquel tiempo, obvia salvedad del abismo que separa aquella época de la nuestra.
(4) El otro era el Puente Barracas, anteriormente De Galvez y actual Pueyrredón Viejo. Desde luego, no incluimos aquí los puentes ferroviarios, que ya los había desde 1865. Las  siguientes son dos fotos del Puente Alsina con su aspecto en 1890 y en 2016. El que transitamos hoy se inauguró en 1938.