jueves, 15 de junio de 2017

Botellas y vajilla 2: del lebrillo artesanal de barro a la loza industrial whiteware

Siempre vale la pena recordar el siguiente concepto básico de los consumos argentinos históricos: no sólo es importante saber qué comían y bebían los habitantes de este país, sino también cómo y dónde. Siguiendo ese razonamiento, un adecuado encuadre respecto a los entornos y las formas puede decirnos mucho sobre las distintas clases sociales, los diversos ámbitos geográficos y los momentos específicos que atañen a ello. En esta segunda y última entrada de la serie dedicada al tópico de botellas y vajilla consideraremos los objetos cerámicos en función de sus tan interesantes como poco conocidas modificaciones durante los tiempos fundacionales y formativos de nuestra república, que se extendieron desde la misma Independencia de 1816 hasta los años del centenario en 1910.


Hablando concretamente del período señalado, digamos que la mesa de la etapa post-colonial estuvo marcada por cierta dualidad de productos. Los artículos importados desde España y Francia  eran caros y estaban limitados a las clases acomodadas, mientras que para el resto de la población existía  una amplia variedad de contenedores cerámicos mucho más económicos (1), de tradición tanto hispano americana como llanamente indígena. Los expertos tienen nombres y clasificaciones bien concretos para cada tipo: verbigracia, la variedad denominada Buenos Aires Evertido estaba cepillada en superficie y cubierta por una pintura conocida como monocromo rojo, a veces aplicada íntegramente y otras sólo en la parte exterior. Ciertas piezas provenientes del resto de América fueron muy populares hasta las primeras décadas del siglo XIX y tenían rasgos que las hacían fácilmente identificables entre sí, como las de Panamá (pasta rojiza), las de México (tonos pálidos asalmonados) o las de Perú (esmalte verdoso). Ello permite individualizarlas aún hoy en ocasión de hallazgos arqueológicos, que ciertamente son bastante numerosos.


Por ese entonces, los implementos que vestían la mesa eran escasos y estaban limitados a los usos esenciales: platos, lebrillos, vasos (o copas, muy raras hasta 1850), fuentes y alguna que otra sopera. Pero en la segunda mitad de la centuria decimonónica sucedió que la cultura europea vino a complementar la acelerada revolución industrial para concebir toda clase de utensilios con funciones y propósitos bien determinados, como potes, saleros, salseras, mantequeras, azucareras, fruteras, platos playos, platos hondos, platos de postre, juegos de té, juegos de café y muchos otros. Como bien dice el arquitecto, arqueólogo y amigo de este blog Daniel Schavelzon, “se hacía  necesario reponer las piezas rotas por otras idénticas, lo que era imposible para la artesanía. La producción industrial comenzó entonces a brindar la posibilidad de adquirir juegos de mesa con piezas reemplazables en el comercio a costos razonables y variedad en el catálogo, dejando de lado la tradición  de los artesanos.” (2)


No obstante, los tipos de loza más extendidos en el mundo occidental de la época se remontan al siglo XVIII, cuando un fabricante inglés llamado Josiah Wedwood creó dos variantes rápidamente exitosas por baratas, delgadas, livianas, fuertes, fáciles de limpiar, mantener y reemplazar, sin olvidarnos de que poseían virtudes desconocida hasta entonces. ¿Cuáles eran? Muy simple: permitían variar el motivo de la decoración en cualquier momento, total o parcialmente y sin modificar el rango de precio. Estas lozas, conocidas como Creamware (1760) y Pearlware (1780), dominaron la escena aproximadamente hasta 1830 y luego fueron reemplazadas por la aún más barata y abundante Whiteware, llamada así porque su tonalidad era marcadamente más blanca que las dos anteriores, sin tendencia a volverse amarilla con el paso de los años (3). De hecho, muchos historiadores especializados en el tema sostienen que la asociación popular entre la loza amarillenta y lo viejo es quizás una herencia de esa época. Al respecto, Schavelzon cita una reseña del médico Eduardo Wilde (3) tras su visita a un orfanato en el año 1874, donde señala: “en uno de los cajones había una fuente de loza, de esas que de viejas se ponen amarillentas…”


Hacia 1880, los implementos cerámicos de todo tipo se volvieron furor hasta el punto de adquirir una categoría de ornamento, muchas veces  llevada al borde del paroxismo. La gente no sólo acumulaba juegos de vajilla para distintas ocasiones, sino también floreros, portarretratos, bacines y complejas figuras de supuestas procedencias extravagantes, mejores cuanto más lejanas. En La Gran Aldea, Vicente Fidel López describe la decoración de cierta casa mencionando “hojas exóticas en vasos japoneses y de Saxe, enlozados pagódicos y lozas germánicas: todos los anacronismos del decorado moderno.” Tal panorama fue modificándose a partir de la Primera Guerra Mundial con la aparición de materiales novedosos y competitivos, primero importados y luego nacionales. Si lo pensamos un poco, el vidrio barato y el plástico son dos símbolos del siglo XX que contrastan cronológicamente con los materiales cerámicos del XIX, marcando la evolución social y tecnológica de la humanidad desde un enfoque poco habitual: el de la vida doméstica.


Ahora sabemos bien que aquellos juegos de vajilla de la abuela -aparentemente innecesarios y reiterativos- no estaban allí por capricho. Todo lo contrario: formaron parte de las costumbres sociales durante los tiempos en que la palabra Argentina iba cobrando significado.

Notas:

(1) Siempre hablando de los grupos que hoy llamaríamos “dentro del sistema”. En estratos más humildes y ciertas regiones alejadas de los centros urbanos las costumbres eran  muy cerriles y podían verse cosas bien rústicas, como escudillas de madera, lebrillos de barro común o cuernos bovinos utilizados como vasos.
(2) Historias del comer y del beber en Buenos Aires, Editorial Aguilar, 2000.
(3) La Pearlware no se ponía amarilla como la Creamware, pero estaba cubierta por un baño de cobalto que le infundía un tono azul característico. La triunfadora Whiteware (que básicamente aún utilizamos con pocos cambios) es realmente blanca, sin desviaciones cromáticas de ningún tipo. Por supuesto, esto no incluye las eventuales decoraciones que pueden agregársele por encima.
(4) Personaje destacado de la llamada Generación del Ochenta, prolífico escritor, viajero incansable y Ministro de Justicia e Instrucción durante el gobierno de Roca.