lunes, 23 de diciembre de 2013

Brissago, el curioso cigarro que fue moda en la Argentina de antaño: crónica de una degustación 1

Dentro del amplio universo de productos históricos del tabaco (cigarros, cigarrillos, pipa, rapé, para mascar), es indudable que los puros tuvieron su momento de gloria en la segunda mitad del siglo XIX. Prácticamente no había tipo o marca que no fuera importado desde su país de origen  o  imitado  por  la manufactura argentina, lo cual tiene mucha lógica en vista de la variopinta inmigración que llegaba a estas tierras.   Eran tiempos en los que se fumaba mucho,  y  ofrecer algún tipo nuevo, diferente o exótico de cigarro aseguraba un suceso casi inmediato. Para otros empresarios del sector, el negocio era importar  o  fabricar los módulos más reconocidos  por  los inmigrantes en sus respectivas naciones. En cierta forma, la idea era ofrecerles algo que les recordara a la madre patria, al igual que ocurría con las bebidas y los alimentos. El caso de Italia es paradigmático, ya que sus tres tipos de puros más  célebres  comenzaron  a  ser ingresados  en  el  año  1861  y  en  poco  tiempo constituyeron un éxito de ventas, primero entre los propios peninsulares y luego entre los argentinos.


De aquellos tres cigarros famosos, hubo uno que se destacaba por su curiosa conformación:   era  el Brissago, también llamado Virginia o simplemente Cigarro de la paja. Este último calificativo provenía de la hebra de paja que lo atravesaba de lado a lado, empezando en la boquilla (hecha con el mismo material) y terminando en la otra punta del puro, cuyo formato era particularmente alargado y de calibre reducido. Por supuesto, la paja debía ser retirada antes del encendido, lo que liberaba un canal de aire en pleno corazón del cigarro. Se dice que esta conformación tan poco ortodoxa tuvo su origen con los aztecas, quienes acostumbraban a fumar las hojas de tabaco enrolladas en pequeñas cañas. De un modo u otro, lo cierto es que la fama del Brissago comenzó a partir de su fabricación en escala industrial, iniciada en Austria en 1844 y continuada en Suiza hacia 1847, precisamente en la localidad  homónima del cantón de Tessin o Ticino, según se pronuncie en francés o italiano. De hecho, Austria y Suiza son los únicos dos países del mundo que continúan confeccionando y consumiendo el producto que nos ocupa. En cada uno, las costumbres han reforzado los respectivos nombres históricos: en Austria se lo llama Virginia, y en Suiza Brissago.



















Si bien la celebridad de los cigarros suizos en nuestro país ya era importante, fue la influencia italiana la que llevó al puro “de la paja” hacia la consagración final entre los fumadores de la época. Recordemos que en el año 1866 culminó el proceso unificador de Italia mediante la incorporación del Véneto y  la Lombardía, hasta entonces en poder de Austria. Por tal motivo, el Brissago era muy popular en la parte noreste del país, lo que tuvo su posterior correlato en la Argentina de las décadas siguientes (1).  Para  el  período  1890-1895  (época de oro de la industria del puro nacional), los cigarros Brissagos eran importados desde la península y también elaborados en nuestro territorio por numerosas fábricas que empleaban personal especializado en esos artículos,  llamados  genéricamente “italianos” junto con los toscanos y los Cavour. Aquí era indistinto el uso de todas sus denominaciones, incluida la de “Brisago” -con una sola s- como lo testimonian muchos textos de entonces.   Existían fábricas particularmente enfocadas  en  ese  perfil de producción, como La Argentina y La Virginia, en Buenos Aires,  La Suiza, en Rosario, y Miguel Campins, en Tucumán (2).


La excelencia de la manufactura tabacalera nacional era motivo de crónicas y comentarios en diarios, revistas y guías industriales. Sobre la fábrica La Argentina, un relato descriptivo de 1895 dice que “el cigarro italiano de la paja  virginia elaborado por “La Argentina” se expende en la plaza con marcas propias registradas, lo que le ha valido una clientela numerosa y sólida…”   Otro  alude  al  establecimiento  La  Virginia  y  su espacioso salón “en el que numerosos operarios se están ocupando en la confección de los cigarros de la paja  y Cavours,  que  forman  la  especialidad  de  la  casa  y  han conquistado un merecido crédito por su exquisita elaboración” En la empresa tucumana de Miguel Campins, mientras tanto, otra reseña indica que “64 mujeres se ocupan especialmente de la elaboración de cigarros llamados de la paja”.



Podríamos seguir apuntando datos y referencias antiguas sobre este curioso y olvidado artículo del buen fumar  que fue tan popular en nuestra patria, pero creo que lo visto es suficiente. Hoy, como dijimos, sólo es producido por un puñado de pequeñas factorías austríacas y suizas.  Durante mucho tiempo pensé que nunca iba a poder probar nada por el estilo, pero la buena fortuna me llevó de viaje por el centro de Europa hace poco tiempo, casi sin quererlo, incluyendo un  paso rápido por el aeropuerto de Viena. Y allí, para mayor suerte aún, encontré una nutrida tabaquería en la que pude hacerme de varias cajas de Virginia en diferentes versiones y distintas marcas. De esos ejemplares hicimos una degustación, que volcaremos aquí en la segunda y última entrada de esta serie.

                                                            CONTINUARÁ…

Notas:

(1) La popularidad de los cigarros finos y alargados en la segunda mitad del siglo XIX, fueran Brissagos auténticos, imitaciones de ellos, toscanos enteros o simplemente puros del estilo panetela (el formato clásico cubano más parecido), era muy marcada no solamente en nuestro país. Muchas películas del género del western muestran a los personajes de la época fumando puros  con  tales  características,  a  los  que  se denominaba Virginia Cheroots. Esa recreación histórica del antiguo oeste norteamericano es correcta y puede hacerse extensiva a los cinco continentes, ya que la fama de la que hablamos abarcaba Europa, América y todos los países con presencia cultural del Viejo Mundo.


(2) Sobre algunas de estas fábricas hemos hecho una descripción detallada en el blog Tras las huellas del toscano.   A La Suiza podemos encontrarla aquí mismo, en una entrada del 3/12/2012.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Cuando el mate con churrasco era almuerzo de maquinistas

A partir de la  inauguración del primer ferrocarril argentino, el 30 de  agosto  de  1857,  se produjo en nuestro país una enorme transformación. Este novedoso sistema de transporte a  vapor acortó  las  distancias  y  abarató  los  costos  de producción, consolidando  la  expansión  de  la  economía. Algunas  décadas más  tarde,  semejante  adelanto  logró generar el desarrollo de una industria pesada y hasta llegó a consolidar  cierta arquitectura  industrial  característica  de barracas, galpones y chimeneas. En los comienzos del siglo XX el ferrocarril era tecnología de punta, comparable con los vuelos espaciales de hoy. Sin embargo, por detrás de estas profundas modificaciones, también se creó una nueva forma de trabajo. Los  miles de empleados ferroviarios diseminados por todo nuestro territorio pasaron a constituir un gremio muy apreciado por el resto de la sociedad. Maquinistas, guardas, jefes de estación, auxiliares, mecánicos, cambistas y guardabarreras fueron, entre otros, personajes típicos de las ciudades y los pueblos argentinos.


Dentro de este amplio abanico de trabajadores de   la especialidad  hubo  una  categoría  que  logró destacarse sobre las demás, especialmente en los tiempos del vapor.   Era  el  llamado “personal de locomotoras”, formado individualmente por una dupla de maquinista y foguista (1). El primero se encargaba de la conducción propiamente dicha, mientras que el segundo tenía como tarea mantener la presión de la caldera según las necesidades del servicio (2). Los diferentes tipos de trenes exigían distintos tiempos de viaje: un mismo trayecto podía tardar hasta cinco veces más en un tren regular de carga (que paraba en todas las estaciones para acoplar o desacoplar vagones) que en una formación de pasajeros del tipo “expreso” (3). En los convoyes cargueros más lentos solía haber paradas  largas (hasta dos horas)  que invitaban a relajarse un rato, iniciar la charla con el compañero y disfrutar de una comida in situ. En otros casos, el almuerzo o la cena debía hacerse con el tren andando. Ahora bien, ¿qué podían comer los maquinistas y foguistas en la reducida cabina de esos monstruos de fuego?  Por  suerte,  algunas crónicas escritas  y  muchos relatos verbales de viejos conductores nos permiten tener una idea sobre los hábitos alimenticios a bordo de una máquina vaporera.


Juan Zibechi, maquinista del Ferrocarril Provincial de Buenos Aires (4), escribió en 1987 un interesante artículo titulado “Pintura de un día de trabajo”. En él relata con bastante detalle las alternativas de un  itinerario entre Carlos Beguerie y La Plata, comenzando en la temprana madrugada de cierto día invernal de 1930 y culminando diez horas después. El tiempo empleado en el viaje permite apreciar la lentitud habitual de los cargueros regulares, ya que la distancia entre las dos estaciones señaladas no supera los 130 kilómetros. El costado gastronómico del relato comienza de entrada, cuando le comunican el servicio que debe tomar: “si se trata de un tren de carga, que empleará entre 10 y 12 horas, hay que almorzar en el viaje. En tal caso habrá que comprar un asado, que se cocina muy bien sobre el by pass de las locomotoras suecas. En cambio, si la locomotora es alemana tipo Pacífico serie H, el asado debe ponerse en la batea. Allí se asa bien, pero demora mucho” (5).   Más  adelante sentencia  lo  siguiente:  “el  personal  de locomotoras, casi en su totalidad, se alimenta como los viejos criollos: a mate amargo y churrasco”.


Tal menú de perfil gauchesco era muy frecuente  por su simplicidad, pero no el único. Carlos Ferreyra, otro maquinista de la vieja guardia que trabajó en el Ferrocarril Roca entre 1954 y 1992,  recuerda muy bien la diversidad de vituallas que se preparaban en el horno de las locomotoras a vapor cuando había tiempo para ello. A diferencia del sistema anterior, esta segunda modalidad exigía que el tren estuviera detenido, dado que era imprescindible forzar los gases tóxicos de la combustión hacia afuera con el llamado “soplador” y abrir la tapa del horno. Luego de unos minutos y con el aire limpio,  podían verse los ladrillos refractarios de la parte interna al rojo vivo. En otras palabras, un lugar ideal para introducir espetones metálicos con bifes, asado, chorizos o cualquier otra pieza cárnica imaginable. Aunque menos frecuente, no era raro que allí también se cocinaran empanadas, panes y hasta pizzas, cambiando los espetones por palas. Los reglamentos internos no prohibían específicamente ese tipo de prácticas,  siempre  y  cuando  no afectaran la seguridad y el cumplimiento del horario. Por ende, la cosa estaba librada a la creatividad y las habilidades culinarias de cada trabajador ferroviario.


Desde luego que no habrán faltado los sándwiches o las viandas traídas desde el hogar, sobre todo en los viajes rápidos sin espacio para el relax. Pero no está de más recordar, también, las comidas elaboradas por aquellos  improvisados asadores y cocineros del riel que surcaron nuestras vías.

Notas:

(1) Durante las primeras épocas, a ellos se sumaba el pasaleña, operario responsable de llevar las piezas de leña desde el tender hasta el hogar de la locomotora. Su labor se volvió obsoleta con el posterior uso del carbón y los combustibles líquidos.
(2) Las “necesidades del servicio” implican  diversas velocidades y requerimientos de tracción. La caldera debía funcionar a máxima potencia durante los tramos largos a mayores velocidades, o cuando la formación era pesada, como en el caso de los trenes de carga. Pero en ocasión de velocidades moderadas, trenes livianos, tramos cortos entre estaciones o paradas prolongadas, la presión necesaria era mucho menor. El foguista era el encargado de regular dicho parámetro de acuerdo con esas alternativas comunes a cualquier viaje, tratando de utilizar racionalmente el agua y el combustible.
(3) Los trenes cargueros más lentos eran aquellos que llevaban mercaderías como cereal, minerales y leña. Otros debían desarrollar mayor velocidad y contaban con un horario ajustado por la característica perecedera de su carga: frutas, leche o aves. Los trenes de hacienda también tenían un horario rápido y exigente, ya que los animales perdían peso durante el viaje. Recordemos que la mayor parte de la red ferroviaria nacional era de vía sencilla, es decir, una sola vía con doble sentido de circulación. Para el cruce de trenes se recurría a las vías auxiliares dispuestas en todas las estaciones, donde una formación aguardaba el paso de otra. Los puntos de cruce y las prioridades de paso ya estaban  establecidos en los horarios internos del ferrocarril. Los trenes de pasajeros contaban siempre con prioridad, y el horario de los cargueros se determinaba, como señalamos, de acuerdo a su carga.


 (4) El FCPBA, de trocha angosta, fue inaugurado en 1914. Tenía cabecera en La Plata y desde allí se dirigía a Mira Pampa (en el límite con la provincia homónima). También contaba con ramales a Olavarría y Pehuajó, así como  un  ramal suburbano hasta la localidad de Avellaneda. Las líneas largas fueron clausuradas en 1961, y el ramal a Avellaneda en 1977.
(5) Como es lógico, la crónica está llena de jerga ferroviaria. Las locomotoras suecas y alemanas a las que se refiere son las Nohab y las Henschel, respectivamente, que encabezaban la mayoría de los trenes de ese ferrocarril. El by pass y la batea son partes externas del horno de las locomotoras, según el modelo, que permiten  su utilización a modo de “planchas” cuando están muy calientes.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Cien años de burbujas argentinas

Ya hemos señalado algunas veces que los registros relativos al consumo de alimentos y  bebidas  a finales  del  siglo  XIX  demuestran  una  activa importación desde Europa, con importante presencia de productos de alta gama. En materia vinícola, ello suponía la introducción constante de las mejores etiquetas francesas, españolas e italianas de la época, además de un numeroso pelotón de vinos dulces, licorosos y encabezados  provenientes de Portugal y Alemania.   En semejante contexto, el auténtico Champagne constituía un consumo muy importante en volumen, que a los ojos actuales impresiona por su variedad y calidad. Muchas de las marcas favoritas entre las clases altas de entonces todavía se cuentan entre las más aristocráticas del mundo (Pommery, Roederer, Mumm, Veuve Clicquot), mientras que otras, destacadas en su tiempo, han desaparecido (Duc de Montebello). El panorama de la importación no varió mucho desde entonces hasta la crisis de 1930, con una interrupción durante la Primera Guerra Mundial que hizo difícil la llegada de los embarques correspondientes. En ese período, no fueron pocos los emprendedores argentinos que lograron  compensar parte de la oferta con una incipiente elaboración de espumantes nacionales, cuyo desarrollo había empezado algunos años antes.


En  efecto,  los indicios documentales indican que fueron Carlos Kalless y Luis Tirasso los primeros en alcanzar el éxito en la materia. Kalless fue uno de los primeros vinicultores especializados en elaborar y vender espumantes al estilo "Champagne", aunque otros le asignan ese privilegio a un compatriota suyo, el militar Juan Von Toll. De cualquier manera, el dueto mencionado en primer término había fundado  el  establecimiento  Santa  Ana  en  1891.  Una publicación de 1910  describe el establecimiento aludiendo a la  “sección destinada al Champagne, que cuenta con todos los elementos indispensables y personal técnico contratado expresamente en el extranjero. Y luego continúa, refiriéndose a la bodega en general: “de aquí salen los Medoc y Sauternes argentinos, el Champagne mendocino y toda una colección de vinos añejos de tipos superiores, como una revelación para este país". No debe sorprender el uso indiscriminado de apelaciones foráneas, dado que era una costumbre muy común en esos años, especialmente si tenemos en cuenta que un porcentaje muy elevado de la población estaba constituido por extranjeros, quienes no tenían otra manera de reconocer los tipos y variedades de vinos con ciertas pretensiones de calidad.


Si bien en la década de 1920 continúa existiendo un consumo alto con algunas importantes apariciones dentro segmento,  (como el “Barón de Río Negro”, que llegó a exportarse a Europa), ya se advierte una lenta declinación en términos de prestigio y diversidad de etiquetas.  Mientras permanece siendo un artículo apreciado por el grupo económicamente dominante, el “champán” es mencionado en los tangos como algo decadente, asociado a los cabarets y los sórdidos locales nocturnos  del ámbito prostibulario. Entre las clases más bajas,  la  sidra  (prácticamente desconocida en el país a principios del siglo) iba ganando terreno como la bebida para las celebraciones y los brindis. A principios de los cuarenta, algunas bodegas se lanzaron a producir vinos gasificados dulces tintos y rosados para atraer a la numerosa colectividad italiana. Con nombres de fantasía evocadores de similares de la península (Gamba di Pernice, Nebbiolo, Asti), estos productos lograron tener una buen suceso en su momento, pero el ambiente de las burbujas no lograba despegar en estas latitudes australes del mundo.


En el período de la posguerra posterior a 1945,  los vinos burbujeantes argentinos recobraron algo de su antiguo ímpetu, tal cual lo demuestran viejas publicidades gráficas de ese período (1). Sin embargo, el gran salto fue dado en 1960, cuando la casa Möet & Chandon se instaló en Agrelo, Mendoza, para elaborar una nueva línea de “champañas” que rápidamente ganaron  mercado hasta liderarlo por completo a mediados de los setenta.  Finalizando el decenio de 1980 fueron varias las bodegas mendocinas  que empezaron a elaborar espumantes de valores altos, lo cual tuvo su explosión hacia el 2000. Hoy, a poco más de un siglo de las primeras burbujas argentinas, el mercado de vinos espumantes crece y se diversifica. Tal vez así lo soñaron aquellos pioneros que realizaron las primeras elaboraciones, en el amanecer de la industria del vino nacional.

Notas: 

(1) Sobre el tema de las viejas publicidades de espumantes, ver entrada del 9/5/2012 “Vinos en el recuerdo 1”


domingo, 24 de noviembre de 2013

Cafés, Fondas, Boliches y Bodegones en Devoto y Villa del Parque

Villa de Parque y Villa Devoto son dos barrios muy conocidos del noroeste de la Ciudad de Buenos Aires.  Si hablamos del primero, su nombre deriva de la proximidad con el otrora llamado Parque del Oeste, es decir, la zona que hoy denominamos Agronomía. Como solía ocurrir en ese entonces, fue el emplazamiento de la estación del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico (actual San Martín) lo que dio origen a los primeros loteos de tierras con fines urbanísticos,  que comenzaron en  1907  y  1908  a cargo de la firma Guerrico y Williams. Pocos años más tarde, la llegada de las líneas de tranvías  (luego colectivos) 83 y 84 consolidó el incipiente establecimiento de habitantes y comercios, en especial almacenes de ramos generales con despacho de bebidas. Según los registros históricos barriales, uno de los pioneros fue cierto ejemplar  llamado El Globo, situado en la calle Melincué 3219. Su amplio depósito contenía los más diversos materiales, tanto de uso gastronómico como de mercaderías en general.


Bastante  después  surgieron  locales  de  mayor especificidad en cuanto a rubro, como el café y bar Monterrey, de Nazca y Álvarez  Jonte, que abarcaba toda la esquina con un toldo de lona que rápidamente era recogido cuando comenzaba a llover. Sus propietarios eran los hermanos López,  y  en  su interior  se  podía apreciar la cafetera a vapor niquelada, así como amplios espejos que “agrandaban” las dimensiones del local. En Nazca al 2900 existió una especie de fonda que hacía las veces de bar y restaurante: era La Gran Cantina Italiana, frecuentada   casi   siempre   por   obreros   de   esa nacionalidad. Sus instalaciones incluían una glorieta con glicinas y dos canchas de bochas al estilo más típico, especialmente por el contador de tantos en madera con números rojos escritos burdamente a mano. Otros recordados son el Café y Bar Bijou, ubicado junto al cine teatro homónimo (Cuenca 2732) y el Café y Bar Macías, de Nogoyá 3258. Este último también contaba con su cancha de bochas, a la que concurrían los trabajadores del Mercado Municipal sito en Cuenca y Nazarre.


El vecindario de Villa Devoto posee una historia relativamente similar en cuanto a su antigüedad  (principios del siglo XX), aunque tenía un reducto pulpero cuyo origen es anterior a los inicios de la urbanización. Hablamos de El Antiguo Cimarrón, que se mantuvo por más de un siglo en la esquina de Avenida San Martín y Fernández de Enciso. En sus comienzos, todo a su alrededor era campo y resultaba una parada obligada para las carretas que venían desde Cuyo, como también para los lecheros vascos que iban hacia la localidad de San Martín. Otro local del mismo tenor fue La Figura (José Pedro Varela y Lope de Vega), en cuyo frente había grandes bebederos de zinc –con molino de viento propio- para uso de los animales que formaban los arreos provenientes de la provincia. Como casi todas las de su mismo género, estaba construida en adobe y sus pisos eran de tierra, que se regaban regularmente para evitar las polvaredas generadas por las alpargatas de los paisanos.


Con el correr del tiempo se instalaron muchos otros comercios pertenecientes a la actividad, entre los cuales destacamos los siguientes:

- La Banderita, en General Paz y Marcos Paz. El nombre se debe a la enseña patria colocada en un mástil sobre su techo.
- Almacén de Cerbeto, sobre la esquina de Lope de vega y Asunción. Solía organizar fiestas los días domingos con juegos de taba, bochas, sapo y carreras cuadreras.
- La Palmera (Bermúdez casi José Luis Cantilo) Debía su denominación a la enorme palmera que se alzaba, algo insólita, en la vereda del lugar.
- Rugby Bar, muy frecuentado por los integrantes de la colectividad inglesa. Poseía una gran glorieta.
- Rodis Bar, en Fernández de Enciso llegando a Nueva York. Famoso por las grandes reuniones políticas que allí acontecieron.
- Café y Bar Alemán, dotado de cancha de bolos. Su propietario original, Juan Schramal, era un patriota germano de la vieja guardia que atesoraba el retrato enmarcado del Kaiser Guillermo II en una de las paredes.


Por supuesto, no se puede completar una reseña barrial de Villa Devoto sin mencionar al Café de García, aún hoy existente y declarado bar notable por el  Gobierno  de  la  Ciudad  de  Buenos  Aires. Inaugurado por 1950 en su misma ubicación actual (Sanabria y José Pedro Varela), cuenta en nuestros días con una colorida ornamentación de objetos, fotos, carteles y todo tipo de adornos antiguos. El letrero en su entrada, que incluye los nombres de Metodio y Carolina, alude a los padres de los propietarios. Es uno de esos lugares que deberían ser visitados aunque sea una vez, con  tranquilidad y espíritu de observación, para tomar un café como en los viejos tiempos.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

Viejos consumos en el cine nacional: Mercado de Abasto (1955)

Promediaba la década de 1950 cuando la edad de oro del cine argentino todavía se mantenía firme. En ese contexto, muchas eran las obras que centraban su enfoque en la vida cotidiana de la población. Una de ellas logró convertirse en un clásico por diversas razones, empezando por el destacado grupo de actores y actrices que la protagonizaron. Se trata de Mercado de Abasto, la celebérrima película del no menos afamado director Lucas Demare que transcurre casi íntegramente en el legendario punto comercial de marras y sus inmediaciones (1). Por el escenario y la temática plasmados en el film, son casi incontables las situaciones en las que se pueden observar los usos de la época en cuanto al consumo de alimentos,  bebidas  y tabacos.  De esa miríada de momentos elegimos tres ejes centrales para destacar: ellos son el mercado propiamente dicho, el picnic y el bodegón.


A poco de comenzar la cinta podemos ver al gran Pepe Arias en el papel de Lorenzo, consignatario del mercado enfrascado en distintas discusiones con sus proveedores. Entre regateos por ciertos cajones de verdura “pasada” y un lote de berenjenas con hongos, el personaje se dirige a una de las escaleras mecánicas que comunicaban las diferentes plantas del enorme establecimiento (2).  En el plano largo se aprecia con claridad un gran cartel de Ginebra Bols y en el posterior plano corto vemos a un individuo semicalvo encendiendo y luego pitando su cigarro toscano inmediatamente detrás de Arias: algo muy propio del lugar (los puesteros del Abasto eran grandes fumadores de toscanos, según algunos historiadores memoriosos de la Ciudad de Buenos Aires) y bastante frecuente en una época en la que las prohibiciones al tabaco eran  harto escasas.


Poco después aparece otra de las estrellas de la película:  Tita  Merello  (Paulina), puestera dedicada a una actividad que ya no se ve en los ámbitos urbanos. En efecto, la imagen expone a la mujer desplumando una gallina con rapidez y destreza. En esos años, las aves llegaban vivas a los grandes mercados concentradores  (había trenes con vagones especiales dotados de jaulas para gallinas, pollos y patos) y recién allí eran “procesadas” para la venta final. Con todo, algunas amas de casa preferían realizar por sí mismas el sacrificio y la limpieza de los plumíferos, por lo que no era raro ver a las vecinas transportando gallináceas vivas hasta sus domicilios.


La secuencia del picnic es quizás la más famosa, dado que en ella Tita Merello canta el tango Se dice de mí, que pasó a la posteridad como una de sus interpretaciones más logradas. Habría mucho para decir respecto de los consumos visibles, pero resulta más importante señalar la virtual desaparición de esa modalidad gastronómica y festiva de tipo grupal, tan extendida en otras épocas. Vinos y bebidas en botellas, botellones y damajuanas, viandas transportadas en canastos y otros elementos propios de la situación dominan todos los planos.


Hete aquí que la citada Paulina es también propietaria de un bodegón emplazado justo enfrente del mercado bajo el nombre La Flor del Abasto. En cierto momento del film la protagonista se casa con el villano interpretado por Juan José Miguez (Jacinto) y realiza la fiesta dentro del comercio de referencia, lo que nos permite ver las típicas estanterías adosadas a las paredes e incluso rodeando a las columnas, todas ellas rebosantes de botellas. Al día siguiente el negocio vuelve a funcionar con normalidad, y en un paneo tan  rápido como invalorable se aprecia una de aquellas recordadas cajas registradoras, con la salvedad de que en ese entonces funcionaban como algo normal y no eran piezas de museo.


Así culmina el repaso de esta entrañable creación del cine nacional en sus mejores tiempos, cuando la actividad  representaba un orgullo para la nación y una fuente de trabajo para miles de personas. Y lo mismo sucedía con los mercados (3), que ya casi no existen como tales, excepto alguna honrosa excepción.

Notas:

(1) Breve ficha técnica: “Mercado de Abasto”. Dirección: Lucas Demare. Guión: Sixto Pondal Ríos. Intérpretes: Pepe Arias, Tita Merello, Juan José Miguez, Pepita Muñoz, Luis Tasca. Estrenada el 3 de febrero de 1955.
(2) El Mercado de Abasto fue inaugurado en 1889, pero su edificio más conocido se construyó en 1934 sobre una superficie de 25.000 metros cuadrados. Era sito en la Avenida Corrientes al 3200, donde ahora se levanta un shopping que conserva parte de su fachada principal. Contaba con cuatro niveles que incluían dos subsuelos, una planta baja y un primer piso. El segundo subsuelo correspondía al sector de concentración de productos del interior y depósito, en el primer subsuelo se desarrollaba la venta de carne en remate público, en la plata baja se ubicaba el comercio mayorista, y en el primer piso la venta minorista.


(3) En la entrada del 17/01/2013 analizamos la historia de los viejos mercados porteños. 

martes, 5 de noviembre de 2013

El poder nutritivo de los alimentos según Caras y Caretas de 1905

Mi madre me contó cierta vez que una tía suya se había dedicado  a “engordar” chicas adolescentes. Mi sorpresa ante tamaña actividad fue tan grande como la que deben sentir los lectores al escuchar semejante cosa. Sin embargo, la cuestión era real. En aquellos días (calculo que por el decenio de 1940), la extrema delgadez se consideraba un mal síntoma,   especialmente en el caso de las mujeres,   quienes  debían  verse “rozagantes” -como se decía entonces- para ser valoradas como personas  normales y saludables. Esta cualidad equivalía a ostentar un peso que hoy se considera excesivo a todas luces. Pero nada impedía, en aquellos años, que algunas de las mejores familias de Buenos Sires enviaran a sus jóvenes hijas a pasar varias semanas en la localidad bonaerense de  Mercedes  con el propósito de ser literalmente cebadas por  la tía  en cuestión, mediante una dieta rica en elementos nutritivos, o al menos lo que entonces se consideraba como tales.


Esta anécdota marca muy bien el abismo cultural que nos separa del pasado (del que hemos hablado en alguna ocasión), poniéndonos frente a una costumbre insólita para nuestro parámetros actuales de comportamiento, ya que el simple hecho de engordar es visto hoy exactamente al revés que hace cincuenta o cien años. Por esa misma razón vamos a poner bajo la lupa un curioso artículo aparecido en  la  legendaria  Caras  y Caretas el 1°  de  Julio  de  1905 bajo el título  Lo que alimenta la comida  y la bajada Comestibles en vez de medicinas: lo que se debe comer y lo que se debe beber. La nota expone una especie de valoración nutricional según los productos de consumo masivo más comunes de aquel entonces, comenzando con la frase “el secreto de la salud está en la comida”. Luego sigue: “esta es la afirmación que están dispuestos a sostener en nuestros días los médicos más eminentes del mundo entero”.  Básicamente, el escrito acompaña las figuras expuestas en el centro de la página, en las cuales la porción oscura indica el “poder nutritivo” de cada alimento o bebida analizado.


Respecto de las carnes, la reseña apunta que “son muchas las personas que consideran la carne de vaca la más alimenticia; los datos suministrados por la ciencia demuestran que lo es más la de cordero”. Más adelante postula lo siguiente: “entre ésta y el cerdo, en cambio, la diferencia es insignificante, siempre que lo que se tome del cerdo no sea el jamón, pues éste es más nutritivo que el cordero, y todavía lo es más el tocino, en el que la sustancia nutritiva llega al 81,5 por 100”. Luego siguen las aves y pescados, sobre los que  se indica, respectivamente: “de las aves, el ganso es la más alimenticia, y después el pavo. Entre los pescados, el bacalao no tiene mucho de nutritivo; la anguila, en cambio, lo es en alto grado”  (1).     A continuación viene una especie de “elogio del azúcar” bajo la consigna “la ciencia reconoce hoy en el azúcar la más nutritiva de todas las sustancias alimenticias”. Así lo confirma su espacio en el gráfico, ya que la parte oscura ocupa prácticamente  todo el cubículo.


Al momento de las bebidas, el examen periodístico afirma que la leche es la más nutritiva entre las que no contienen alcohol (del agua ni se habla), mientras que en las alcohólicas no importa su valor nutritivo, sino la proporción espirituosa que contienen. Por supuesto, con ese razonamiento, el ron lleva la delantera respecto de los vinos y las cervezas.  El detalle de los cuadritos nos indica las siguientes valoraciones en cada grupo, de mayor a menor:

Carnes y aves: tocino, ganso, pavo, jamón, cordero, vaca, pollo, cerdo y ternera.
Pescados y frutos de mar: anguila, arenque, langosta, trucha, bacalao (2)
Vegetales varios: cebolla, coles, zanahorias, coliflor, lechuga, espárragos.
Harinas, legumbres y derivados: harina, macarrones, tapioca, arroz, pan, guisantes.
Frutas frescas y secas: castañas, bananas, uvas, manzanas, tomate, melón.
Lácteos, huevos y azúcar: azúcar, manteca fresca, manteca salada, queso gruyere, queso de chester, leche condensada, huevos.
Infusiones y leche: leche fresca, chocolate, té con leche y azúcar, té, café.
Vinos: oporto, jerez, Borgoña, Rioja clarete, Champagne.
Otras bebidas: ron, coñac, ginebra, cerveza blanca, cerveza negra, sidra, cerveza “corriente”.


Una verdadera curiosidad, ¿no es cierto? ¿Qué opinarían hoy los nutricionistas sobre estos postulados? Pero claro, no debemos olvidar lo dicho al principio: cien años es un océano de tiempo capaz de modificar las costumbres, los lugares y las personas en forma contundente. Tanto como para que la manera de alimentarse allá por 1905 nos parezca, en nuestros días, bastante insólita.

Notas:

(1) Huelga decir que todo el estudio en cuestión se basa en los limitados conocimientos de  la  época. Al  parecer,  el  concepto  de  “nutritivo”  estaba  relacionado  casi proporcionalmente con el poder calórico y la materia grasa contenida en los distintos comestibles. En el caso de las bebidas no lo dice directamente, pero la inferencia lógica que se obtiene de los gráficos correspondientes indica que su valor nutricional se establecía en relación con el contenido alcohólico: a mayor graduación, mayor nutrición. 
(2) En este punto resulta sospechosa la ausencia total de los ejemplares ictícolas más frecuentados por los argentinos de ese entonces en Buenos Aires y el Litoral: pejerreyes, dorados, pacúes, palometas y un largo etcétera. No quiero ensuciar la memoria de personas fallecidas hace muchas décadas, pero es probable que el artículo de marras no sea otra cosa que una copia casi fiel de algún escrito similar publicado en medios gráficos de Europa. Desde luego que no tengo esa certeza, pero la mención  sistemática de alimentos que no eran ni son frecuentes en nuestro país (la col, por ejemplo), así como la ausencia de otros que sí lo eran, levanta un cierto manto de suspicacia al respecto.


viernes, 25 de octubre de 2013

Jerez, el aperitivo del pasado: crónica de una degustación

Así como hasta hace unos cincuenta años los postres  y  las sobremesas argentinas eran acompañados por el vino dulce  (1), algo similar ocurría con el Jerez durante el aperitivo. Tanto uno como otro tuvieron una  larga  trayectoria  en  la  gastronomía vernácula, en versiones genuinas  importadas y sus imitaciones locales. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, las respectivas copitas de jerez y devino dulzón cayeron  en desuso, primera lenta  y  luego vertiginosamente,  perdiendo el sitial de privilegio que ocupaba entre las preferencias de la gente. De esa manera, los otrora renombrados “vinos de solera” sanjuaninos, las mistelas y los licorosos en general, dejaron de producirse en masa, no obstante  la supervivencia de un par de marcas líderes que, seamos sinceros, lograron continuar en el mercado gracias a que las amas de casa utilizaban sus productos para mojar los bizcochuelos y aromatizar los tucos.


Hoy se experimenta un cierto revival en el ámbito del dulzor merced a los llamados “tardíos”, pero nada parecido ocurre con el Jerez, ya que sobran los dedos de una mano para contar las alternativas marcarias nacionales disponibles en el mercado (2), a las que se suman un par de ejemplares originales españoles que sobreviven entre las dificultades de la importación. Y eso tiene mucho sentido práctico en nuestros días, dado que otras bebidas de diversa índole (espumantes, whisky, fernet) han venido a ocupar el momento del aperitivo en reemplazo del noble vino que nos ocupa. Con todo, en este blog quisimos rendirle un homenaje a los viejos vinos tipo jerez que se producían en la Argentina de antaño mediante la degustación de una  antigua  botella  de  la  marca  Espiño,  otrora renombrada bodega de Mendoza que supo tener sus épocas de gloria en las décadas de 1950 y 1960, especialmente a través de su espumante estilo champagne.


El ejemplar a catar formaba parte de todo un pelotón adquirido por el autor de este blog hace unos quince años en una confitería de la calle Talcahuano, en la Ciudad de Buenos Aires, que fue mermando en cantidad merced pasaron los tiempos. Afortunadamente todavía subsistían un par de botellas para el fin que nos convoca, y por eso realizamos su análisis con Enrique Devito y Augusto Foix, los amigos ya conocidos en este blog, a los que se sumó Antonio Fernández, quien tiene la experiencia de haber sido importador de vinos españoles  (entre otras procedencias)  hasta hace pocos años.   El envase analizado puede fecharse con bastante aproximación entre finales de la década de 1960 y principios de la siguiente, como lo delata su tapa corona y algunos datos impresos en la etiqueta. Una vez abierto y servido, el añoso vino Jerez nacional pasó a constituir el centro de los comentarios.



















El color (de tonos dorados profundos) era normal y lógico para un producto de su clase, con el agregado de la oxidación prolongada provista por los años en botella. Luego, sus aromas envolventes estaban en sintonía con la tipicidad esperada,   que recuerda a madera y frutas secas.   Devito hizo hincapié en esos rasgos y propuso la teoría del empleo de la uva Pedro Jiménez en su elaboración (3). Foix hizo lo propio con algún tipo de Moscatel por su intensidad aromática, mientras que Fernández aludió a la “vejez con hidalguía” que presentaba el vino, teniendo en cuenta sus al menos 35 a 40 años de vida. Y así lo confirmó el sabor, bien intenso, limpio, profundo, con cierto dejo dulce sugerido por el alcohol más que por azúcar propiamente dicha, ya que la sequedad gustativa dominó todo el tiempo. Si tuviéramos que compararlo con algún tipo español genuino, diría que tiene familiaridad con un Amontillado Seco en su silueta más conocida, bien apropiada para regar tapas, jamones, embutidos, ciertos quesos e incluso algunas comidas de porte contundente.


Una vez más concluimos nuestra  labor completamente satisfechos por la calidad  de lo probado y pasamos al cocido madrileño que nos esperaba en la mesa,   donde continuamos deleitándonos con este veterano de la pretérita industria vitivinícola argentina. Pronto vendrán más degustaciones, que aquí volcaremos.

Notas:

(1) En determinadas épocas, como la victoriana (1840-1900), los vinos dulces estuvieron tan de moda que su consumo equiparaba al de los vinos secos de mesa.
(2) Si nos ajustamos a los de alcance más o menos masivo (es decir, que se pueden encontrar con relativa facilidad en supermercados y vinotecas), la lista se reduce a El Abuelo, Crotta y Federico López. 
(3) Pedro Jiménez o Pedro Ximénez es una uva muy empleada en el sur de España y también muy abundante en la Argentina. La opinión del que suscribe, basada en la composición del viñedo nacional hacia 1970 y en los usos enológicos de la época, es que el producto catado tenía una alta probabilidad de haber sido elaborado con un corte entre Pedro Jiménez  y Moscatel de Alejandría, dos variedades profusamente cultivadas en la Mendoza de entonces y muy aptas para vinos generosos.