lunes, 18 de abril de 2016

Los cócteles de Doña Petrona

Petrona Carrizo de Gandulfo fue una cocinera argentina de amplia  celebridad  mediática.  Aunque ya era popular en la radio desde el decenio de 1930  y  en  la  televisión  estatal desde 1952,  no fue sino hasta 1960 que su figura comenzó a llegar masivamente a los  hogares  gracias  al  recordado programa diario Buenas tardes, mucho gusto, emitido por el entonces naciente canal 13. Sin embargo, las cucardas de la fama que obtuvo por medios sonoros y visuales empalidecen frente a la impresionante vigencia de su obra El libro de Doña Petrona, cuyas tiradas más recientes aún se comercializan en el mercado bibliográfico de nuestro país.  La  primera de sus 101 ediciones (que hasta el día de hoy han vendido unos tres millones de ejemplares) data  de  1933  y  cuenta con un millar de recetas de todo tipo, además de consejos sobre conservación de alimentos,  modos de cocción  y  protocolo hogareño (presentación de mesas, vajilla, servicio) según la formalidad de las distintas ocasiones.


Tampoco está ausente el mundo de las bebidas, al menos en la trigesimoprimera edición correspondiente al año 1949, que obra en poder del que suscribe. Verbigracia, un breve apartado versa sobre la preparación de tragos bajo el  título   Algunas buenas fórmulas de Cocktails.  Con  excepción  de  tres  especímenes  demasiado  obvios  del  tipo  Fizz (Straaracias a su participación en wberry, Orange y Gin) y un “Cocktail Primavera”, éstos son los enunciados textuales correspondientes a cada caso, en orden de aparición:

Yo soy Así: mitad vermouth/mitad gin/unas gotas de jarabe de frutillas/se sirve con frutas en alcohol
Cale: mitad whisky/mitad cherry/unas gotas de goma/un chorrito de agua caliente con rodaja de limón
Garden: mitad vermouth/mitad cognac/unas gotas de crema menta/unas gotas de bitter
Bronx: una parte vermouth/una parte vermouth francés/una parte dry gin/el jugo de una naranja/se sirve bien helado
Argentino: una parte vermouth/una parte vermouth francés/una parte dry gin/unas gotas de bitter
Chupete: mitad vermouth/una parte vermouth francés/una parte dry gin/unas gotas de bitter
San Martín: mitad vermouth/mitad dry gin/una gotas de curaçao/unas gotas de bitter
Demaría: mitad vermouth/mitad aperital/un chorrito de granadina
My Hat: mitad vermouth/cuarto dry gin/cuarto whisky
Bambú: mitad vermouth/mitad jerez/unas gotas de bitter/unas gotas de anisette
Porteñito: mitad vermouth/mitad cognac/unas gotas de bitter/unas gotas de curaçao


French: una parte vermouth/una parte dry gin/una parte apricot
Manhatan: medio vermouth/medio de whisky/unas gotas de bitter/unas gotas de curaçao
Colón: una parte vermouth/una parte vermouth francés/una parte de dry gin/una gotitas de bitter/unas gotas de chartreuse
Media Elena: mitad dry gin/mitad oporto/un chorro de anistte
Té verde: mitad vermouth/un cuarto vermouth francés/un cuarto whisky/unas gotas de marraschino/unas gotas de cherry
Cubano: una cucharadita de kirch/una cucharadita de jarabe de ananá/medio vermouth/medio apricot
Lloyd George: medio jerez seco/mitad champagne/un chorrito de cognac/unas gotas de bitter/unas gotas de marraschino
Sweet for Ladies: dos tercios vermouth/unas gotitas de angostura/unas gotas de curaçao/servir bien helado
Meme: cuarto vermouth/medio champagne/cuarto cognac/una cucharadita de azúcar/se sacude en la coctelera
Otro: tres cuartos vermouth/cuarto cognac/unas gotas de bitter
Beatriz: mitad champagne/mitad vermouth/unas gotas de cognac

Carezco de conocimientos sólidos en el tema coctelería, pero aun así queda claro que el repertorio precedente dista mucho de  ser amplio,  novedoso o particularmente interesante. De hecho, quizás se trate de una breve lista obtenida  en  algún manual técnico como los que ya existían en esa época.  Pero ése, precisamente, es el mayor interés que nos convoca. Lo importante aquí no son las fórmulas en sí mismas,   sino  el hecho de que un libro sobre cocina de 1949 incluya el tópico de marras como representante casi único de los bebestibles. (1) ¿No es acaso llamativo que se hable de tragos y se omita por  completo  el  tema  vinos,  lo  cual es  poco  menos  que impensable en nuestros días? ¿No tendrá relación con que en ese entonces se transitaba cierta edad de oro de la coctelería argentina, como muchos historiadores especializados afirman? En efecto, así lo creo: basta con leer la lógica de las evidencias pretéritas. Una obra de tamaña popularidad incluía recetas para preparar cocktails por la sencilla razón de que dicha rutina era muy común entre amplios sectores sociales de la Argentina a mediados del siglo XX, especialmente en las clases medias y medias altas.


Doña Petrona no hablaba ni escribía para la gastronomía profesional, sino para las amas de casa. Tal vez muchas de ellas, o sus esposos, aprendieron a preparar un San Martín, un Porteñito o un Manhatan gracias a aquella cocinera de maneras formales pero a la vez campechanas, que logró entrar en los hogares de nuestro país durante más de cincuenta años con su voz, su imagen y sus textos.


Notas:

(1) Por ejemplo, no hay prácticamente nada sobre maridajes, tipos de vinos o su correcto servicio. Al final del libro se incluyen  recetas para elaborar duraznos y cerezas al cognac, uvas en caña, guindado y licores de cacao, ciruelas, duraznos, huevos, leche, naranja, poleo, té y yerba mate.

miércoles, 6 de abril de 2016

Saladeros vs frigoríficos: los inicios de la industria cárnica rioplatense 2

La descripción que hace Alcides D’Orbigny (1) sobre un típico saladero suburbano de la ciudad de Buenos Aires hacia 1830 resulta  imprescindible para entender cuántos problemas de salubridad  generaban los emprendimientos con esas características. Entre otras cosas, la detallada crónica explica el modo de matanza, que comenzaba así: “cuando  llega  el  peón  que  arrea  los  animales,  sin descender del caballo, de una cuchillada diestramente aplicada le corta los garretes posteriores a fin de impedirles caminar;  luego,  otros les dan un golpe en el pescuezo derribándolos  para desangrarlos, o más todavía, si están apurados, le hunden la punta de su gran cuchillo detrás de la  nuca,  de manera de llegar a la médula espinal”.   El   relato   continúa   con   otros sangrientos pormenores, pero lo que más nos interesa es la conclusión final del sabio galo,  quien  asegura:  “el espectáculo de los saladeros es de los más tristes  (…)  Ocho o diez hombres repugnantes de sangre, cuchillo en la mano, degollando, desollando o carneando  a  los  animales  muertos  o  moribundos,  … sesenta  o  cien  cadáveres sangrantes tendidos en algunos centenares de metros de superficie (…) Todo  eso  en medio de los estallidos de risa de los peones y de los gritos de los pájaros de presa que aguardan  su turno o disputan a los perros las partes que les abandonan.”


El cuadro delineado permite inferir fácilmente los peligros de tipo sanitario  y  ambiental generados en semejante contexto. La sangre animal era conducida sin demora hacia el curso de agua más  cercano  (el Riachuelo para el caso de la actual Capital Federal) o simplemente abandonada en charcos hasta que coagulaba por efecto del sol,  mientras que las osamentas y demás restos biológicos se quemaban en fogatas  que ardían durante  días,  cuyo humo llegaba a cubrir un área de varios kilómetros a la redonda. Durante la primera mitad del siglo XIX se elevaron innumerables protestas y denuncias referidas al tópico, pero nada se hizo hasta que fue demasiado tarde. Las epidemias de cólera de 1867 y fiebre amarilla de 1871 pusieron a los saladeros porteños en el ojo de la tormenta, y los efectos devastadores de esta última (más de 20.000 muertos) sellaron el destino de la industria saladeril en los alrededores de Buenos Aires. El 6 de septiembre de 1871 fueron prohibidos los saladeros y sus faenas en el territorio municipal y alrededores. A partir de entonces, quedaron activos únicamente los del interior de la provincia y aquellos establecidos en Entre Ríos. La actividad continuó en paulatino declive hasta la década de 1920, cuando cerró la última factoría de salazón de carnes situada a orillas del río Uruguay.


Sin embargo, sólo en la ciudad de Buenos Aires puede atribuirse dicho ocaso a los problemas derivados del efecto contaminante. En el resto del país, la misma suerte fue producida por el advenimientos de los frigoríficos, que llegaron  para  quedarse.  A la paulatina mejoría de los rodeos vacunos durante las últimas décadas del siglo XIX (con introducción de razas nobles europeas para carne y leche),   se  sumaron  los  hitos  del  frío  aplicado  a  la conservación de productos frescos. El primero de ellos fue el arribo a Buenos Aires del navío Le Frigorifique el 26 de diciembre   de   1876,   luego  de  transportar  carnes conservadas a 0° centígrados según el método creado por el ingeniero francés Charles Tellier. El resultado de la prueba -alentador, pero no óptimo- fue consolidado al año siguiente con el arribo de otro buque galo, esta vez Le Paraguay, que empleaba un sistema denominado Carré-Julien  con temperaturas en el orden de los -20° a -30°. Los informes elevados por Alfredo Biraben, representante de la Sociedad Rural, no pudieron ser más concluyentes en cuanto al rotundo éxito del experimento.


Las secuelas no tardaron en aparecer, como  la apertura del primer frigorífico formalmente establecido en la Argentina, que fue el de Eugenio Terrasson,  fundado  en  San  Nicolás  a comienzos  del  año  1883.  Entre  otros  adelantos,  estaba provisto de una máquina enfriadora Linde con capacidad para congelar 30.000 kilos de carne. Pronto le siguieron The River Plate Fresch, en Campana (noviembre de 1883),  La Negra, en Avellaneda (1884) y Las Palmas, en Zárate (1886). Vale señalar que estos pioneros de la industria del frío estaban enfocados casi exclusivamente en los ovinos, y no fue sino hasta  el  final  del siglo  XIX  que  comenzó  a utilizarse intensivamente la carne bovina, tanto para exportación como para el mercado interno. Durante los años posteriores al 900 se hizo evidente el desarrollo de un nuevo modelo industrial dotado de su propia escenografía edilicia, tan típica de los puertos y otros sectores suburbanos. Eran los grandes frigoríficos con sus enormes plantas de elaboración, sus muelles y sus desvíos ferroviarios. En este último caso, el desarrollo de la actividad frigorífica impulsó el transporte de vacunos en largos trenes de hacienda dotados de vagones especiales. Incluso se tendieron ramales con el único propósito de cargar ejemplares en pie dentro de aquellas regiones más favorecidas por la ganadería extensiva (2).


Hoy nos deleitamos con los típicos asados nacionales e incluso debatimos alegremente sobre las formas adecuadas de cocción, los ingredientes más genuinos y los mejores vinos  para acompañarlos.   Pero no debemos olvidar que ello es el resultado de una evolución tan antigua como la patria misma, iniciada para aprovechar los “sobrantes” del cuero. Así, del saladero al frigorífico, del tasajo al corned beef  y de la carne momificada al bife de chorizo jugoso, los argentinos tenemos toda una historia en cuestiones de nuestra vaca sagrada.

Notas:

(1) Naturalista y explorador francés (1802-1857). Recorrió diferentes regiones de la Argentina entre 1828 y 1832.
(2) Por supuesto que en aquellos tiempos todos los ramales ferroviarios y sus estaciones prestaban el abanico completo de servicios (pasajeros, encomiendas, telégrafo, carga y hacienda), pero muchos de ellos tenían su razón de ser y su mayor tráfico en el movimiento ganadero, especialmente dentro de la provincia de Buenos Aires.


martes, 22 de marzo de 2016

Comida de barcos, comida de inmigrantes

El número de inmigrantes de ultramar arribados a la República Argentina en el período 1857-1920 alcanzó los 4.888.264 individuos,  entendiendo  como  tales  a todos aquellos  comprendidos  en  la  letra  de  la  ley, es   decir,   “personas  libres  de  defectos  físicos   o enfermedades, que lleguen en un barco a vapor o a vela, en segunda o tercera clase, y que tengan menos de 60 años”  (1).  De toda  esa  enorme  masa  humana  que alguna vez pisara nuestro suelo quedó  un saldo neto de 2.519.743 personas, ya que el resto volvió a emigrar en muy  poco  tiempo, tanto de regreso a sus países de origen como a terceras naciones. Los italianos tuvieron una fuerte predominancia en el saldo final de arraigados (42,5%), seguidos por los españoles (33,5%). Con el siempre imperecedero pretexto de los viejos consumos, hoy nos vamos a enfocar sobre dos tópicos fundamentales mencionados entre los datos precedentes: los italianos y los barcos.


En 1920, el escritor inglés David H. Lawrence (1885-1930)    reseñó  un  periplo  de  cabotaje  por  el Mediterráneo en la segunda clase de cierto vapor italiano, más precisamente entre Palermo y Cagliari, capitales de Sicilia y Cerdeña (2). Queda claro que no se trata de un viaje a América, pero las similitudes de época, tipo de barco y categoría del pasaje (3) lo familiarizan  con  todo  aquello  experimentado  por  millones de emigrantes peninsulares  venidos  a  la Argentina entre finales del XIX y principios del XX.  Y si a eso le agregamos que el autor hace un relato detallado del almuerzo  y  la cena a bordo (aunque bastante teñido de una animosidad que alcanza bordes de xenofobia,  como  veremos), bien podemos tomar lo expuesto como un cuadro típico de la vida de los pasajeros en los buques de ese tiempo. Tal es nuestro interés, y en él nos vamos a encuadrar.


Debido a que el recorrido efectuado por el escritor dura apenas un día y medio, sólo tiene oportunidad de almorzar y cenar una vez. En el primer caso, el menú comienza por una “gran fuente de densa,  aceitosa sopa de coles,  muy  llena, chorreando por los costados”.   A  ella  le  sigue  la “maciza omelette amarilla, como un tronco de madera biliosa.  Es dura y pesada,  cocinada con el mismo aceite  de  oliva  rancio  de siempre”.  Después,  “una porción  de  la  inevitable  carne, cortada en innumerables fetas (…) acompañada por una salsa de marrón neutralidad”.   Para  el postre  peras,  naranjas, manzanas,  y  finalmente  café  con pastelitos.    El   tono ácidamente crítico del literato no mejora en la cena, cuando le sirven macarrones con salsa de tomate que califica como “una comida impropia del mar”. El segundo plato consiste en calamaretti fritos, “considerados una delicia, pero más duros que la goma de las Indias, cartilaginosos a más no poder”. Posteriormente vuelve la carne con salsa, las frutas y el café con pastelitos. En la sobremesa, varios pasajeros deciden compartir una botella de vino Marsala (que se abonaba aparte), siendo esa la única mención de bebidas alcohólicas


Antes de reflexionar sobre el tono fastidioso de Lawrence, recapitulemos los menús del almuerzo y de la cena sin olvidar  las distancias geográficas y cronológicas: estamos frente a comidas servidas  a bordo de un barco italiano hace casi cien años.

Almuerzo: sopa de coles, omelette, carne con salsa, frutas, café y pastelitos.
Cena: macarrones con salsa de tomate, calamaretti fritos, carne con salsa, frutas, café y pastelitos.


En mi opinión no está nada mal para una segunda clase, por variedad y cantidad (todo es abundante), pero vale la pena, ahora sí,  detenerse en las numerosas adjetivaciones del autor. Revisando su historia,  queda  claro  que  David  H. Lawrence era un inglés bastante delicado y muy susceptible en  cuanto  a sus  gustos, que además sentía aversión por los pueblos europeos  del  Mediterráneo.  Ello  se  observa nítidamente  en  toda  la  narración,  incluso  fuera  de  lo gastronómico: no  le  gustan  los  italianos,  ni  su  forma  de hablar, ni su forma de vestir, ni sus ciudades, ni sus barcos. Si repasamos lo que dice sobre las comidas, no encuentra nada bueno: le molestan las porciones abundantes,  le molesta el aceite  de  oliva,  le molestan las frituras  y  le molesta  la carne cortada en fetas,   pero además critica el servicio por excesivamente numeroso (había pocos pasajeros y muchos mozos, a quienes califica de “moscardones”) y hasta desliza comentarios de fastidio sobre la fruta (“de pulpa amarillenta y corazón maderoso”) y el Marsala (“líquido marrón”). Lo único que no genera su rechazo directo son los macarrones (pero  son  “impropios del mar”),  el  café  y  los pastelitos. Más adelante acusa a la tripulación de quedarse para sí la comida buena porque logra atisbar pollos y salchichas a través de una ventana de la cocina.  Amén de ser un evidente apriorismo (el viaje no terminaba en Cerdeña,  por lo cual podía tratarse de productos para los próximos días, o para la primera clase), sólo a un súbdito británico pueden parecerles más interesantes el pollo y las salchichas que, por ejemplo, los calamaretti fritos. Quizás los cocineros navales no eran los mejores, ni los más esmerados, pero es imprescindible entender que el valor histórico del testimonio queda opacado por los reproches casi chauvinistas de quien lo escribió.


De todos modos,  eso no nos importa. Nosotros tenemos nuestra propia mirada sobre el tema, que incluye destacar la  presencia  de  preparaciones  típicas  italianas  y  hasta regionales, como los calamaretti, los macarrones y la sopa de col (4), varias de las cuales florecieron  luego en las cantinas argentinas. A través de un caso ejemplificador, hemos podido ilustrarnos sobre  algunas  cosas  que  alimentaron  a  muchos  de  nuestros antepasados en pleno y doloroso proceso de la migración, cuando abandonaron su patria nativa para dirigirse hacia a su patria soñada.

Notas:

(1) Ley de Inmigración de 1876, también llamada Ley Avellaneda.
(2) El relato se llamó El Mar y fue publicado en 1921.
(3) Casi todos los barcos de entonces contaban con primera, segunda y tercera clase. Vimos que la ley consideraba inmigrantes a los que viajaban en  las dos últimas, dado que los pasajeros de primera eran apuntados como viajeros ocasionales (puro sentido común: alguien que abandona su país por razones económicas o sociales no saca el pasaje más caro). Lo importante es que el dato le proporciona mayor valor al testimonio de Lawrence,  que viajó en segunda.  ¿Cómo sería la comida de tercera?  Supongo que no tendría diferencia sustancial con la de segunda en cuanto al tipo de viandas   (era innecesariamente engorroso para la cocina elaborar paltos diferenciales para una y otra, cosa que ya estaba obligada a hacer con la primera), pero sí a su variedad: tal vez sopa, un plato de pasta o de carne, y fruta.
(4) Aunque es históricamente común a todo el continente europeo, la sopa de col representa una especialidad  en varias zonas de Italia, como la Toscana y la Lombardía. En esta última se utiliza el repollo colorado propio de la región, conocido como Col Lombarda


sábado, 12 de marzo de 2016

Saladeros vs frigoríficos: los inicios de la industria cárnica rioplatense 1

De acuerdo con la completa información plasmada por Alfredo J. Montoya en Historia de los Saladeros Argentinos,  el  ganado bovino del Río de la Plata tuvo su origen en las vacas y los toros que condujo Garay desde Asunción hacia las fundaciones de Santa Fe y  Buenos Aires en 1573  y  1580,  respectivamente,  y en la haciendas que se trajeron durante sucesivos arreos desde Córdoba y Santiago del Estero. Estas últimas reconocían a su vez diferentes procedencias,  como  Chile  y  Perú,  mientras que las del Paraguay parecen tener su origen en cierta sección  administrativa  de  las  colonias  portuguesas llamada Capitanía de San Vicente (actual Río de Janeiro). Lo cierto es que los vacunos se difundieron extraordinariamente en las décadas  y  siglos subsiguientes gracias a los pastos fértiles y abundantes aguadas que existían en las indómitas llanuras bonaerenses.


Analizando semejante contexto, es muy fácil caer en el error de considerar tamaña abundancia vacuna como proveedora de carne. Bien al contrario, los registros de la época señalan inequívocamente  todo  lo  contrario.  En 1617,  el Capitán Manuel Frías elevó un memorial al rey exponiendo diversas consideraciones sobre la economía de la colonia rioplatense, entre las cuales señalaba que “para solo sacar el cuero se mata mucha cantidad de reses sin aprovechar más que el cuero  y  el sebo,  porque la carne se queda perdida en el campo”. En otras palabras (aunque hoy cueste creerlo), todo lo comestible era abandonado y permanecía allí a merced de las  alimañas  y  los animales  salvajes.   Sólo  un  pequeño porcentaje de ese inmenso tonelaje cárnico correspondía al consumo de la población y se registran pocas exportaciones de cecina (1) con destino Río de Janeiro,  Pernambuco y Angola entre 1605 y 1655, todas en volúmenes inferiores a cincuenta barricas.


La situación no se modificó hasta que los cambios políticos de 1810  crearon nuevas condiciones para el desenvolvimiento de la industria que nos ocupa, a tal punto y con tanta rapidez que el 13 de octubre de ese mismo año, el Correo de Comercio publicaba el siguiente aviso: “nos  es  muy  grato  anunciar  al público que en la Ensenada de Barragán ha podido Don Roberto Staples  formalizar  una  fábrica  de carnes aladas, la cual está ya en exercicio (…) Tan benéfico establecimiento  sin  dudas  prosperará aprovechándose útilmente la abundancia de carnes que nuestros hacendados perdían antes por falta de objetos de industria como el presente. Les damos este aviso para que puedan dirigirse a aquel factor los que deseen el fruto de sus ganados.”   La inversión total declarada del emprendimiento pionero rondó cercano a los 52.000 duros (2), incluyendo los salarios de sesenta operarios comunes, ocho toneleros y dos carpinteros.  Pocos años después, el sector cobró mayor impulso con la puesta en funcionamiento de otro saladero ubicado en Gualeguay, Entre Ríos (Valerio Arditi), y varios en ambas márgenes del Riachuelo, entre los que se destacaba el de Dorrego, Rosas y Terrero.


Para elaborar el tasajo, principal derivado cárnico exportable de la época, se cortaban lonjas angostas de carne desgrasada que eran colocadas sobre un cuero cubierto con una capa de sal. A esta primera postura  de  sal  y  carne le iban sucediendo otras hasta formar pilas cuadradas relativamente altas que permanecían así durante diez o quince días.   Más tarde, la materia prima saturada de sal se exponía diariamente al aire colgada en cuerdas (durante la noche se la resguardaba otra vez bajo techo)  para lograr su deshidratación completa. El proceso concluía con el fraccionamiento en barriles de madera agregando un poco más de sal para asegurar la  conservación  por  varios meses. Independientemente de los cueros  (un negocio aparte cuyo principal cliente era Inglaterra), la exportación de tasajo tenía a Brasil y Cuba como destinos prácticamente excluyentes (3). El siguiente es un típico cuadro ilustrativo de la década de 1860 sobre exportaciones argentinas, obtenido de una estadística de aquel tiempo. Queda claro que, por ese entonces, nuestras producciones enfocadas en el comercio exterior se limitaban a los productos primarios de la ganadería con escaso o nulo valor agregado.


Era la época de oro de los saladeros, cuando se llegaron a carnear anualmente más de 550.000 cabezas vacunas. La industria de referencia se concentraba sobre la costa de la provincia de Buenos Aires  (Ensenada, Magdalena, General Lavalle, San Nicolás, San Pedro, Zárate, Mar del Plata, Patagones ),  en algunos lugares de su interior  (Morón, Chivilcoy, Chascomús)  y  muy especialmente en ambas orillas del Riachuelo,  a  pocos kilómetros del centro de la ciudad porteña. Allí eran sitas las famosas factorías de Antonio Cambaceres, Santa María  y  Llambí,  Saavedra  y  Armstrong,  Jorge Dowdal,  Marcos Muñoa, Senillosa y Cía., Herrea y Baudrix, Manuel Cobo, Emilio Carranza y Gerónimo Soler (orilla Sur),  así como las de Cándido Pizarro,  Simón Pereyra,  Patrico Brown, Guillermo Dowdal, Julio Pantoto y Guillermo Quirno (orilla Norte).


Pero ese auge no iba a durar mucho tiempo. Los saladeros eran también focos de contaminación tan sórdidos y faltos de higiene que incluso llegaron a impresionar de manera viva (y desagradable) a numerosos visitantes ocasionales, incluyendo cronistas viajeros del exterior que habían recorrido el mundo  y  visto “casi todo”.   En  los  años siguientes, algunas pestes que azotaron Buenos Aires comenzaron a sellar lentamente el destino de la antigua industria saladeril,  sumadas  al  inicio  contemporáneo  de  una  novedosa tecnología competidora: el frigorífico. De ello hablaremos muy pronto, en la segunda y última entrada de esta serie.

                                                         CONTINUARÁ…

Notas:

(1) Sinónimo del tasajo. No deben confundirse cecina o tasajo con el charque o charqui, ya que este último (al menos es su versión original quechua) consiste en carne secada 100% al sol con prescindencia completa de sal . Desde luego, la desventaja del charque es que solamente puede ser preparado en regiones extremadamente secas, ya que de otro modo se pudre al cabo de pocos días.
(2) El duro era un popularísimo término monetario español empleado para definir la equivalencia de cinco pesetas. Aunque no era oficial ni formal, se lo puede ubicar sin problemas en todo tipo de documentos y testimonios de los siglos XIX y XX.
(3) Si bien hoy no es un alimento de consumo extendido, el tasajo aún se utiliza en muchos lugares de América Latina para preparar diferentes comidas de impronta afroamericana, y esa relación con la población de color no es casual. De hecho, en su época de esplendor productivo, se lo consideraba comida de esclavos. Nunca tuvo aceptación entre el público argentino, acostumbrado a la carne fresca de oferta abundante y accesible. Lo cierto es que en las recetas actuales el tasajo debe ser hervido durante varias horas y completamente desmenuzado. 


jueves, 18 de febrero de 2016

Cordial, el licor de la "Belle Époque"

Cuando buscamos descripciones técnicas precisas y definidas,  pocos términos asociados al mundo de las bebidas son tan esquivos  como  el  de  Cordial.  Sin  embargo,  sus  distintos significados sobrevuelan siempre alrededor del universo de los licores dulces.  Tanto Cordial a secas como Cordial Medoc  o Cherry  Cordial  nos llevan invariablemente hacia dicho grupo de productos,  aunque  es posible  encontrar  otros  usos  no alcoholíferos referidos al vocablo que nos ocupa, tanto entre los bebestibles  (1)  como  fuera  de  ellos  (2).   Revisando someramente la historia de los cordiales, podemos concluir lo siguiente:  el Cordial es un licor basado en la maceración de alguna fruta roja de baya como la frambuesa  o  la cereza, mientras que el Cherry Cordial se refiere específicamente a esta última,   además  de incorporar el ingrediente visual del color rojo (el Cordial común es casi incoloro, con una leve inclinación hacia el amarillo verdoso).  Por  su  parte,  el  Cordial  Medoc  fue  una variante elaborada en Francia en base a destilados de vinos, también oscura, tan famosa en su tiempo como lo fueron las otras dos. Pero este blog se ocupa específicamente de las historia de los consumos en la Argentina del ayer, y veremos que hay mucho para decir sobre el particular, lo cual avalamos degustando una antigua botella de afamada marca internacional.


No es la primera vez que hacemos mención del profuso dispendio de licores dulces que se hacía en estas tierras durante la segunda mitad del siglo XIX  y  la primera del XX. Si hablamos en concreto de Cordial en cualquiera de sus formas, podemos encontrar muchas referencias históricas de tipo documental y testimonial ubicadas entre 1880 y 1920. Ese dato nos llevó a titular esta entrada tal como lo hemos hecho, dado  que  los licores cordiales en Argentina parecen haber transitado su edad de oro en concordancia con aquel período llamado comúnmente Belle Époque. Las evidencias que podríamos señalar para sostenerlo son incontables, desde escritos literarios hasta propagandas en diarios y revistas, pero preferimos volcar un par de textos oficiales por su carácter incontrovertible. A uno de ellos lo hemos pormenorizado aquí mismo hace muy poco:   el  capítulo  de comercio del Censo 1887 de la Ciudad de Buenos Aires, donde se incluyen dos marcas de Cherry Cordial  asequibles en las tiendas porteñas de esos días: Peter Herenges y Peter Jurgenzen. Años más tarde, el 29 de diciembre de 1904, el Boletín Oficial de la República Argentina dejó constancia de la solicitud de la marca genérica Cordial Medoc por parte del reconocido fabricante galo G.A. Jourde , de Burdeos (podemos ver una añosa botella al costado de este párrafo ).


La buena fortuna, sumada a la gentileza de un amigo,  nos puso frente  una botella de Cordial Campari con más de treinta años de antigüedad,  perteneciente  a  uno  de  los  tantos  y entrecortados períodos en que nuestro país recibió tal tipo de importaciones.  El momento  escogido  para  su  cata  fue  la sobremesa de una excelente cena con la participación de los entendidos Jorge Martínez, Antonio Fernández (benefactor que donó el ejemplar), Enrique Devito, Alejo Berraz, Sebastián Nazábal,  Guillermo Murias,  Carlos González  y  José  Luis Belluscio, quienes acompañaron al que suscribe en el análisis del producto. Antes que nada, es bueno saber que Campari elaboró  el  artículo  en  cuestión  desde  1860  hasta  2003, cuando fue definitivamente discontinuado.  Nuestra botella era  un genuino espécimen salido de la planta de Milán, datado casi con seguridad entre los años 1979  y 1983 (3). Además de esa certeza, los datos ubicados en el envase nos proporcionaron un par de referencias adicionales: licor de frambuesas de 36 grados de alcohol, introducido al país por la casa Dellepiane.


La ingesta previa e incluso simultánea de otros buenos líquidos (mojito, pisco sour, whisky escocés de primera marca, sin contar  varias  botellas  de  vinos blancos   y tintos) no impidió una unánime e instantánea ponderación de la calidad del Cordial apenas después de servido. Su color  bien  pálido  con  muy  tenues  reflejos   verde-amarillentos no parecía insinuar el carácter noblemente espirituoso del aroma,  en  el que sobresalía la limpieza de un magnífico alcohol vínico empleado como base. El gusto  no  se  quedó atrás:  notas  muy  delicadas  de frambuesa  en  sintonía con ciertos  tonos  apenas especiados y mentolados,  pero dentro  del  perfecto equilibrio sostenido por un dulzor bien moderado y el constante fondo de alcohol añejo de primera calidad.   Además del previsible qué bueno está,  uno de los comentarios más escuchados fue que seguramente ya no se elaboran alcoholes de tamaña calidad, y eso es tristemente cierto. La inmensa mayoría de los licores dulces de hoy (con excepción de raras y escasa marcas extranjeras) transitan por el camino del sabor exacerbado a fruta y el dulzor empalagoso, bien contrario al prototipo de elegancia, complejidad y evidente durabilidad que nos tocó probar.


Ya sabemos lo que sentían los argentinos que bebían cordiales hace cien años, y no podemos menos que envidiarlos: a diferencia de nosotros, estaban acostumbrados a una calidad que hoy no sólo  resulta difícil de producir o de adquirir, sino incluso de imaginar.

Notas:

(1) Especialmente en las poblaciones angloparlantes, la expresión Cordial se utiliza asimismo para los jugos concentrados de fruta. Lo hemos visto cuando revisamos el viejo libro de stock de 1898 del Ferrocarril del Sud, más precisamente en la entrada sobre las bebidas sin alcohol. En aquella ocasión fue el Lime Juice Cordial (jugo de lima dulce), que se empleaba en la preparación de cócteles y mezclas varias. Al respecto, hay bastante material publicitario de época en la web.


(2) En USA, además, se acostumbra llamar Cherry Cordial a los bombones rellenos con cerezas y almíbar.


(3) El dato más revelador fue la mención de cierto requerimiento legal de tipo numérico fechado en 1979, lo cual indica que no puede ser anterior a ese año, mientras que en 1983 se cerró la importación de artículos denominados “suntuarios” (como son los licores según nuestras leyes impositivas). Descartamos la pertenencia al siguiente período de apertura (1990-2001) por otros vestigios que omitimos enumerar, dado lo engorrosa que resultaría su explicación.

martes, 9 de febrero de 2016

El cine nacional y su mirada sobre los bares porteños a lo largo del siglo XX

Allá por setiembre de 2014, en ocasión de celebrarse los 150 años  de  El  Federal,  comenzamos una entrada alusiva al tema asegurando lo siguiente:  “pocas cosas resultan tan caras a la idiosincrasia de los porteños como sus cafés, con todo el contenido que eso implica: el encuentro, los amigos, la espera, la charla y otras situaciones que conforman un espíritu único y singular”. Nada de lo dicho ha cambiado desde entonces hasta hoy,  y bien cabe asegurar que la frase representa  un cuadro de situación bastante acertado en torno al ambiente de los bares de Buenos Aires. Pero sabemos que el origen del rubro es tan antiguo como la patria misma, dado que existen numerosos testimonios sobre su presencia en los tiempos de la Revolución de Mayo. Ahora bien, considerando los dos siglos de historia implícitos en ello, la pregunta que uno puede hacerse es la siguiente: ¿fue siempre así, o acaso el típico bar porteño tuvo alguna vez otras connotaciones? Para responder tal interrogante trazaremos una ligazón entre el tópico de los bares y una de sus mayores fuentes testimoniales: el cine argentino.


Pensar que las actividades comerciales gastronómicas se mantuvieron inalterables durante dos siglos equivale a negar los enormes cambios económicos y sociales que vivió el país. Por  eso,  queda claro que los comercios de nuestro interés se fueron transformando con el correr de las décadas,   tanto como lo hicieron sus eternos parroquianos. Hay, por ejemplo, suficientes evidencias como para afirmar que los bares fueron sitios más bien marginales hasta bien  entrado  el  siglo  XX, empezando por su ambiente casi exclusivamente masculino. Y digo casi porque las únicas excepciones a esa regla no escrita tenían que ver con el comercio sexual. Así, en los bares de 1870, 1890 o 1910 podían encontrarse dos posibles cuadros de situación: eran lugares poblados de hombres solitarios (inmigrantes recién arribados, trabajadores solteros, bebedores patológicos, etc.), o eran reductos que enmascaraban el funcionamiento de prostíbulos. Algunos contaban con “divertimentos” accesorios, como riñas de gallos o juegos de cartas, bochas y billares, pero siempre por dinero.   De  un modo u otro, hablamos de locales sórdidos a los que no asistían las mujeres decentes ni los hombres honrados. Sin embargo, el paso de los decenios reemplazaría lentamente esas estampas casi temibles por otras mucho más amigables.


Decíamos que el cine nacional supo registrar el fenómeno con toda su capacidad visual e histriónica. Las obras que presentan el tópico del bar urbano son casi innumerables, pero decidimos citar tres casos testigos correspondientes a sendos períodos del séptimo arte vernáculo (los inicios, la época de oro y el fin del siglo XX), cuyas respectivas secuencias resultan bien representativas de lo que sostenemos. La primera es la legendaria película Tango, de 1933, que gira en torno a los tiempos fundacionales de ese género musical. El momento que nos interesa muestra un  lóbrego comercio de paredes oscuras, ventanas pequeñas y ambiente viciado por el humo del tabaco.  Hay muchas mujeres presentes, pero ellas no están allí para matar el tiempo, sino para ejercer el llamado oficio más viejo del mundo. Los masculinos portan semblantes bien acordes con el término que se usaba en la época: son gente de avería. En las mesas se consumen café y bebidas alcohólicas fuertes. No obstante, la mayor impresión que surge de la secuencia no está dada por las actividades non sanctas que  se practican en el lugar, sino  por  el  entorno  general  de tristeza y abatimiento, de una amargura característica en  personas que han sido llevadas a cierta situación  por las circunstancias de la vida, más que por voluntad propia.


Menos de veinte años después,   lo que podemos apreciar en El Hincha (1951) corresponde a una realidad completamente diferente. El bar ya no es un sitio oscuro ni está relacionado a las actividades propias de la noche. Bien al contrario, se trata del honesto negocio de barrio regenteado por un respetable comerciante  y su  hija,  al que asiste cierto grupo de amigos luego de un partido de fútbol. El ambiente, en este caso, destila bullicio, alegría y emociones “sanas” que nada tienen que ver con la marginalidad delineada en la cinta anterior.    En  las mesas hay muchas botellas de cerveza, pero su presencia no parece sugerir ningún tipo de adicción, sino más bien el simple consumo bebestible capaz de matizar una charla poblada de ingredientes futbolísticos. En general, todo el cuadro carece de elementos “pecaminosos”: estamos ahora en un ámbito afable, bien iluminado, de actividades diurnas, al que concurren familias y amigos como parte de la vida tradicional de vecindario en el viejo Buenos Aires.


Otro salto en el tiempo nos lleva a 1981, cuando  lo plasmado en Gran Valor en la Facultad de Medicina parece estar en las antípodas de todo lo anterior. Como el propio nombre de la cinta sugiere, este bar se  sitúa en  las  inmediaciones  de  un  centro  de estudios universitarios.  Nada queda ya de fútbol, alcohol o conductas ilícitas. El comercio de marras está frecuentado  por  estudiantes  y  profesores prolijamente vestidos (muchos de ellos con corbata), quienes parecen estar allí en forma previa, posterior o intermedia entre clases.  Sólo se consume café mientras se repasan apuntes y libros. Hay personas fumando y ceniceros dispuestos para ello, pero no se percibe la pesadumbre ambiental del tabaco. Algunos detalles, como el televisor,  marcan el abismo tecnológico que separa a ésta de las épocas anteriores, pero lo más importante es que la secuencia nos pone frente a un contexto que vuelve casi irreconocibles los casos anteriores.    Los  bares porteños ya no son reductos de aspecto turbio, como en la década del treinta, ni locales donde se reúnen diariamente los amigos del barrio, como en los años cincuenta. En los años ochenta son sitios pulcros, de carácter utilitario, donde estudiantes, oficinistas y profesionales van a tomar una infusión durante alguna pausa en el moderno y diario trajín.


Lo visto nos permite percibir las transformaciones que sufrieron los bares de la ciudad según se sucedían las épocas, pero sobre todo a la idea que de ellos se tenía entre la población. Y el cine argentino supo dejar registro en muchas de sus obras para que nosotros, décadas después, podamos entender algo más acerca de nuestro pasado.