Allá por setiembre de 2014, en ocasión de celebrarse los 150
años de El Federal, comenzamos una
entrada alusiva al tema asegurando lo siguiente: “pocas cosas resultan tan caras a la idiosincrasia de los porteños como
sus cafés, con todo el contenido que eso implica: el encuentro, los amigos, la
espera, la charla y otras situaciones que conforman un espíritu único y
singular”. Nada de lo dicho ha cambiado desde entonces hasta hoy, y bien
cabe asegurar que la frase representa un
cuadro de situación bastante acertado en torno al ambiente de los bares de Buenos
Aires. Pero sabemos que el origen del rubro es tan antiguo como la patria
misma, dado que existen numerosos testimonios sobre su presencia en los tiempos
de la Revolución de Mayo. Ahora bien, considerando los dos siglos de historia
implícitos en ello, la pregunta que uno puede hacerse es la siguiente: ¿fue
siempre así, o acaso el típico bar porteño
tuvo alguna vez otras connotaciones? Para responder tal interrogante trazaremos una ligazón entre el
tópico de los bares y una de sus mayores fuentes testimoniales: el cine
argentino.
Pensar que las actividades comerciales gastronómicas se
mantuvieron inalterables durante dos siglos equivale a negar los enormes
cambios económicos y sociales que vivió el país. Por eso, queda claro que
los comercios de nuestro interés se fueron transformando con el correr de las
décadas, tanto como lo hicieron sus eternos parroquianos. Hay, por ejemplo, suficientes evidencias como para afirmar que
los bares fueron sitios más bien marginales
hasta bien entrado el siglo XX, empezando por su ambiente casi exclusivamente
masculino. Y digo casi porque las
únicas excepciones a esa regla no escrita tenían que ver con el comercio
sexual. Así, en los bares de 1870, 1890 o 1910 podían encontrarse dos posibles
cuadros de situación: eran lugares poblados de hombres solitarios (inmigrantes recién arribados, trabajadores solteros, bebedores patológicos,
etc.), o eran reductos que enmascaraban el funcionamiento de prostíbulos. Algunos
contaban con “divertimentos” accesorios, como riñas de gallos o juegos de
cartas, bochas y billares, pero siempre por dinero. De un modo u otro, hablamos
de locales sórdidos a los que no asistían las mujeres decentes ni los hombres
honrados. Sin embargo, el paso de los decenios reemplazaría lentamente esas estampas
casi temibles por otras mucho más amigables.
Decíamos que el cine nacional supo registrar el fenómeno con toda su capacidad visual e histriónica. Las obras que
presentan el tópico del bar urbano son casi innumerables, pero decidimos citar
tres casos testigos correspondientes a sendos períodos del séptimo arte
vernáculo (los inicios, la época de oro y el fin del siglo XX), cuyas respectivas secuencias resultan bien representativas
de lo que sostenemos. La primera es la legendaria película Tango, de 1933, que gira
en torno a los tiempos fundacionales de ese género musical. El momento que nos
interesa muestra un lóbrego comercio de paredes oscuras, ventanas
pequeñas y ambiente viciado por el humo del tabaco. Hay muchas mujeres
presentes, pero ellas no están allí para matar el tiempo, sino para
ejercer el llamado oficio más viejo del
mundo. Los masculinos portan semblantes bien acordes con el término que se
usaba en la época: son gente de avería.
En las mesas se consumen café y bebidas alcohólicas fuertes. No obstante, la
mayor impresión que surge de la secuencia no está dada por las actividades non sanctas que se practican en el lugar, sino por el entorno general de tristeza y abatimiento, de una amargura característica en personas que han sido llevadas a cierta
situación por las circunstancias de la
vida, más que por voluntad propia.
Menos de veinte años después, lo que podemos apreciar en El Hincha (1951) corresponde a una
realidad completamente diferente. El bar ya no es un sitio oscuro
ni está relacionado a las actividades propias de la noche. Bien al contrario,
se trata del honesto negocio de barrio regenteado por un respetable comerciante y su hija, al que asiste cierto grupo de amigos luego de un partido de fútbol.
El ambiente, en este caso, destila bullicio, alegría y emociones “sanas” que
nada tienen que ver con la marginalidad delineada en la cinta anterior. En las
mesas hay muchas botellas de cerveza, pero su presencia no parece sugerir
ningún tipo de adicción, sino más bien el simple consumo bebestible capaz de
matizar una charla poblada de ingredientes futbolísticos. En general, todo el
cuadro carece de elementos “pecaminosos”: estamos ahora en un
ámbito afable, bien iluminado, de actividades diurnas, al que concurren
familias y amigos como parte de la vida tradicional de vecindario en el viejo
Buenos Aires.
Otro salto en el tiempo nos lleva a 1981, cuando lo plasmado en Gran Valor en la Facultad de Medicina parece estar en las antípodas
de todo lo anterior. Como el propio nombre de la cinta sugiere,
este bar se sitúa en las inmediaciones de un centro de estudios universitarios. Nada queda ya de fútbol, alcohol o conductas ilícitas. El comercio de marras
está frecuentado por estudiantes y profesores prolijamente vestidos (muchos de
ellos con corbata), quienes parecen estar allí en forma previa, posterior o
intermedia entre clases. Sólo se consume café mientras se repasan apuntes y
libros. Hay personas fumando y ceniceros dispuestos para ello, pero no se
percibe la pesadumbre ambiental del tabaco. Algunos detalles, como el
televisor, marcan el abismo tecnológico
que separa a ésta de las épocas anteriores, pero lo más importante es que la
secuencia nos pone frente a un contexto que vuelve casi irreconocibles los
casos anteriores. Los bares porteños ya no son reductos de aspecto turbio, como
en la década del treinta, ni locales donde se reúnen diariamente los amigos del
barrio, como en los años cincuenta. En los años ochenta son sitios pulcros, de carácter utilitario, donde estudiantes,
oficinistas y profesionales van a tomar una infusión
durante alguna pausa en el moderno y diario trajín.
Lo visto nos permite percibir las transformaciones que sufrieron los
bares de la ciudad según se sucedían las épocas, pero sobre todo a la idea que de ellos
se tenía entre la población. Y el cine argentino supo dejar registro en muchas
de sus obras para que nosotros, décadas después, podamos entender algo más acerca de nuestro pasado.
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