El número de inmigrantes de ultramar arribados a la
República Argentina en el período 1857-1920 alcanzó los 4.888.264 individuos, entendiendo como tales a todos aquellos comprendidos en la letra de la ley, es decir, “personas libres de defectos físicos o enfermedades, que lleguen en un barco a vapor o a vela, en segunda o
tercera clase, y que tengan menos de 60 años” (1). De toda esa enorme masa humana que alguna vez pisara nuestro suelo quedó un saldo neto de 2.519.743 personas, ya que
el resto volvió a emigrar en muy poco tiempo, tanto de regreso a sus países de
origen como a terceras naciones. Los italianos tuvieron una fuerte
predominancia en el saldo final de arraigados (42,5%), seguidos por los
españoles (33,5%). Con el siempre imperecedero pretexto de los viejos consumos,
hoy nos vamos a enfocar sobre dos tópicos fundamentales mencionados entre los
datos precedentes: los italianos y los barcos.
En 1920, el escritor inglés David H. Lawrence (1885-1930) reseñó un periplo de cabotaje por el Mediterráneo en la segunda clase de cierto
vapor italiano, más precisamente entre Palermo
y Cagliari, capitales de Sicilia
y Cerdeña (2). Queda claro que no se trata de un viaje a América, pero las
similitudes de época, tipo de barco y categoría del pasaje (3) lo familiarizan con todo aquello experimentado por
millones de emigrantes peninsulares venidos a la Argentina entre finales
del XIX y principios del XX. Y si a eso le agregamos que el autor hace un
relato detallado del almuerzo y la cena a bordo (aunque bastante teñido de una
animosidad que alcanza bordes de xenofobia, como veremos), bien podemos tomar
lo expuesto como un cuadro típico de la vida de los pasajeros en los
buques de ese tiempo. Tal es nuestro interés, y en él nos vamos a encuadrar.
Debido a que el recorrido efectuado por el escritor dura apenas
un día y medio, sólo tiene oportunidad de almorzar y cenar una vez. En el
primer caso, el menú comienza por una “gran
fuente de densa, aceitosa sopa de coles, muy llena, chorreando por los
costados”. A ella le sigue la “maciza
omelette amarilla, como un tronco de madera biliosa. Es dura y pesada, cocinada
con el mismo aceite de oliva rancio de siempre”. Después, “una porción de la inevitable carne, cortada
en innumerables fetas (…) acompañada por una salsa de marrón neutralidad”. Para el postre peras, naranjas, manzanas, y finalmente café con pastelitos. El tono ácidamente crítico del literato no
mejora en la cena, cuando le sirven macarrones con salsa de tomate que califica
como “una comida impropia del mar”.
El segundo plato consiste en calamaretti fritos,
“considerados una delicia, pero más duros
que la goma de las Indias, cartilaginosos a más no poder”. Posteriormente
vuelve la carne con salsa, las frutas y el café con pastelitos. En la
sobremesa, varios pasajeros deciden compartir una botella de vino Marsala (que se abonaba aparte), siendo
esa la única mención de bebidas
alcohólicas
Antes de reflexionar sobre el tono fastidioso de Lawrence,
recapitulemos los menús del almuerzo y de la cena sin olvidar las distancias geográficas y cronológicas:
estamos frente a comidas servidas a
bordo de un barco italiano hace casi cien años.
Almuerzo: sopa de coles, omelette, carne con salsa,
frutas, café y pastelitos.
Cena: macarrones con salsa de tomate, calamaretti
fritos, carne con salsa, frutas, café y pastelitos.
En mi opinión no está nada mal para una segunda clase, por
variedad y cantidad (todo es abundante), pero vale la pena, ahora sí, detenerse
en las numerosas adjetivaciones del autor. Revisando su historia, queda claro que David H. Lawrence era un inglés bastante delicado y muy susceptible en cuanto a sus gustos, que además sentía aversión por los pueblos europeos del Mediterráneo. Ello se observa nítidamente en toda la narración, incluso fuera de lo gastronómico: no le gustan los italianos, ni su forma de hablar, ni su forma de vestir, ni sus ciudades, ni
sus barcos. Si repasamos lo que dice sobre las comidas, no encuentra nada
bueno: le molestan las porciones abundantes, le molesta el aceite de oliva, le
molestan las frituras y le molesta la
carne cortada en fetas, pero además
critica el servicio por excesivamente numeroso (había pocos pasajeros y muchos
mozos, a quienes califica de “moscardones”) y hasta desliza comentarios de
fastidio sobre la fruta (“de pulpa
amarillenta y corazón maderoso”) y el Marsala (“líquido marrón”). Lo único que no genera su rechazo directo son
los macarrones (pero son “impropios del mar”), el café y los pastelitos. Más
adelante acusa a la tripulación de quedarse para sí la comida buena porque
logra atisbar pollos y salchichas a través de una ventana de la cocina. Amén de
ser un evidente apriorismo (el viaje no terminaba en Cerdeña, por lo cual podía
tratarse de productos para los próximos días, o para la primera clase), sólo a
un súbdito británico pueden parecerles más interesantes el pollo y las
salchichas que, por ejemplo, los calamaretti
fritos. Quizás los cocineros navales no eran los mejores, ni los más
esmerados, pero es imprescindible entender que el valor histórico del
testimonio queda opacado por los reproches casi chauvinistas de quien lo
escribió.
De todos modos, eso
no nos importa. Nosotros tenemos nuestra propia mirada sobre el tema, que
incluye destacar la presencia de preparaciones típicas italianas y hasta
regionales, como los calamaretti, los macarrones y la sopa de col (4), varias
de las cuales florecieron luego en las
cantinas argentinas. A través de un caso ejemplificador, hemos podido ilustrarnos sobre algunas cosas que alimentaron a muchos de nuestros antepasados en pleno y doloroso proceso de
la migración, cuando abandonaron su patria nativa para dirigirse hacia a su
patria soñada.
Notas:
(1) Ley de Inmigración de 1876, también llamada Ley Avellaneda.
(2) El relato se llamó El
Mar y fue publicado en 1921.
(3) Casi todos los barcos de entonces contaban con primera,
segunda y tercera clase. Vimos que la ley consideraba inmigrantes a los que
viajaban en las dos últimas, dado que
los pasajeros de primera eran apuntados como viajeros ocasionales (puro sentido
común: alguien que abandona su país por razones económicas o sociales no saca
el pasaje más caro). Lo importante es que el dato le proporciona mayor valor al
testimonio de Lawrence, que viajó en segunda. ¿Cómo sería la comida de tercera? Supongo que no tendría diferencia sustancial con la de segunda en cuanto al
tipo de viandas (era innecesariamente engorroso para la cocina elaborar paltos
diferenciales para una y otra, cosa que ya estaba obligada a hacer con la
primera), pero sí a su variedad: tal vez sopa, un plato de pasta o de carne, y
fruta.
(4) Aunque es históricamente común a todo el continente
europeo, la sopa de col representa una especialidad en varias zonas de Italia, como la Toscana y
la Lombardía. En esta última se utiliza el repollo colorado propio de la
región, conocido como Col Lombarda.
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