La descripción que hace Alcides D’Orbigny (1) sobre un típico
saladero suburbano de la ciudad de Buenos Aires hacia 1830 resulta imprescindible para entender cuántos problemas
de salubridad generaban los
emprendimientos con esas características. Entre otras cosas, la detallada
crónica explica el modo de matanza, que comenzaba así: “cuando llega el peón que arrea los animales, sin descender del caballo, de una cuchillada diestramente
aplicada le corta los garretes posteriores a fin de impedirles caminar; luego, otros les dan un golpe en el pescuezo derribándolos para desangrarlos, o más todavía, si están
apurados, le hunden la punta de su gran cuchillo detrás de la nuca, de manera
de llegar a la médula espinal”. El relato continúa con otros sangrientos
pormenores, pero lo que más nos interesa es la conclusión final del sabio galo, quien asegura: “el espectáculo de los
saladeros es de los más tristes (…) Ocho o diez hombres repugnantes de sangre,
cuchillo en la mano, degollando, desollando o carneando a los animales muertos o moribundos, … sesenta o cien cadáveres sangrantes tendidos en algunos
centenares de metros de superficie (…) Todo eso en medio de los estallidos de
risa de los peones y de los gritos de los pájaros de presa que aguardan su turno o disputan a los perros las partes
que les abandonan.”
El cuadro delineado permite inferir fácilmente los peligros de tipo sanitario y ambiental generados en semejante contexto. La
sangre animal era conducida sin demora hacia el curso de agua más cercano (el
Riachuelo para el caso de la actual Capital Federal) o simplemente abandonada
en charcos hasta que coagulaba por efecto del sol, mientras que las osamentas y
demás restos biológicos se quemaban en fogatas que ardían durante días, cuyo humo llegaba a
cubrir un área de varios kilómetros a la redonda. Durante la primera mitad del
siglo XIX se elevaron innumerables protestas y denuncias referidas al tópico,
pero nada se hizo hasta que fue demasiado tarde. Las epidemias de cólera de
1867 y fiebre amarilla de 1871 pusieron a los saladeros porteños en el ojo de la
tormenta, y los efectos devastadores de esta última (más de 20.000 muertos)
sellaron el destino de la industria saladeril en los alrededores de Buenos
Aires. El 6 de septiembre de 1871 fueron prohibidos los saladeros y sus faenas
en el territorio municipal y alrededores. A partir de entonces, quedaron
activos únicamente los del interior de la provincia y aquellos establecidos en
Entre Ríos. La actividad continuó en paulatino declive hasta la década de 1920,
cuando cerró la última factoría de salazón de carnes situada a orillas del río
Uruguay.
Sin embargo, sólo en la ciudad de Buenos Aires puede atribuirse
dicho ocaso a los problemas derivados del efecto contaminante. En el resto del
país, la misma suerte fue producida por el advenimientos de los frigoríficos,
que llegaron para quedarse. A la paulatina mejoría de los rodeos vacunos durante
las últimas décadas del siglo XIX (con introducción de razas nobles europeas
para carne y leche), se sumaron los hitos del frío aplicado a la conservación
de productos frescos. El primero de ellos fue el arribo a Buenos Aires del
navío Le Frigorifique el 26 de
diciembre de 1876, luego de transportar carnes conservadas a 0° centígrados según
el método creado por el ingeniero francés Charles Tellier. El resultado de la
prueba -alentador, pero no óptimo- fue consolidado al año siguiente con el
arribo de otro buque galo, esta vez Le
Paraguay, que empleaba un sistema denominado Carré-Julien con
temperaturas en el orden de los -20° a -30°. Los informes elevados por Alfredo
Biraben, representante de la Sociedad Rural, no pudieron ser más concluyentes
en cuanto al rotundo éxito del experimento.
Las secuelas no tardaron en aparecer, como la apertura del primer frigorífico formalmente
establecido en la Argentina, que fue el de Eugenio Terrasson, fundado en San Nicolás a comienzos del año 1883. Entre otros adelantos, estaba provisto de una
máquina enfriadora Linde con capacidad
para congelar 30.000 kilos de carne. Pronto le siguieron The River Plate Fresch, en Campana (noviembre de 1883), La Negra,
en Avellaneda (1884) y Las Palmas, en
Zárate (1886). Vale señalar que estos pioneros de la industria del frío estaban
enfocados casi exclusivamente en los ovinos, y no fue sino hasta el final del siglo XIX que comenzó a utilizarse intensivamente la carne bovina, tanto para
exportación como para el mercado interno. Durante los años posteriores al 900 se
hizo evidente el desarrollo de un nuevo modelo industrial dotado de su propia
escenografía edilicia, tan típica de los puertos y otros sectores suburbanos.
Eran los grandes frigoríficos con sus enormes plantas de elaboración, sus muelles
y sus desvíos ferroviarios. En este último caso, el desarrollo de la actividad
frigorífica impulsó el transporte de vacunos en largos trenes de hacienda
dotados de vagones especiales. Incluso se tendieron ramales con el único
propósito de cargar ejemplares en pie dentro de aquellas regiones más
favorecidas por la ganadería extensiva (2).
Hoy nos deleitamos con los típicos asados nacionales e
incluso debatimos alegremente sobre las formas adecuadas de cocción, los
ingredientes más genuinos y los mejores vinos para acompañarlos. Pero no
debemos olvidar que ello es el resultado de una evolución tan antigua como la
patria misma, iniciada para aprovechar los “sobrantes” del cuero. Así, del
saladero al frigorífico, del tasajo al corned
beef y de la carne momificada al
bife de chorizo jugoso, los argentinos tenemos toda una historia en cuestiones
de nuestra vaca sagrada.
Notas:
(1) Naturalista y explorador francés (1802-1857). Recorrió diferentes regiones de la Argentina entre 1828 y 1832.
(2) Por supuesto que en aquellos tiempos todos los ramales
ferroviarios y sus estaciones prestaban el abanico completo de servicios
(pasajeros, encomiendas, telégrafo, carga y hacienda), pero muchos de ellos
tenían su razón de ser y su mayor tráfico en el movimiento ganadero,
especialmente dentro de la provincia de Buenos Aires.
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