La primera conclusión lógica luego de las tres entradas precedentes
es que los siete viticultores afincados en la Ciudad de Buenos Aires por la
década de 1890 no eran improvisados. Varias
señales permiten advertir el factor conocimiento en sus labores viñateras, quizás adquirido en los
respectivos países europeos de origen. Los síntomas son claros:
plantaciones de extensión respetable (considerando el lugar y la época), metódicos sistemas de cultivo, labores
agrícolas de base científica y, por sobre todo, una unánime intención de
producir más allá del círculo íntimo o las necesidades de subsistencia (1).
Dicho de otro modo, estas personas, que conocían bien su trabajo, tenían viñedos porque era una actividad
rentable, ni más ni menos. Sin embargo, tal certeza no hace más que suscitar una segunda
generación de interrogantes, empezando por el destino final de las cosechas. En
este sentido ya tenemos algunos datos: tres de los censados declaran que es
para vino y otro manifiesta un mix de
uva de mesa y uva para vinificar. No hay respuestas en los tres casos restantes,
aunque bien podemos suponer que no estaban muy lejos de las alternativas antedichas.
La opción uva de mesa carece
de aspectos enigmáticos, dado que sus posibles fines sólo pueden ser (aparte de
algún consumo propio) la venta a los mercados de la ciudad, a las fruterías de
la zona, a los fruteros ambulantes o a los vecinos más cercanos. La opción vino, en cambio, abre todo una abanico
de posibilidades. A modo de ejemplo, ¿dónde se elaboraban los caldos? ¿En las
mismas propiedades? ¿Había entonces siete bodegas, además de siete viñedos, en
la ciudad de Buenos Aires al filo del
novecientos? Los documentos históricos nos dicen que sólo Santiago
Rolleri contaba con un establecimiento oficialmente erigido a tal efecto (el único registrado en el Boletín Industrial
del mismo censo) y no hay motivo
alguno para dudar de esa información.
Por lo tanto, valoro a la que sigue como probabilidad más sensata: las uvas declaradas “para vino”
eran mayormente (2) vendidas a otros inmigrantes que lo elaboraban en sus
propias casas, pero que no tenían tiempo, espacio físico ni capacidad económica para llevar adelante un
cultivo tan aplicado como el de la vid. De hecho, y sin detenernos a revisar la
abrumadora evidencia histórica al respecto, todavía hoy existen aficionados que
vinifican artesanalmente en pleno Buenos
Aires con materia prima originaria de Cuyo. La lógica de 1895 es obvia: ¿para qué traer los frutos desde tan lejos
habiendo disponibilidad en los suburbios más inmediatos?
No olvidamos investigar un tópico bosquejado tangencialmente
durante las tres entradas anteriores. Si sopesamos que para 1905 todos estos
emprendimientos ya no existían, parece lógico preguntarse los motivos de su
desaparición. Comenzaremos por desechar un par de razones aparentemente
verosímiles, que son la economía y el clima. Varios datos plasmados en el mismo censo descartan la primera de estas hipótesis, en especial el valor que
los quinteros porteños declaran recibir por kilo de uva, coincidente con todos los testimonios de la época en cualquier parte del país (3). Además, vemos algunos
viñedos implantados en forma demasiado reciente al momento de la estadística (entre
1890 y 1892), lo cual le quita todavía más sentido a la explicación del
“negocio frustrado”. Las fichas del boletín también ofrecen suficientes elementos
como para descartar el factor climático. Queda claro que los viñedos de Buenos
Aires padecían las principales enfermedades características de zonas húmedas,
pero en las respuestas relativas al punto no se advierten impedimentos o falta de capacidad para remediarlas.
Los costos aplicados a ello eran altos, sin dudas, pero se veían compensados
por la eliminación total de fletes en una ubicación geográfica prácticamente
lindante con del mayor centro de consumo. Y si lo dicho no resulta persuasivo,
tengamos en cuenta una última cosa: varias comarcas vitivinícolas cercanas a la
Capital Federal, como Quilmes, Avellaneda o Escobar, lograron perdurar al menos cuatro décadas más bajo similares contingencias climáticas, habiendo
experimentado el mismo contexto económico y sufriendo idéntica competencia de
Mendoza y San Juan.
En definitiva, ¿qué fue lo que acabó con las vides porteñas? Quizás los lectores lo estén intuyendo desde hace tiempo, pero vale la pena una
explicación final. El motivo que hizo desaparecer no solamente a los viñedos, sino a todas las producciones agrícolas establecidas en territorio capitalino federal a fines del siglo XIX, fue el avance de la urbanización. En las imágenes del
plano topográfico de 1895 subidas durante las entradas anteriores se aprecian los vestigios de lo que podríamos llamar presión inmobiliaria: calles proyectadas
sobre viejas quintas, divisiones que auguran barrios incipientes, nuevos
ferrocarriles que se abren paso entre las antiguas propiedades. En otras palabras, era el progreso que llegaba para cambiar las
cosas en la principal metrópolis de una Argentina cuya población crecía a tasas
jamás vistas, antes o después. Aquellos viñateros deben haber notado con
rapidez lo inevitable del fenómeno, que además les ofrecía una oportunidad única para hacer el negocio de sus vidas. En efecto, donando al municipio
las franjas correspondientes a calles y aceras podían mantener para sí el
resto, es decir, toda la superficie construible de las nuevas manzanas. Luego,
mediante loteos bien promocionados, lograban una revalorización de sus
propiedades infinitamente superior a las expectativas más optimistas en
cualquier actividad productiva convencional.
Poco a poco, el empedrado, la baldosa y el ladrillo cubrieron
la tierra, las plantas y los arroyos. Y también cultivos que hoy nos
parecen casi inconcebibles, como aquellos que supieron establecer, cuidar y
cosechar los siete viñateros de la Reina
del Plata.
Notas:
(1) Por las dimensiones reducidas, el único caso que puede
prestarse a dudas es Stolbizer, aunque las cifras resultantes de su hipotética productividad ahuyentan
cualquier idea de una viña destinada exclusivamente al autoabastecimiento. Calculando unos magros
3.000 pies por hectárea y 2 kilos de uva por planta (que no era mucho en ese
entonces) sus 0,4 has podían producir anualmente 2.400 kilos de uva fresca o 1.600
litros de vino, cifras por demás excesivas para el consumo doméstico.
(2) Digo mayormente porque no descarto en absoluto la elaboración propia en el mismo lugar de los viñedos, aunque todo indica que solamente Rolleri lo hacía de una manera regular y a escala comercial.
(3) Entre 20 y 30 centavos.
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