En una de las entradas fundacionales de este blog, hace casi
un año, nos referimos a Roberto Payró y su libro La Australia Argentina. En aquella oportunidad aprovechamos la
excusa literaria para analizar el consumo de un misterioso vino de la época, el
Panquehua o Panquehue, aparentemente muy popular en ese rincón meridional de
América durante los últimos años del siglo XIX. Pero no profundizamos demasiado
en el resto de la obra, que constituye un invalorable testimonio de la vida en
los rincones extremos de la república y de los sacrificios que  imponía la supervivencia cotidiana a sus
habitantes, al igual que a todos los viajeros que hasta allí se arrimaban. Con
un estilo directo y descriptivo, este gran escritor argentino logra atrapar la
atención  a través de las peripecias sufridas
por él mismo desde su salida de Buenos Aires en el vapor Villarino hasta la llegada al extremo sur del continente, pasando
por varias escalas.
 Desde el principio de la travesía (que tocaba Puerto Madryn,
Puerto Santa Cruz, Gallegos, Ushuaia, Lapataia e Isla de los Estados, amén de
algunos puertos chilenos) el cronista no deja de remarcar las deficiencias del
sistema estatal de transporte (“insuficiente y hasta irritante”), cuya pobre
calidad y baja frecuencia retrasaban el desarrollo de las incipientes
poblaciones patagónicas, condenadas a esperar largos meses por el arribo de
correspondencia, noticias y enseres elementales. Situación  bien diferente al activo sistema privado
chileno, que no solamente ofrecía muchas más frecuencias de viaje, sino también
una interesante variedad de destinos internacionales (1). Además, el servicio
gastronómico dejaba mucho que desear, según asegura Payró  señalando que 
“no faltaba lo que nuca falta a
bordo: las quejas de los pasajeros por la comida, pero esta vez con fundamento”.
Luego se extiende en “la grasa
patria, los huevos asentados y los guisos imposibles”, además del asado
(que olía a cebo) y los dulces (que sabían a jabón). Su condición de periodista
bastante reconocido le ofreció entonces la oportunidad de sentarse a la mesa
del capitán Murúa junto con el ilustre Francisco P.  Moreno, “en
la que brillaron las sopas instantáneas Maggi que llevaba el perito argentino
para su expedición” (2)
Desde el principio de la travesía (que tocaba Puerto Madryn,
Puerto Santa Cruz, Gallegos, Ushuaia, Lapataia e Isla de los Estados, amén de
algunos puertos chilenos) el cronista no deja de remarcar las deficiencias del
sistema estatal de transporte (“insuficiente y hasta irritante”), cuya pobre
calidad y baja frecuencia retrasaban el desarrollo de las incipientes
poblaciones patagónicas, condenadas a esperar largos meses por el arribo de
correspondencia, noticias y enseres elementales. Situación  bien diferente al activo sistema privado
chileno, que no solamente ofrecía muchas más frecuencias de viaje, sino también
una interesante variedad de destinos internacionales (1). Además, el servicio
gastronómico dejaba mucho que desear, según asegura Payró  señalando que 
“no faltaba lo que nuca falta a
bordo: las quejas de los pasajeros por la comida, pero esta vez con fundamento”.
Luego se extiende en “la grasa
patria, los huevos asentados y los guisos imposibles”, además del asado
(que olía a cebo) y los dulces (que sabían a jabón). Su condición de periodista
bastante reconocido le ofreció entonces la oportunidad de sentarse a la mesa
del capitán Murúa junto con el ilustre Francisco P.  Moreno, “en
la que brillaron las sopas instantáneas Maggi que llevaba el perito argentino
para su expedición” (2)
Es que así era Punta Arenas hacia finales del XIX, bastante
alegre y bulliciosa, tal cual lo relata el mismo Payró: “abundaban los restaurantes, los despachos de bebidas y los billares;
no encontré una sola librería, ya que no merece el nombre de tal una taberna
donde se vende papel y algún libro escolar” (4). Curiosa descripción de un
poblado que “no es ni tiene por qué ser
muy lector”. Bien al contrario, los cafés atraían a la vecindad  para pasar el tiempo, hablar de negocios y
hacer vida social. ¿Quedará actualmente algún refugio gastronómico semejante,
otrora tan común en los puertos de todo el mundo? No lo sabemos, pero podemos
afirmar sin atisbo de duda que en El
Diluvio, alguna vez, se entremezclaron el humo de las pipas, el sonido de
las copas y  los acordes de un viejo
piano.
Notas:
(1) El autor ofrece ejemplos concretos de líneas que tenían
escala en Punta Arenas pero no tocaban ninguno de los puertos argentinos,
condenados a esperar el paso del maltrecho transporte Villarino cada dos meses.
Menciona a tal efecto las empresas PSNC (Pacific Steam Navigation Company),
Lloyd Norte Alemán y Kosmos, entre otras, que ofrecían servicios quincenales y
hasta semanales.
(2) Para el que suscribe resultó toda una sorpresa saber que
ya en 1898 existían las sopas instantáneas, cuyo origen no dudamos en señalar
como importado.(3) Para esa época, mientras los hospedajes escaseaban terriblemente en el lado argentino, la hotelería florecía en el sector chileno. Propongo a los interesados en el tema leer el siguiente artículo sobre la oferta hotelera en la región desde 1870 hasta 1952: http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-22442005000100001&script=sci_arttext
(4) Como curiosidad de la época, en 1896 se instaló en esa localidad la más antigua de las fábricas chilenas de cerveza, de nombre Austral, propiedad del alemán Juan Fischer.
 






 





























