miércoles, 28 de noviembre de 2012

El Diluvio de Magallanes

En una de las entradas fundacionales de este blog, hace casi un año, nos referimos a Roberto Payró y su libro La Australia Argentina. En aquella oportunidad aprovechamos la excusa literaria para analizar el consumo de un misterioso vino de la época, el Panquehua o Panquehue, aparentemente muy popular en ese rincón meridional de América durante los últimos años del siglo XIX. Pero no profundizamos demasiado en el resto de la obra, que constituye un invalorable testimonio de la vida en los rincones extremos de la república y de los sacrificios que  imponía la supervivencia cotidiana a sus habitantes, al igual que a todos los viajeros que hasta allí se arrimaban. Con un estilo directo y descriptivo, este gran escritor argentino logra atrapar la atención  a través de las peripecias sufridas por él mismo desde su salida de Buenos Aires en el vapor Villarino hasta la llegada al extremo sur del continente, pasando por varias escalas.

 
Desde el principio de la travesía (que tocaba Puerto Madryn, Puerto Santa Cruz, Gallegos, Ushuaia, Lapataia e Isla de los Estados, amén de algunos puertos chilenos) el cronista no deja de remarcar las deficiencias del sistema estatal de transporte (“insuficiente y hasta irritante”), cuya pobre calidad y baja frecuencia retrasaban el desarrollo de las incipientes poblaciones patagónicas, condenadas a esperar largos meses por el arribo de correspondencia, noticias y enseres elementales. Situación  bien diferente al activo sistema privado chileno, que no solamente ofrecía muchas más frecuencias de viaje, sino también una interesante variedad de destinos internacionales (1). Además, el servicio gastronómico dejaba mucho que desear, según asegura Payró  señalando que  no faltaba lo que nuca falta a bordo: las quejas de los pasajeros por la comida, pero esta vez con fundamento”. Luego se extiende en “la grasa patria, los huevos asentados y los guisos imposibles”, además del asado (que olía a cebo) y los dulces (que sabían a jabón). Su condición de periodista bastante reconocido le ofreció entonces la oportunidad de sentarse a la mesa del capitán Murúa junto con el ilustre Francisco P.  Moreno, “en la que brillaron las sopas instantáneas Maggi que llevaba el perito argentino para su expedición” (2)
 
 
Un punto del relato presenta interés especial por la descripción de una taberna marinera enclavada en la ciudad chilena de Magallanes (nombre original de Punta Arenas), cuya silueta pertenece definitivamente al pasado lejano. Se trata de El Diluvio, lugar de contraseña para toda la curiosa y extinta fauna humana de loberos, balleneros, mineros, buscadores de oro y “merodeadores de las costas” que sabían pulular por aquellos confines del mundo. El dueño era un catalán bajito, colorado y cabezón, que toca el piano con bastante habilidad, al decir del prosista que nos ocupa, motivo por el que muchas personas preferían pasar allí sus horas de ocio bebiendo un vermouth o un pisco y escuchando algo de música, en lugar de permanecer en los hoteles, donde había mayores comodidades (3).



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Es que así era Punta Arenas hacia finales del XIX, bastante alegre y bulliciosa, tal cual lo relata el mismo Payró: “abundaban los restaurantes, los despachos de bebidas y los billares; no encontré una sola librería, ya que no merece el nombre de tal una taberna donde se vende papel y algún libro escolar” (4). Curiosa descripción de un poblado que “no es ni tiene por qué ser muy lector”. Bien al contrario, los cafés atraían a la vecindad  para pasar el tiempo, hablar de negocios y hacer vida social. ¿Quedará actualmente algún refugio gastronómico semejante, otrora tan común en los puertos de todo el mundo? No lo sabemos, pero podemos afirmar sin atisbo de duda que en El Diluvio, alguna vez, se entremezclaron el humo de las pipas, el sonido de las copas y  los acordes de un viejo piano.

Notas:

(1) El autor ofrece ejemplos concretos de líneas que tenían escala en Punta Arenas pero no tocaban ninguno de los puertos argentinos, condenados a esperar el paso del maltrecho transporte Villarino cada dos meses. Menciona a tal efecto las empresas PSNC (Pacific Steam Navigation Company), Lloyd Norte Alemán y Kosmos, entre otras, que ofrecían servicios quincenales y hasta semanales.
(2) Para el que suscribe resultó toda una sorpresa saber que ya en 1898 existían las sopas instantáneas, cuyo origen no dudamos en señalar como importado.
(3) Para esa época, mientras los hospedajes escaseaban terriblemente en el lado argentino, la hotelería florecía en el sector chileno. Propongo a los interesados en el tema leer el siguiente artículo sobre la oferta hotelera en la región desde 1870 hasta 1952:   http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-22442005000100001&script=sci_arttext
(4) Como curiosidad de la época, en 1896 se instaló en esa localidad la más antigua de las fábricas chilenas  de cerveza, de nombre Austral, propiedad del alemán Juan Fischer.


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