La palabra automático proviene de
autómata, un vocablo relativo a toda aquella máquina o aparato
mecánico capaz de ejecutar determinados movimientos en forma semi
independiente. Y aunque hoy relacionamos la automatización con invenciones de
avanzada propias de la era electrónica, el concepto es muy antiguo y ha sido puesto
en práctica desde tiempos remotos. En los siglos XVIII y XIX, los “autómatas” protagonizaban
historias enteras en la literatura fantástica y formaban parte de numerosos
experimentos destinados a mejorar la productividad fabril de la entonces
incipiente revolución industrial. Desde
luego, no tardó mucho en llegar el día en que tales adelantos fueron adaptados
para el servicio gastronómico. En esta entrada vamos a recordar una modalidad comercial
que estuvo muy en boga durante las décadas de 1930 y 1940, conocida como “bar
automático”
El primer antecedente vernáculo con bases documentales data
de 1907. Se trata de un aviso publicado en la prensa porteña anunciando la
inauguración de un
Bar Automat en la
calle Bartolomé Mitre 463. Bajo la proclama de “¡La última palabra en lunch
higiénico!”, el anuncio aseguraba que “el éxito obtenido en Europa (1) y muy
especialmente en Alemania por las máquinas aplicadas al despacho automático en
los bares ha sido consagrado en la
Argentina (…) Nuestro
Bar Automat,
desde que abrió sus puertas, viene mereciendo la predilección del público…”
Debieron pasar aún un par de decenios para que el asunto cobrara dimensiones de
furor hasta proliferar por toda la ciudad de Buenos Aires con un espíritu común,
pero con distintos métodos y formas de presentar esta festejada maravilla de la
vida moderna.
El modo que logró mayor difusión fue el de los cilindros
abovedados de vidrio empotrados a la pared con estantes en su interior,
conteniendo cada uno un determinado tipo de alimento: sánguches de miga o pan
francés (desde fiambres y queso hasta milanesas o matambre), empanadas y
algunos postres: trozos de tortas, pasta frola, queso y dulce e incluso
panqueques de gustos varios.

Si se colocaba una moneda en la ranura del mecanismo (generalmente
de diez centavos), se accionaba una manivela y descendía el estante
correspondiente hasta una abertura inferior donde el cliente tomaba su
alimento. Para las bebidas existían dos sistemas: uno similar al mencionado, pero con botellas, y otro que se
servía de grifos expendedores de los diferentes líquidos en una medida previamente
establecida, equivalente a un único
modelo de vaso utilizado por el local. De tal manera se obtenían jugos,
refrescos como
Bilz o
Pomona, vinos, cerveza e infusiones
calientes. Muy pronto la moda se hizo extensiva a las comidas
elaboradas y demandó nuevos procedimientos para que las viandas llegaran al
público sin desmerecer el concepto de “automático”. Rápidamente aparecieron
nuevas aberturas en los muros internos de los negocios del ramo dotadas de
puertas giratorias que se abrían luego del pago correspondiente. Cada una tenía
un letrero indicando el tipo de comida deseada, en general minutas de extrema
sencillez y preparación veloz: sopa de arroz o fideos, buseca, ravioles a la
manteca o “al jugo” (2), milanesa con fritas, asado de tira, arroz con carne,
pastel de carne, albóndigas y no mucho más.
Efectuado el pago, un empleado al otro lado de la pared (o sea una
cocina, obviamente), abría la puerta y entregaba la preparación elegida. Casi
siempre se comía “de parado” en mesas angostas adosadas a las paredes o dispuestas
en el centro del local.

Los testimonios hablan de algunos bares automáticos que
fueron famosos, o al menos muy frecuentados en sus tiempos de esplendor:
Avenida Rivadavia entre Carhue y Montiel (Liniers), Leandro N Alem al 500,
Avenida de Mayo al 800 y en la Galería Güemes, entre otros. Como se ve, nadie
recuerda hoy sus nombres, tal vez por el carácter frío e impersonal propio de
todo lo que es automático.
Hacia fines de la década de 1920 apareció una
especialización dentro del rubro: los bares automáticos móviles o
“rodantes”. Consistían en vehículos
(pequeños ómnibus o camiones adaptados) con laterales que mostraban siete u
ocho ventanillas similares a los que había en los establecimientos fijos.
Dentro de la unidad, un par de empleados preparaban y despachaban a pedido
alimentos sencillos al estilo de los que señalamos en el origen de la
modalidad: sánguches, empanadas, bebidas y algunos postres. Estos comercios
andariegos funcionaban casi siempre los fines de semana a la salida de
hipódromos, canchas de futbol y otros lugares con gran concurrencia de gente.
No obstante ello, fueron los primeros en desaparecer, tal vez a causa de
representar un concepto demasiado avanzado para aquellos años.

Finalizando los cuarenta, los bares automáticos en
general pasaron a la mejor vida que constituye el recuerdo de los tiempos idos. Con todo, dejaron plantada la
semilla del “autoservicio” en la memoria
colectiva de los argentinos, finalmente materializado algunas décadas después.
Aunque poco conocidos por su fugacidad cronológica y sus escasas bondades en términos de calidad,
merecen
un lugar en la historia por haber formado parte de la vida cotidiana de
nuestros padres y abuelos.
Para terminar, elegimos la mención de este anuncio colocado
estratégicamente dentro de un local de marras, según el relato memorioso del historiador Diego del
Pino: “
si usted coloca una moneda,
aparecerá el plato solicitado. Pero si la moneda es falsa…aparecerá el dueño”
Notas:
(1) En efecto, la novedad del bar automático tuvo también su
apogeo en las principales capitales europeas de manera contemporánea a nuestro
país. Así se veía, por ejemplo, el bar automático Tanger, de Madrid, a finales de los años treinta.
(2) Con ese eufemismo
se denominaba a los ravioles apenas mojados por un tuco débil y acuoso.
Un poco anacrónico mi comentario, pero vaya mi felicitación al autor del post, que es un tema interesantísimo.
ResponderEliminarSaludos desde Cba.