domingo, 28 de agosto de 2016

Viendo los bares de Biondi

Un rating televisivo superior a los 50 puntos es casi impensable en nuestros días. Sin embargo, en la década de 1960 esa marca llegó a ser ampliamente  superada  por diferentes programas que todavía perduran en el recuerdo popular (1) (2). Uno de ellos fue el inolvidable Viendo a Biondi, protagonizado por el actor y humorista José “Pepe” Biondi (1909-1975), que se emitió por el canal 13  en diferentes franjas de horario central durante la mayor parte del decenio en cuestión. Básicamente, su entrega de media hora semanal -que convocaba indistintamente a chicos y grandes- consistía en breves sketches con arquetípicos personajes provistos de nombres muy evocadores, a veces incluyendo bajadas explicativas en rima. Bajo la máscara de Pepe Galleta (único guapo en camiseta), Pepe Curdeles (abogado, jurisconsulto y manyapapeles), Pepe Mamboleta (detective privado de la policía secreta)  Narciso Bello o El Gitano Pepe Luis, Biondi hacía uso de un histrionismo con mucho de circense para lograr cierto tipo de humor simple, sano y también, como alguna vez lo definió acertadamente un periodista, melancólico y justiciero.


Un repaso de aquellos logrados cuadros, cincuenta años después de su puesta en el aire (prácticamente todos están disponibles en la web), permite advertir un elemento común vinculado al interés que nos reúne en Consumos del Ayer: la más que frecuente ambientación en locales gastronómicos. La opinión del autor de este blog es que dicha insistencia no es nada casual, sino que está relacionada con los hábitos urbanos de la época, cuando la gente tenía por costumbre asistir diariamente a bares, restaurantes, cantinas y buffets de clubes para beber, comer, charlar con amigos o simplemente “matar el tiempo” (3). Ese modo de encuentro y contacto social le daba a los lugares involucrados un aire especial que hemos descripto en no pocas oportunidades. Y eso iba más allá los típicos componentes del mobiliario, actualmente tan buscados y festejados, como heladeras revestidas en madera, mostradores de estaño y cafeteras a vapor. De lo que hablamos es de un modo de vivir en comunidad, de relacionarse con los demás, que ya no se practica. En otras palabras: de un mundo desaparecido.


Pero Biondi, a través de su entrañable ficción, nos acerca asiduamente a los emprendimientos comerciales del comer y del beber que allá por los sesenta  no faltaban en casi ninguna esquina céntrica o barrial. Lejos de repetirse , sus escenografías cambiaban  de modo constante en función de entornos caracterizados por un notable cuidado en la recreación de los detalles. Dentro de la inabarcable cantidad de ocasiones en que Viendo a Biondi  exhibió el tópico que nos ocupa, seleccionamos algunas muestras representativas por variedad y calidad escenográfica. Quizás uno de los casos  más logrados es Cafetín de Buenos Aires, donde el minucioso marco visual incluye no solamente la consabida puerta vaivén vidriada, el mostrador y las estanterías colmadas de bebidas, sino además una sólida e imponente cafetera express del mismo y noble tipo que aún se utilizaba en ese entonces, no obstante pertenecer a la generación tecnológica de fines del siglo XIX y principios del XX.


A la hora de cambiar de eje temático, los decorados eran capaces también de modificarse para recrear cualquier tipo de situación, tiempo y lugar. Así, el Gitano Pepe Luis solía hacer de las suyas en típicas tabernas que retrotraían el pensamiento instantáneamente a las tascas y los colmados andaluces (o sus émulos en Argentina, que eran muchos), donde nunca faltaban los fogones, los calderos , las sartenes colgadas en la pared y las botellas sugerentes de algún buen jerez amontillado.


Aunque los cafetines y las fondas abundaban por su afinidad con los personajes cómicos paradigmáticos,  tampoco eran faltos los bares y restaurantes de mayor jerarquía. El sketch titulado Qué suerte para la desgracia (una de las frases emblemáticas de los personajes de Biondi), por ejemplo, transcurre en cierto comercio evidentemente aggiornado a la modernidad de los años sesenta, como lo demuestran los revestimientos en fórmica, las campanas de vidrio y otros toques reveladores. En La cena vemos a dos parejas en un restaurante de “alta gastronomía” según los parámetros de la época, tal cual lo demuestran algunas de las vituallas solicitadas, al estilo blanco de pavita con ensalada rusa y pollo a la Maryland. Al final de la escena y por medio de una observación atenta podemos apreciar que las dos botellas de vino servidas pertenecen a la marca Calvet Brut, muy en boga por esos años (4).


Podríamos seguir en el tema por una eternidad sin cansarnos de buscar y encontrar cosas de nuestro interés, pero lo visto es suficiente para ejemplificar el punto que nos ocupa. Desde aquella lejana e ingenua etapa fundacional de la TV argentina, Viendo a Biondi sigue robándonos sonrisas y mostrándonos cómo vivíamos entonces, siempre a través de su humana, inteligente y comprensiva comicidad.


Notas:

(1) Esos altos niveles de audiencia deben ser analizados considerando que un importante porcentaje de la población  no tenía acceso al medio, tanto por la falta del aparato correspondiente como por el hecho de vivir en zonas alejadas de los centros urbanos. Exceptuando el Canal 12 de Córdoba (segundo del país y primero del interior, lanzado al aire en abril de 1960), hasta 1966 la televisión argentina se limitó al ámbito geográfico de Capital Federal y Gran Buenos Aires, donde comenzaron a transmitir los canales 7 (1951), 9 (1960), 13 (1960), 11 (1961) y 2 de La Plata (1966). Recién a fines del decenio se produjo un verdadero auge televisivo mediante el emplazamiento de emisoras y repetidoras en distintos puntos del país, así como también por la puesta en funcionamiento de la primera estación para transmisiones vía satélite en cercanías de la ciudad bonaerense de Balcarce.


(2) Además, dichas mediciones  no son comparables con las de hoy por el acotado universo de alternativas abordables dentro de un mismo horario, coincidente con la reducida cantidad de canales disponibles hace medio siglo. Con todo, Viendo a Biondi fue líder de la pantalla chica durante el período 1962-1966, al punto tal que otros exitosos programas humorísticos y comedias como La Familia Falcón, Felipe y El Flequillo de Balá jamás lograron alcanzar sus históricos picos de 66,5 puntos.
(3) Lo dicho se hace extensivo a todo el cine y la televisión entre 1940 y 1980, cuando casi no había película, programa o telenovela que no mostrara a sus personajes ubicados en algún tipo de local gastronómico, de manera eventual o permanente.
(4) La Maison Calvet es una antigua casa vinícola de Burdeos del tipo négociant, lo que significa una especialidad enfocada en la compra, crianza, embotellamiento y comercialización de vinos, más que en la elaboración propiamente dicha. Su presencia en Argentina vía importaciones se remonta a fines del siglo XIX, como lo atestiguan viejas publicidades y souvenirs. Desde la década de 1930 existen en el mercado nacional vinos argentinos con ese rótulo, que han sido elaborados por diferentes bodegas según el paso de los años.


jueves, 11 de agosto de 2016

Un pequeño tratado sobre pimientas en revista "La Chacra" de 1934

El mensuario La Chacra ha sido sin dudas la publicación argentina pionera en temas rurales. Su aparición data de noviembre de 1930 con el sello de Editorial Atlántida (1), pero durante la segunda mitad del siglo XX su nombre fue levemente trastocado (se le eliminó el artículo)  e incluso dejó de pertenecer al grupo editor original, aunque  luego de ocho décadas y media sigue siendo una referencia indiscutida para el hombre de campo. Mientras tanto, su edición en papel resiste el avance de los distintos soportes virtuales experimentados en los últimos quinquenios. Allá por la primera época, el temario técnico más duro sobre cuestiones meramente agrícolas y pecuarias se veía complementado con diversas notas y consejos relativos a la alimentación, el cuidado de la vivienda o el aprovechamiento óptimo de la energía. En ese contexto, no era raro encontrar  algunas perlitas de carácter casi monográfico que exhibían un elevado nivel de especificidad y detalle.



















Un caso típico puede observarse en la edición correspondiente a Marzo de 1934, en la cual aparece una página entera bajo el título Condimentos con Pimienta y la autoría de Arístides Machado, un funcionario con el cargo de Jefe de Inspección de Graserías, según se anuncia debajo de su nombre. Tal como era típico en ese entonces, el artículo comienza con una reseña histórica del producto  que incluye los orígenes geográficos de la planta Piper Nigrum, su presencia en escritos antiguos (de Pilino y Discórides, por ejemplo) y el camino del comercio abierto por los fenómenos de la navegación y el desarrollo colonial europeo. Sigue el texto presentando las características básicas de la baya en cuestión (diámetro, color, períodos de madurez, cosecha, secado), los componentes esenciales (agua, sales, ácidos, extractos) y los diferentes tipos englobados bajo la denominación genérica de “pimienta” (3). No falta un sorprendente párrafo relativo a las falsificaciones efectuadas mediante el agregado de múltiples sustancias, que van desde pan rallado hasta polvo de ladrillo, tierra, carozos de aceituna molidos, fécula, celulosa, vegetales secos, mostaza en grano y laurel en polvo.


Muy completa asimismo resulta la enumeración de condiciones que debe reunir la pimienta para ser considerada legítima según los reglamentos bromatológicos de la época, pero el punto que más nos atrae a los efectos de nuestro interés viene a continuación, con el subtítulo Proporciones en que debe usarse en la preparación de productos derivados del cerdo. Este apartado era sin dudas el de mayor utilidad práctica para la gente de campo, gran aficionada (antes y ahora) a la elaboración artesanal y el consumo de una serie de embutidos, chacinados y fiambres denominados genéricamente “factura de cerdo”. La siguiente es la lista que presenta el autor con absoluta integridad textual de los nombres, las proporciones y el tamaño relativo del grano. Algunos rótulos resultan hoy un tanto extravagantes o directamente desconocidos, por lo cual hago aclaraciones en nota al pie (3):

Salchichas: 50 gramos, blanca o negra, en polvo.
Codeguines: 15 a 20 gramos, blanca molida.
Morcillas: 20 a 25 gramos, blanca molida.
Chorizos comunes: 15 a 20 gramos, triturada (cantidad a gusto para chorizos picantes)
Salames y salamines: 70 a 80 gramos, en grano.
Salame tipo Milán: 30 a 40 gramos, molida.
Sopresatta: 30 gramos, molida.
Bondiola: 25 gramos, s/e.
Mortadela: 20 gramos, en grano.
Salchichón: 20 a 25 gramos, molida.
Queso de chancho: 20 gramos, en grano.
Galantinas: 15 a 20 gramos, s/e.
Mambré: 10 a 20 gramos, blanca molida.
Pate de Foie y Jamón del Diablo: 15 a 20 gramos, blanca molida.


En efecto, la preparación  no sólo de factura sino también de escabeches y demás conservas era un rasgo distintivo de la vida rural argentina, cuando el campo estaba más poblado y sus habitantes apuntalaban sabiamente la economía familiar con actividades de granja y huerta que casi siempre tenían su corolario en la cocina. Vale entonces la mención de esta curiosa huella documental escrita y publicada hace ochenta y dos años.


Notas:

(1) La Editorial Atlántida, creada por el periodista uruguayo Constancio Vigil, fue una de las más importantes en el campo de las revistas volcadas hacia ciertos rubros específicos (infantiles, deportes, modas, interés general), amén de haber tenido una vigencia que se extendió a lo largo de todo el siglo XX para continuar en la actualidad. Entre los títulos más renombrados y perdurables podemos mencionar Billiken, El Gráfico y Para Ti.
(2) En este punto existen diversas controversias. Hoy hablamos de pimientas negras, blancas, verdes y rosas, pero muchos especialistas consideran sólo a algunas de ellas como auténticas y como “falsas” a las otras. No abundaremos en dicho tópico, sobre el cual hay bastantes referencias asequibles en internet. En el siguiente blog la cuestión está bien desarrollada: https://blog.cocinista.es/2013/08/26/las-pimientas-un-mundo-de-colores-sabores-formas-y-enganos/


(3) El Codeguin es un embutido fresco similar al chorizo de cerdo. La Galantina es un plato francés con cierta semejanza a la Terrina. El Mambré es un chacinado típico de España, aunque hoy rara vez se lo nombra.   En  algún  momento  parece haberse extendido a toda América, ya que pude ubicar un código alimenticio panameño del año 1962 con la mención del Mambré de Liebre

lunes, 25 de julio de 2016

Málaga, el vino dulce español que se bebía en los tiempos de la Independencia

Las referencias al vino Carlón  constituyen casi un lugar común en la historia argentina. Este tinto de origen no siempre bien esclarecido (1) estuvo presente en las mesas patrias desde el período colonial hasta los tiempos del primer centenario, y no existen dudas acerca de su masiva popularidad. Sin embargo, poco se habla sobre otro vino ibérico que acredita méritos bastante similares de antigüedad y extensión de consumo. Quizás su fama  no haya sido tan prolongada ni su mención tan frecuente en la antigua cultura popular, pero lo cierto es que continúa produciéndose en el mismo sitio que lo vio nacer hace siglos (a diferencia del Carlón, desaparecido hace mucho de la nomenclatura vitivinícola mundial), y todo ello sin haber perdido su esencia ni sus atributos emblemáticos. Lo interesante es que el nombre de su cuna geográfica, de un modo asombrosamente imperecedero, sigue detentando una sonoridad que nos recuerda a sol y a vino dulce. ¿Cuál es? Málaga.


La zona que produce el vino a protegido bajo tal Denominación de Origen se ubica en Andalucía, al sur de España, comprendiendo 67 municipios donde se cultivan las variedades Pedro Ximénez y Moscatel. Todos los vinos resultantes son blancos, pero existen diferentes jerarquías de acuerdo con el contenido azucarino  y el envejecimiento. Los hay secos (pocos), semidulces y dulces, incluyendo algunos denominados “vinos de licor”, es decir, encabezados con la adición de alcohol vínico. Ahora bien: aquí nos interesa la historia, y en ese sentido hay mucha tela para cortar. La elaboración del vino de Málaga es realmente antigua -se remonta al período pre cristiano- pero su fama comenzó a extenderse a partir del siglo XVIII merced a la navegación y la expansión colonial. Considerando semejante contexto, no es extraño que pronto cobrara un gran impulso en las colonias del reino de España, especialmente en América, hacia donde se dirigía el mayor volumen de exportaciones. El consecuente suceso comercial se explica además por otra razón: los vinos malagueños dulces acreditaban la misma ventaja técnica que tenían muchos caldos exitosos de la época, como el Madeira y el Oporto. ¿La clave?  Su alto contenido de azúcar y alcohol, que los hacía muy aptos para soportar los largos viajes en barco, sin sufrir las alteraciones físicas y biológicas tan frecuentes en los frágiles e inestables vinos secos convencionales.


Verificar  lo antedicho por medios documentales es bastante sencillo, empezando por uno de los primeros órganos de prensa que editó el incipiente gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata entre 1810 y 1820: la Gazeta de Buenos Ayres, especie de novel Boletín Oficial . Gracias a los reservorios virtuales de internet (2) es posible acceder a tan pretéritas páginas y sorprenderse (además de regocijarse, en mi caso) con la presencia de noticias que van desde acontecimientos épicos de  la historia americana (3) hasta las cuestiones domésticas urbanas más triviales. Como si fuera poco, un dato vital para los intereses de nuestro blog aparecía apuntado con perseverante meticulosidad: la “relación” (carga) de los buques arribados periódicamente al puerto de Buenos Aires. El análisis somero de aquellos datos permite afirmar lo sostenido al principio, es decir, que el Carlón y el Málaga conformaban casi excluyentemente el renglón de bebidas alcohólicas de ultramar, junto con alguna que otra aparición del Burdeos francés y la Caña o el Aguardiente de Brasil y las Antillas.


Escogimos el ejemplar del 27 de setiembre de 1817 para señalar dos típicas menciones del vino de Málaga. La primera tiene que ver con la antedicha  relación de buques fondeados en el Río de la Plata, en este caso la fragata sueca “Fortuna” procedente de Cádiz (4). Según el matutino gubernamental, junto con otros enseres, en sus bodegas comparecieron 100 barriles y 6 pipas de vino de Málaga. La segunda cita es aún más notable, puesto que demuestra todavía mejor la profusión del producto entre el comercio minorista de la época. En lo que parece ser una especie de “sección policiales” bajo el título Comisión de Hurtos, podemos saber que a don Domingo Gallino se le habían sustraído seis barriles de vino de Málaga de su local, incluyendo el relato detallado de las circunstancias del hecho.


Desde luego, no olvidamos degustar un espécimen ejemplificador. Para ello recurrí a una vieja botella (15 años, al menos) de cierta etiqueta bastante famosa: Quitapenas Dorado, perteneciente a la bodega Hijos de José Suárez Villalba. Un color dorado oscuro y profundo fue el anticipo de los aromas plenos y envolventes, cargados de analogías a frutas secas confitadas que revalida la boca bien dulce, melosa, con mucho sabor a pasas de uva. De hecho, este último matiz define prácticamente el perfil del producto y nos brinda una buena aproximación a la respuesta del por qué tanta fama en los viejos tiempos. A las explicaciones históricas  (región cercana a los puertos del sur de España, con una antigua  tradición vitivinícola) y técnicas (vinos que soportaban bien los viajes gracias al elevado contenido de alcohol y el azúcar), se suman entonces las propias virtudes de una bebida perfecta para acompañar postres, dulces y repostería, sin olvidar que también existían versiones secas, utilizadas tal vez para hacerle los honores a las típicas viandas hispanas basadas en embutidos y frutos de mar.


Descubrimos así algunos secretos de aquel vino legendario, tan presente en los hogares fundacionales de nuestro país.


Notas:

(1) Por una cuestión de sonoridad, suele afirmarse que el Carlón era originario de la región de Benicarló, sobre las costas del Mediterráneo, pero lo cierto es que la vitivinicultura nunca fue allí una actividad lo suficientemente importante como para satisfacer el abastecimiento de las colonias españolas en América. Mucho más lógico resulta considerar que dicho rótulo no estaba relacionado con Benicarló como zona productora, sino como puerto de procedencia. Así,  la vastamente extendida gracia “Carlón” designaba prácticamente a cualquier tinto de la península ibérica embarcado en ese punto, e incluso a muchos otros que ni siquiera provenían de allí. A partir de 1850 pasó a ser  un nombre genérico aplicable a la mayoría de los vinos rojos fuertes, oscuros, comunes y  baratos que se expendían en el país, tanto nacionales como importados.
(2) En este caso, el siempre útil  archive.org
(3) Obsérvese, por caso, la siguiente nota publicada el mismo 27 de septiembre de 1817, cuyo contenido habla por sí solo.


(4) Es muy lógico preguntarse cómo llegaban con tanta facilidad a nuestras tierras los productos de España, reino con el cual estábamos en guerra. La respuesta es larga y compleja, pero se puede resumir en dos puntos. Primeramente, no era fácil en aquellos días reemplazar determinados artículos  provistos hasta entonces por la península ibérica, por lo cual no había más remedio que continuar abasteciéndose de ellos. En segundo lugar, las evidencias dejan claro que aunque ya casi  no anclaban en Buenos Aires los buques españoles, tales mercaderías llegaban  a bordo de naves con bandera de terceros países, especialmente Inglaterra y Suecia. 

domingo, 3 de julio de 2016

El caldo de pasas, el vermouth artificial y otros bebistrajos irregulares de antaño 2

Lo repasado hace dos entradas nos permitió apreciar el grado de informalidad que existía en la industria argentina de bebidas a finales del siglo XIX, así como algunos de sus ejemplares más emblemáticos. Sabemos también que las denominaciones empleadas para definir ciertos brebajes típicos del período en cuestión no eran oficiales ni precisas, haciendo que un mismo producto pudiera ser identificado de múltiples maneras. El vino de pasas, el caldo de pasas, la bebida artificial y el vermouth artificial eran, entre otros, los componentes de aquel elenco caracterizado por su presencia generalizada y  su naturaleza difusa. Así se desprende con claridad de los fundamentos incluidos en la norma publicada por el Boletín Oficial el 9 de Julio de 1895 que citamos en la ocasión anterior. Fue entonces que nos preguntamos si acaso habrán existido fabricantes oficialmente registrados, ya que la actividad  -si bien huidiza y evanescente a la hora de su fiscalización impositiva-  no era, de hecho,  ilegal.


La respuesta es contundente en sentido afirmativo. No hace falta investigar muy a fondo para toparse con los vestigios del caso, toda vez que durante su “época de oro” (1880 a 1900) quedaron asentadas innumerables evidencias gráficas en forma de menciones literarias, propagandas y  textos de carácter público. Quizás la mejor fuente al respecto es el Censo Nacional de 1895, cuyo apéndice de industria presenta todos y cada uno de los establecimientos grandes, medianos y chicos que funcionaban  en el país. Dado que los bebestibles constituían uno de los sectores más dinámicos en la economía de la época, el hallazgo de bodegueros, cerveceros, licoristas y demás elaboradores o fraccionadores es harto común entre sus páginas, así como también de quienes fabricaban los fluidos que nos ocupan. Una investigación documental llevada a cabo en el Archivo General de la Nación hace algún tiempo me permitió obtener imágenes de ciertos casos evidentes y paradigmáticos, entre los cuales seleccioné una terna ubicada en la Capital Federal: Victorio Briola (fábrica de bebida artificial), José Stabon (fábrica de vino de pasas) y Feretti Adano (caldo de pasas de uva). En el segundo caso me ocupé luego de indagar  algunos apuntes personales volcados en la parte poblacional del censo  (1).


No obstante la abundancia oficialmente registrada de estos “emprendedores”, hay indicios todavía  mejores para comprobar que los productos resultantes eran algo cotidiano en las proximidades históricas del 1900. Como ejemplo de ello, vaya la siguiente publicidad de la santafecina Licorería Franco Argentina, de Luis Gilomen y Cía, que anunciaba sin mayor tapujo su “especialidad en vino blanco artificial”.


También nos comprometimos a aclarar un poco la utilización que se les daba a los bebistrajos de referencia. Todo indica que el consumo “puro” (si de pureza se puede hablar) no conformaba su destino mayoritario, sino que eran adquiridos en grandes cantidades para cortes con otros productos, y muy especialmente con vinos de distintas procedencias. Hemos analizado reiteradamente la gran variedad de orígenes que presentaba entonces el mercado vinícola patrio, cuando abundaban los artículos importados de Francia (Burdeos), Italia (Barbera), España (Carlón, Priorato), Portugal, Alemania, y los nacionales de Mendoza, San Juan, Salta o la propia Buenos Aires, entre otros. Pero que se los vendiera bajo esas denominaciones no implicaba necesariamente que el 100% del contenido fuera lo que decía la etiqueta; bien al contrario, la práctica del “corte” era no sólo habitual sino también aceptada como parte del negocio, más allá de las críticas que recibía por su tendencia al engaño y la falsificación. Veamos a dos imágenes significativas al respecto: un extracto del texto del Boletín Oficial que resume en qué consistía la cosa, y otra prueba documental del censo 1895, esta vez  sobre un establecimiento que declara como actividad el “corte de vinos” (2).


Podríamos seguir detallando otros párrafos de aquella nota publicada hace poco más de ciento veinte años, pero nos limitaremos a decir que ya entonces se vislumbra la debacle progresiva de los procedimientos del fraude, al menos tal como se los practicaba en ese momento. La persecución por parte de las autoridades (que buscaban recaudar), los magros márgenes de ganancia y el lento pero seguro crecimiento de la industria del vino genuino (en volumen y calidad), eran algunas de las realidades que iban acorralando poco a poco a los fabricantes de bebidas artificiales. Incluso el texto que nos convoca así lo manifiesta, afirmando que “ya hay fabricantes que han resuelto suspender la elaboración del caldo de pasas y sustituirla por la del 1 por 3” . Más allá del interrogante que plantea esta última y misteriosa denominación (3), sabemos que menos de diez años después se constituyeron las primeras asociaciones de productores de vinos para defender el honor del gremio frente a las prácticas de fraude. Mientras tanto, las normativas del sector se hacían más específicas y los controles más severos.


En otras palabras: la Argentina se modernizaba en todos los órdenes, incluyendo la industria de bebidas que tan singulares especímenes del timo y la picardía llegó a producir en algún momento de su historia.

Notas:

(1) El austríaco José Stabon, de 23 años al momento del censo y ocupación Fabricante de Vinos,  vivía en un inmueble propio sito en la misma sección que figura como lugar de su actividad industrial (casi con seguridad, fábrica y casa eran lo mismo) junto a su esposa argentina Emilia de Stabon , de 22, con quien llevaba dos años de casado. El joven matrimonio declara haber tenido un hijo que no aparece allí censado. Hay varias explicaciones para esto último, pero me temo que la más verosímil es un fallecimiento prematuro, tal como era común en aquellos días de elevada mortalidad infantil.


(2) No nos consta que sus prácticas fueran las que aquí estamos planteando. Tal vez Costa, Motto y Cía. era una firma irreprochable, o tal vez no. Subí esa imagen a título de ejemplificar la existencia de empresas especialmente dedicadas a cortar vinos.
(3) No he logrado hallar otras referencias sobre el sugestivo “1 por 3”. ¿Uno de agua por tres de vino? Esto es muy probable, ya que de ese modo el fraude se hacía más simple y menos costoso, evitando las fermentaciones, las maceraciones y todos los agregados que fueron descriptos en la entrada anterior del tema.

martes, 21 de junio de 2016

Especias, pastas secas y conservas enlatadas: las pasiones gastronómicas ocultas del viejo hombre de campo

En el año 1881, el ex presidente Nicolás Avellaneda escribió una carta al señor Florencio Madero con el fin de llamar su atención sobre la enorme popularidad de las obras de José Hernández. En ella le decía, entre otras cosas: “uno de mis clientes, almacenero por mayor, me mostraba ayer en uno de sus libros los encargos de los pulperos de la campaña: 12 gruesas de fósforos – 1 barrica de cerveza – 12 Vueltas de Martín Fierro – 100 cajas de sardinas” (1) (2) (3). Tan simple y valioso testimonio amerita numerosas consideraciones y aclaraciones que puntualizamos brevemente en notas al pie, pero lo que nos interesa aquí es el último de los ítems apuntados, es decir, las cajas de sardinas. Pocas personas son capaces de asociar el viejo ambiente de campo con algo tan industrial y mundanal como las conservas enlatadas, pero los registros del ayer son irrefutablemente confirmatorios respecto a todo lo contrario, y muy especialmente en lo que hace al mayor estereotipo histórico del entorno rural: el gaucho argentino. Veremos a continuación que éste era un verdadero fanático no sólo de la comida en latas, sino también de las especias y los tallarines secos.


Comenzando por la  afinidad gauchesca con el mundo de las sazones, debemos decir que ella tiene su principal fundamento en ciertas carencias de época  que ya mencionamos aquí alguna vez, especialmente  los problemas que generaba la conservación de alimentos en tiempos y lugares sin electricidad  ni frío artificial. A eso se suman las cocciones larguísimas imprescindibles para ablandar la carne de origen semisalvaje empleada entonces en los pucheros y demás cocidos, que eliminaban buena parte del sabor natural de los productos. De ese modo, los picantes y las especias otorgaban sapidez y extendían la vida útil de muchos ingredientes vegetales o animales, o al menos mitigaban su falta de frescura en el aroma y el sabor. Guillermo Enrique Hudson  cuenta que “después del comino, la canela es la especia preferida por el gaucho, y es capaz de cabalgar leguas en su busca” (4). Entre las numerosas estampas rurales delineadas por Alfredo Ebelot, hay una en la que habla de ciertas tabletas que se hacían mezclando ají molido con sal gruesa, cuyo uso entre la gente de campo estaba muy extendido promediando el siglo XIX. El mismo ingeniero galo era aficionado a la ingesta del muy agreste alón de avestruz y afirmaba que “su sabor combina bien con la acritud del ají picante”.


En el caso de los fideos secos, muchas veces consideramos que sólo se hicieron populares con  la llegada de  inmigrantes italianos. Ello conlleva un error bastante predecible: pensar en las pastas únicamente como un plato en sí mismo, lo cual sí ocurrió por influencia peninsular. Pero lo cierto es que los tallarines eran comunes  en nuestro país desde mucho tiempo antes, y que se utilizaban casi excluyentemente para sopas. Además de las incontestables estadísticas aduaneras que muestran una abundante importación desde la década de 1850, y de cuantiosas publicidades sobre fabricantes locales a partir del decenio de 1880, tampoco faltan los testimonios en las crónicas de antiguos viajeros. En plena centuria decimonovena, el Coronel Arnold (5) describió una cena campesina en la que  sirvieron “sopa de fideos finos, carne de vaca asada, carne estofada con jugo, aves hervidas con calabazas, una abundante sopa de carne (tal vez una especie de guiso) y postre de sandía”. Las imágenes sitas abajo y al costado de este párrafo muestran, en primer lugar, a los populares fideos secos importados en un extracto de estadística de la aduana porteña de 1861 bajo el ítem “pasta de sopa”. Por su parte, la publicidad gráfica de la Fábrica de fideos a vapor de Esteban Costa (6), que recibía pedidos para la Capital y Provincias a principios de la década de 1890, sirve como evidencia de su manufactura local algunos años después.


Asimismo, el testimonio gráfico precedente resulta útil  por la presencia de las sardinas, presentadas en “cajas” que contenían, a su vez, latas. Hasta 1840, las conservas solamente se podían elaborar de manera casera y se guardaban en frascos, pero a partir de entonces se inició en el Viejo Mundo un acelerado proceso tecnológico tendiente a mejorar la industria en cuestión con el advenimiento de los envases metálicos. Para fines del siglo XIX, cualquier pulpería o almacén del interior de nuestro país contaba con cierta variedad al respecto, desde frutas hasta legumbres y tomates, pasando por las sardinas, cuya presencia quedó magistralmente documentada por aquella carta de Nicolás Avellaneda que citamos al comienzo de la entrada. Para el gaucho criollo, el peón de campo o el habitante rural de los viejos tiempos, las latas constituían toda una comodidad en términos de su fácil acarreo y transporte, de su prolongada durabilidad y de un costo que, sin dudas, se fue haciendo más accesible conforme el ramo se volvió comercialmente extensivo merced al avance de la revolución industrial.


Por último, no puedo dejar de mencionar cierta historia medio verídica y medio en chiste que me contaron hace tiempo, capaz de dibujar a la perfección esa secular preferencia del hombre de campo por las conservas. El relato asegura que un veterano peón de estancia fue al médico agobiado por la enfermedad de la gota. El galeno, por supuesto, le recomendó inmediatamente limitar al mínimo la ingesta de carnes rojas y volcar su dieta hacia la abundancia de pescado y frutas. Pocos meses después, el paciente se presentó de nuevo con nulos signos de mejoría. El doctor, asombrado y preocupado, lo interrogó: ¿Hizo lo que le dije?¿Comió mucho pescado y mucha fruta? El gaucho asintió severamente, agregando: Sí doctor, todos los días como dos latas de sardinas  y una de duraznos en almíbar.


Notas:

(1) La gruesa es una medida de cantidad equivalente a 12 docenas o, simplemente, 144 unidades. En este caso se refiere a cajas de fósforos.
(2) El barril de cerveza constituye toda una curiosidad en tiempo y lugar. Los historiadores costumbristas sostienen que dicha bebida era muy poco frecuente entre los habitantes rurales de la Argentina decimonónica (al contrario de sus pares urbanos, grandes aficionados a ella), y mucho menos como un producto de expendio en pulperías. Podemos agregar que el fraccionamiento en barricas de madera también era inusual, ya que su pobre hermeticidad originaba la pérdida del gas carbónico (y de la espuma) en pocos días. La cita es, por lo tanto, doblemente llamativa.


(3) La vuelta de Martín Fierro fue la segunda parte de la renombrada saga criolla de José Hernández. El Martín Fierro se publicó en 1872, y La vuelta en 1879.
(4) Cita textual obtenida de Historias del comer y del beber en Buenos Aires, Daniel Schávelzon, Editorial Aguilar, 2000.
(5) Prudencio Brown Arnold (1809-1896) fue un militar argentino de padre estadounidense que vivió activamente los tiempos más duros de las luchas internas argentinas. Durante sus años de retiro fue estanciero en Pergamino, donde escribió unas memorias de notable minuciosidad descriptiva y gran valor histórico.
(6) El añadido del término “a vapor” era muy común en las propagandas gráficas de establecimientos industriales de todo tipo entre 1880 y 1900. Hacía alusión al método de generación de energía para mover las maquinarias, de avanzada para la época.