martes, 21 de junio de 2016

Especias, pastas secas y conservas enlatadas: las pasiones gastronómicas ocultas del viejo hombre de campo

En el año 1881, el ex presidente Nicolás Avellaneda escribió una carta al señor Florencio Madero con el fin de llamar su atención sobre la enorme popularidad de las obras de José Hernández. En ella le decía, entre otras cosas: “uno de mis clientes, almacenero por mayor, me mostraba ayer en uno de sus libros los encargos de los pulperos de la campaña: 12 gruesas de fósforos – 1 barrica de cerveza – 12 Vueltas de Martín Fierro – 100 cajas de sardinas” (1) (2) (3). Tan simple y valioso testimonio amerita numerosas consideraciones y aclaraciones que puntualizamos brevemente en notas al pie, pero lo que nos interesa aquí es el último de los ítems apuntados, es decir, las cajas de sardinas. Pocas personas son capaces de asociar el viejo ambiente de campo con algo tan industrial y mundanal como las conservas enlatadas, pero los registros del ayer son irrefutablemente confirmatorios respecto a todo lo contrario, y muy especialmente en lo que hace al mayor estereotipo histórico del entorno rural: el gaucho argentino. Veremos a continuación que éste era un verdadero fanático no sólo de la comida en latas, sino también de las especias y los tallarines secos.


Comenzando por la  afinidad gauchesca con el mundo de las sazones, debemos decir que ella tiene su principal fundamento en ciertas carencias de época  que ya mencionamos aquí alguna vez, especialmente  los problemas que generaba la conservación de alimentos en tiempos y lugares sin electricidad  ni frío artificial. A eso se suman las cocciones larguísimas imprescindibles para ablandar la carne de origen semisalvaje empleada entonces en los pucheros y demás cocidos, que eliminaban buena parte del sabor natural de los productos. De ese modo, los picantes y las especias otorgaban sapidez y extendían la vida útil de muchos ingredientes vegetales o animales, o al menos mitigaban su falta de frescura en el aroma y el sabor. Guillermo Enrique Hudson  cuenta que “después del comino, la canela es la especia preferida por el gaucho, y es capaz de cabalgar leguas en su busca” (4). Entre las numerosas estampas rurales delineadas por Alfredo Ebelot, hay una en la que habla de ciertas tabletas que se hacían mezclando ají molido con sal gruesa, cuyo uso entre la gente de campo estaba muy extendido promediando el siglo XIX. El mismo ingeniero galo era aficionado a la ingesta del muy agreste alón de avestruz y afirmaba que “su sabor combina bien con la acritud del ají picante”.


En el caso de los fideos secos, muchas veces consideramos que sólo se hicieron populares con  la llegada de  inmigrantes italianos. Ello conlleva un error bastante predecible: pensar en las pastas únicamente como un plato en sí mismo, lo cual sí ocurrió por influencia peninsular. Pero lo cierto es que los tallarines eran comunes  en nuestro país desde mucho tiempo antes, y que se utilizaban casi excluyentemente para sopas. Además de las incontestables estadísticas aduaneras que muestran una abundante importación desde la década de 1850, y de cuantiosas publicidades sobre fabricantes locales a partir del decenio de 1880, tampoco faltan los testimonios en las crónicas de antiguos viajeros. En plena centuria decimonovena, el Coronel Arnold (5) describió una cena campesina en la que  sirvieron “sopa de fideos finos, carne de vaca asada, carne estofada con jugo, aves hervidas con calabazas, una abundante sopa de carne (tal vez una especie de guiso) y postre de sandía”. Las imágenes sitas abajo y al costado de este párrafo muestran, en primer lugar, a los populares fideos secos importados en un extracto de estadística de la aduana porteña de 1861 bajo el ítem “pasta de sopa”. Por su parte, la publicidad gráfica de la Fábrica de fideos a vapor de Esteban Costa (6), que recibía pedidos para la Capital y Provincias a principios de la década de 1890, sirve como evidencia de su manufactura local algunos años después.


Asimismo, el testimonio gráfico precedente resulta útil  por la presencia de las sardinas, presentadas en “cajas” que contenían, a su vez, latas. Hasta 1840, las conservas solamente se podían elaborar de manera casera y se guardaban en frascos, pero a partir de entonces se inició en el Viejo Mundo un acelerado proceso tecnológico tendiente a mejorar la industria en cuestión con el advenimiento de los envases metálicos. Para fines del siglo XIX, cualquier pulpería o almacén del interior de nuestro país contaba con cierta variedad al respecto, desde frutas hasta legumbres y tomates, pasando por las sardinas, cuya presencia quedó magistralmente documentada por aquella carta de Nicolás Avellaneda que citamos al comienzo de la entrada. Para el gaucho criollo, el peón de campo o el habitante rural de los viejos tiempos, las latas constituían toda una comodidad en términos de su fácil acarreo y transporte, de su prolongada durabilidad y de un costo que, sin dudas, se fue haciendo más accesible conforme el ramo se volvió comercialmente extensivo merced al avance de la revolución industrial.


Por último, no puedo dejar de mencionar cierta historia medio verídica y medio en chiste que me contaron hace tiempo, capaz de dibujar a la perfección esa secular preferencia del hombre de campo por las conservas. El relato asegura que un veterano peón de estancia fue al médico agobiado por la enfermedad de la gota. El galeno, por supuesto, le recomendó inmediatamente limitar al mínimo la ingesta de carnes rojas y volcar su dieta hacia la abundancia de pescado y frutas. Pocos meses después, el paciente se presentó de nuevo con nulos signos de mejoría. El doctor, asombrado y preocupado, lo interrogó: ¿Hizo lo que le dije?¿Comió mucho pescado y mucha fruta? El gaucho asintió severamente, agregando: Sí doctor, todos los días como dos latas de sardinas  y una de duraznos en almíbar.


Notas:

(1) La gruesa es una medida de cantidad equivalente a 12 docenas o, simplemente, 144 unidades. En este caso se refiere a cajas de fósforos.
(2) El barril de cerveza constituye toda una curiosidad en tiempo y lugar. Los historiadores costumbristas sostienen que dicha bebida era muy poco frecuente entre los habitantes rurales de la Argentina decimonónica (al contrario de sus pares urbanos, grandes aficionados a ella), y mucho menos como un producto de expendio en pulperías. Podemos agregar que el fraccionamiento en barricas de madera también era inusual, ya que su pobre hermeticidad originaba la pérdida del gas carbónico (y de la espuma) en pocos días. La cita es, por lo tanto, doblemente llamativa.


(3) La vuelta de Martín Fierro fue la segunda parte de la renombrada saga criolla de José Hernández. El Martín Fierro se publicó en 1872, y La vuelta en 1879.
(4) Cita textual obtenida de Historias del comer y del beber en Buenos Aires, Daniel Schávelzon, Editorial Aguilar, 2000.
(5) Prudencio Brown Arnold (1809-1896) fue un militar argentino de padre estadounidense que vivió activamente los tiempos más duros de las luchas internas argentinas. Durante sus años de retiro fue estanciero en Pergamino, donde escribió unas memorias de notable minuciosidad descriptiva y gran valor histórico.
(6) El añadido del término “a vapor” era muy común en las propagandas gráficas de establecimientos industriales de todo tipo entre 1880 y 1900. Hacía alusión al método de generación de energía para mover las maquinarias, de avanzada para la época.

No hay comentarios:

Publicar un comentario