En el año 1881, el ex presidente Nicolás Avellaneda escribió
una carta al señor Florencio Madero con el fin de llamar su atención sobre la enorme
popularidad de las obras de José Hernández. En ella le decía, entre otras
cosas: “uno de mis clientes, almacenero
por mayor, me mostraba ayer en uno de sus libros los encargos de los pulperos
de la campaña: 12 gruesas de fósforos – 1 barrica de cerveza – 12 Vueltas de
Martín Fierro – 100 cajas de sardinas” (1) (2) (3). Tan simple y valioso
testimonio amerita numerosas consideraciones y aclaraciones que puntualizamos
brevemente en notas al pie, pero lo que nos interesa aquí es el último de los
ítems apuntados, es decir, las cajas de sardinas. Pocas personas son capaces de
asociar el viejo ambiente de campo con algo tan industrial y mundanal como las
conservas enlatadas, pero los registros del ayer son irrefutablemente
confirmatorios respecto a todo lo contrario, y muy especialmente en lo que hace
al mayor estereotipo histórico del entorno rural: el gaucho argentino. Veremos
a continuación que éste era un verdadero fanático no sólo de la comida en
latas, sino también de las especias y los tallarines secos.
Comenzando por la afinidad gauchesca con el mundo de las sazones,
debemos decir que ella tiene su principal fundamento en ciertas carencias de
época que ya mencionamos aquí alguna
vez, especialmente los problemas que
generaba la conservación de alimentos en tiempos y lugares sin
electricidad ni frío artificial. A eso
se suman las cocciones larguísimas imprescindibles para ablandar la carne de
origen semisalvaje empleada entonces en los pucheros y demás cocidos, que eliminaban
buena parte del sabor natural de los productos. De ese modo, los picantes y las
especias otorgaban sapidez y extendían la vida útil de muchos ingredientes vegetales
o animales, o al menos mitigaban su falta de frescura en el aroma y el sabor. Guillermo
Enrique Hudson cuenta que “después del comino, la canela es la especia
preferida por el gaucho, y es capaz de cabalgar leguas en su busca” (4). Entre
las numerosas estampas rurales delineadas por Alfredo Ebelot, hay una en la que
habla de ciertas tabletas que se hacían mezclando ají molido con sal gruesa,
cuyo uso entre la gente de campo estaba muy extendido promediando el siglo XIX.
El mismo ingeniero galo era aficionado a la ingesta del muy agreste alón de avestruz y afirmaba que “su sabor combina bien con la acritud del
ají picante”.
En el caso de los fideos secos, muchas veces consideramos que
sólo se hicieron populares con la
llegada de inmigrantes italianos. Ello
conlleva un error bastante predecible: pensar en las pastas únicamente como un
plato en sí mismo, lo cual sí ocurrió por influencia peninsular. Pero lo cierto
es que los tallarines eran comunes en
nuestro país desde mucho tiempo antes, y que se utilizaban casi excluyentemente
para sopas. Además de las incontestables estadísticas aduaneras que muestran
una abundante importación desde la década de 1850, y de cuantiosas publicidades
sobre fabricantes locales a partir del decenio de 1880, tampoco faltan los
testimonios en las crónicas de antiguos viajeros. En plena centuria
decimonovena, el Coronel Arnold (5) describió una cena campesina en la que sirvieron “sopa
de fideos finos, carne de vaca asada, carne estofada con jugo, aves hervidas
con calabazas, una abundante sopa de carne (tal vez una especie de guiso) y postre de sandía”. Las imágenes sitas
abajo y al costado de este párrafo muestran, en primer lugar, a los populares fideos
secos importados en un extracto de estadística de la aduana porteña de 1861 bajo
el ítem “pasta de sopa”. Por su parte, la publicidad gráfica de la Fábrica de fideos a vapor de Esteban Costa (6),
que recibía pedidos para la Capital y
Provincias a principios de la década de 1890, sirve como evidencia de su
manufactura local algunos años después.
Asimismo, el testimonio gráfico precedente resulta útil por la presencia de las sardinas, presentadas
en “cajas” que contenían, a su vez, latas. Hasta 1840, las conservas solamente
se podían elaborar de manera casera y se guardaban en frascos, pero a partir de
entonces se inició en el Viejo Mundo un acelerado proceso tecnológico tendiente
a mejorar la industria en cuestión con el advenimiento de los envases
metálicos. Para fines del siglo XIX, cualquier pulpería o almacén del interior
de nuestro país contaba con cierta variedad al respecto, desde frutas hasta
legumbres y tomates, pasando por las sardinas, cuya presencia quedó
magistralmente documentada por aquella carta de Nicolás Avellaneda que citamos al
comienzo de la entrada. Para el gaucho criollo, el peón de campo o el habitante
rural de los viejos tiempos, las latas constituían toda una comodidad en
términos de su fácil acarreo y transporte, de su prolongada durabilidad y de un
costo que, sin dudas, se fue haciendo más accesible conforme el ramo se volvió
comercialmente extensivo merced al avance de la revolución industrial.
Por último, no puedo dejar de mencionar cierta historia
medio verídica y medio en chiste que me contaron hace tiempo, capaz de dibujar
a la perfección esa secular preferencia del hombre de campo por las conservas.
El relato asegura que un veterano peón de estancia fue al médico agobiado por
la enfermedad de la gota. El galeno,
por supuesto, le recomendó inmediatamente limitar al mínimo la ingesta de
carnes rojas y volcar su dieta hacia la abundancia de pescado y frutas. Pocos
meses después, el paciente se presentó de nuevo con nulos signos de mejoría. El
doctor, asombrado y preocupado, lo interrogó: ¿Hizo lo que le dije?¿Comió mucho pescado y mucha fruta? El gaucho
asintió severamente, agregando: Sí
doctor, todos los días como dos latas de sardinas y una de duraznos en almíbar.
Notas:
(1) La gruesa es una medida de cantidad equivalente a 12
docenas o, simplemente, 144 unidades. En este caso se refiere a cajas de
fósforos.
(2) El barril de cerveza constituye toda una curiosidad en
tiempo y lugar. Los historiadores costumbristas sostienen que dicha bebida era
muy poco frecuente entre los habitantes rurales de la Argentina decimonónica
(al contrario de sus pares urbanos, grandes aficionados a ella), y mucho menos
como un producto de expendio en pulperías. Podemos agregar que el
fraccionamiento en barricas de madera también era inusual, ya que su pobre
hermeticidad originaba la pérdida del gas carbónico (y de la espuma) en pocos
días. La cita es, por lo tanto, doblemente llamativa.
(3) La vuelta de
Martín Fierro fue la segunda parte de la renombrada saga criolla de José
Hernández. El Martín Fierro se
publicó en 1872, y La vuelta en 1879.
(4) Cita textual obtenida de Historias del comer y del beber en Buenos Aires, Daniel Schávelzon, Editorial Aguilar, 2000.
(5) Prudencio Brown Arnold (1809-1896) fue un militar
argentino de padre estadounidense que vivió activamente los tiempos más duros de
las luchas internas argentinas. Durante sus años de retiro fue estanciero en
Pergamino, donde escribió unas memorias de notable minuciosidad descriptiva y
gran valor histórico.
(6) El añadido del término “a vapor” era muy común en las
propagandas gráficas de establecimientos industriales de todo tipo entre 1880 y
1900. Hacía alusión al método de generación de energía para mover las
maquinarias, de avanzada para la época.
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