Bien sabido es que la gastronomía argentina tradicional
nació como producto de la fusión entre distintas influencias americanas y
europeas, y que ello está en relación directa con las corrientes pobladoras que arribaron a nuestro país. Tampoco existen dudas sobre el predominio de las
ascendencias hispánica e italiana, así como de la contribución menor, pero
igualmente relevante, de la cocina francesa. Ni siquiera hay mucho para decir
sobre el modo en que cada una de esas improntas culinarias fue incorporada a
las costumbres locales, pero lo señalaremos sintéticamente. Los españoles se
constituyeron como pioneros cronológicos en materia de legar sus platos típicos, lo que fue determinando una lenta pero efectiva amalgama con productos
originarios de América hasta modelar un perfil
criollo del comer. Mucho
después, la inmigración italiana acercó nuevas propuestas en el campo de las
preparaciones y los modos de cocción. Y Francia, sin dudas, con su prestigio
gastronómico, desempeñó el papel de “modelo” a imitar durante la segunda mitad
del siglo XIX. Para los tiempos del centenario, esos eran los tres pilares
constitutivos de lo que aquí se comía, y también, por qué no, de lo que se
bebía.
Parece entonces que no hay mucho para decir al respecto. No
obstante, suele ser difícil determinar los períodos aproximados en que tales cambios se fueron desarrollando, y mucho más aún aportar miradas originales
sobre el tema. Pero la búsqueda bibliográfica siempre nos depara esas gratas
sorpresas que tanto material han acercado a este blog. No fue diferente el caso
de Imagen de Buenos Aires a través de los
viajeros, 1870-1910, un excelente volumen publicado en 1981 por la Universidad
de Buenos Aires. En él se enumeran diferentes cuadros de la Reina
del Plata según las vivencias
de ochenta y ocho pasajeros que
anduvieron por la urbe en dicho período y que luego, para nuestra fortuna, devinieron
en cronistas (1). Lo bueno del caso es
que los comentarios apuntados incluyen cuantiosas referencias sobre la mesa
porteña, lo que permite observar cómo se va transformando esa culinaria
básicamente criolla de 1870 (aún reminiscente de la colonia) en una gastronomía
cosmopolita con el advenimiento de 1910, pasando por todas las fases intermedias.
Las referencias del decenio de 1870 son cuantiosas. El
primer dato de interés reside en los precios dispares de algunos productos: la
carne costaba diez centavos el kilo, mientras que el pan, hecho con harina
importada de USA y de mala calidad,
resultaba “un poco más caro que en París”. El tradicional puchero, según
el relato de cierto pasajero, llevaba mucha carne, zapallo, choclos y papas. El
asado era cortado en tiras por el
costillar de la carne gorda de estancia y también se consumían profusamente
la carbonada y demás guisos. El dulce de leche, la humita de choclo rallado y los duraznos del monte (duros y amarillos) eran abundantes en verano. La fruta constituía
un pilar de la alimentación según las estaciones del año. Naranjos, durazneros,
higueras, nísperos y otros árboles frutales crecían como cosa común en las
quintas que rodeaban a la ciudad, tanto como en los patios y fondos de las casas
ubicadas en plena planta urbana. Unos
pocos kilómetros más allá, la caza no tenía límites: Godofredo Daireaux (2) relata que cierta jornada en Morón le depara
nada menos que 200 becacinas, mientras que Emilio
Delpech (3) participa en otra de gamas, y dice que éstas eran remitidas
abiertas y vaciadas, cada dos días, al dueño del Hotel de Londres, que las distribuía por todos los hospedajes de
Buenos Aires. En cuanto a las bebidas, los almacenes con despacho rebosan de
parroquianos consumiendo vermouth y mucha cerveza, dulce o amarga (4). Los más
humildes atacan la ginebra y la caña de
Brasil.
Las décadas de 1880 y 1890 comienzan a mostrar los efectos
de la apertura cultural hacia Europa (léase Francia e Inglaterra) y de la fuerte inmigración italiana. Ya no se
habla tanto ni tan bien de la cocina criolla, sino que se describen secuencias
del tipo mayonesa de langosta, chuletas
Villeroy con arvejas, bocadillos de ostras, pavos con trufas y gelatina,
tortones a la marinera y ensalada rusa. En los mercados se ven toda clase
de verduras, carnes, pescados, mariscos y armadillos “para satisfacer los
paladares más exigentes”. Un relato particular asevera que los vinos
predilectos de los porteños son el Chianti italiano y los “vinos fuertes” españoles, pero cuando se trata de champagne
nadie se fía sino en Francia. El
mate, otrora bebido en todas partes y a toda hora, es parcialmente reemplazado
por el café, el chocolate o la copita de
licor. También se menciona a la limonada como elemento fundamental para un pic-nic de la época en la zona del Tigre
Con el advenimiento del siglo XX, la huella cultural, social
y económica que han dejado todas las transformaciones ocurridas en los treinta
años previos es grande y perceptible. Restaurantes, hoteles de lujo y elegantes
confiterías proliferan por doquier. Los viejos platos criollos todavía son
populares entre la población, pero el influjo extranjero ha modificado costumbres
y materias primas. Se nota el ascendiente italiano (pastas y quesos), francés
(abundante utilización de huevos y cremas, presentación de los platos) y
aumenta considerablemente la disponibilidad de artículos ingleses, como salsas
y aderezos. El vino común empieza a competir palmo a palmo con la cerveza
gracias al arribo masivo de caldos mendocinos y sanjuaninos por ferrocarril,
aunque la calidad todavía se relaciona exclusivamente con Europa. Así, tanto
comidas como bebidas muestran a la gran aldea transformada en el puerto más
importante de América del Sur, al que arriban diariamente miles de personas de
todos los orígenes y extracciones sociales. La Argentina en general ha
cambiado, pero Buenos Aires ha cambiado más que ningún otro punto del
territorio patrio.
Muy simple: comidas y bebidas como reflejo de la historia y
la cultura a lo largo de cuarenta años fundamentales para la Argentina, nada
más y nada menos.
Notas:
(1) El trabajo presenta además una estadística sobre el
origen de los personajes y su cronología testimonial. A través de ella podemos
saber que el repertorio está compuesto por 76 europeos y 12 americanos. Entre
los primeros, 45 eran de origen latino y 31 de procedencia germánica. La década
con mayor afluencia de visitantes fue la de 1900 (32), seguida por las de 1870
(24), 1880 (17) y 1890 (15).
(2) Importador, ganadero y hombre de negocios francés. Llegó
a Buenos Aires en 1866 y allí vivió hasta su muerte, en 1916.
(3) Francés, especialista en lanas y representante de
grandes hilanderías. Arribado en 1869, recorrió a caballo la provincia de
Buenos Aires.
(4) Ya hemos señalado oportunamente que la cerveza era entonces
más popular que el vino y que existían numerosos establecimientos cerveceros en
Buenos Aires, Rosario y otras ciudades del interior, lo que convertía a la
bebida en un artículo bastante accesible geográfica y económicamente. El vino, mayormente de Europa, no era tan
barato, mientras que los rústicos productos de Cuyo llegaban –hasta 1885- en
pésimo estado tras el viaje de dos meses en tropas de carretas.
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