Pero el fogón cubierto y su correspondiente ubicación
estanciera -geográfica y socialmente hablando-, iba todavía más allá de la
simple “matera”, como hoy se la llama
(nombre que no se usó hasta bien entrado el siglo XX, dado que antes era
simplemente el fogón o la cocina para
peones). Allí, los trabajadores rurales tenían sus tertulias diarias,
mientras agotaban pavas enteras en sus cimarrones
y secaban alguna ropa eventualmente mojada en la diaria labor, muchas veces
al abrigo de un furioso temporal. Eran los días en cada cosa tenía su tiempo y
había tiempo para cada cosa, como dirían los paisanos sabios y veteranos.
Desde el punto de vista gastronómico, el horizonte del fogón
no estaba limitado a la mera función de
matera y asador. Muchas veces, sus fuegos servían para calentar enormes
calderos con pucheros o guisos de arroz, cuando no algún estofado de papas y
carne. Tengamos en cuenta que gran parte de los alimentos empleados se
preparaban en la misma estancia, como parte de otra costumbre en vías de
desaparición. Por norma general, los establecimientos tenían sus propias
carnicerías, sus huertas, sus gallineros y sus hornos de pan, que les proveían
todo lo necesario. Pocas eran las cosas que había que ir a buscar al pueblo, o
que llegaban periódicamente a través de los patrones o de encomiendas
ferroviarias: legumbres, conservas, bebidas, azúcar, algún que otro artículo
envasado y la infaltable “galleta” (1), cuyo fórmula era especialmente
atesorada por las panaderías pueblerinas. Para dar un ejemplo de ese cuasi
autoabastecimiento, según el testimonio de Rolando Urruti, en la estancia La
Noria, hacia 1940 “se carneaba una oveja
todos los días y un vacuno por semana. El sótano de la estancia estaba lleno de
factura de chancho (2) que preparaba
el “poyero” (…) La cocina de peones era usada según el trabajo diario; el
primero que llegaba la encendía, generalmente el que tenía que recorrer el
campo, y ponía una pava grande para el mate. Cada peón tenía su mate y la yerba
era provista por la estancia”.
Pero claro, la agilidad de los tiempos modernos fue
relegando aquellas viejas ceremonias de la rutina campera, a la vez que limitó
los fuegos a sus expresiones elementales. Hoy se come de un modo más
“civilizado” y, seguramente, más higiénico, pero carente por completo del
sentido casi mágico y la mística asequible en el fogón de antaño. Y aunque
algunas estancias tradicionales de la campiña argentina conservan sus materas
con un sentido casi museológico, ellas están vacías. Por fortuna, como decimos
siempre, nos quedan las crónicas, los testimonios y los buenos recuerdos.
Notas:
(1) La galleta de campo, gran compañera del mate y el asado,
es un pan campesino tradicional de los ámbitos rurales argentinos,
particularmente en la región de la Pampa Húmeda.
(2) En el lenguaje de la campiña criolla, se llama factura al conjunto de embutidos y
chacinados que se elaboran artesanalmente en el mismo campo. Incluye chorizos,
queso de chancho, morcillas y otras preparaciones de similar tenor. Para su producción se utilizan
indistintamente carnes porcinas o vacunas, e incluso la mezcla de ambas. La
siguiente es una imagen del llamado
“chorizo seco”.
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