viernes, 24 de enero de 2014

Antiguas publicidades de la gastronomía hotelera

En nuestros días, la hotelería está fuertemente asociada con el fenómeno del turismo. Resulta normal que la gente viaje por el puro placer de recorrer lugares, conocer nuevas regiones o, simplemente, disfrutar unos días de descanso en algún sitio alejado. Pero eso no  era  así  en la  Argentina  finisecular  del  XIX.  Por  el  contrario,  salvo  contadas excepciones, la mayor parte de la ocupación hotelera ti las distintas ciuda estaba relacionada con los viajes de trabajo. El avance de las líneas férreas había comenzado a comunicar los distintos puntos poblados de la patria de un modo seguro y rápido, lo que motivó su uso por parte de  trabajadores   y   profesionales que recorrían  el  país.   Viajantes  y  representantes comerciales,  gestores,  empleados  públicos con  tareas  específicas  (inspectores, auditores, etc.),  personal militar o policial y profesionales de la tecnología  (como los ingenieros y jefes que dirigían las obras públicas), eran algunos ellos (1). A esto debe sumarse el conocido fenómeno de la inmigración europea, tan marcada durante dicho período. En ese contexto, la proliferación de establecimientos del ramo hotelero era muy grande y su participación en los espacios publicitarios, creciente. Por ese motivo vamos a repasar algunos viejos anuncios publicados en diferentes medios gráficos nacionales entre 1880 y 1900 (2), con la particularidad de que todos ellos, en mayor o menor medida, hacen alusión al servicio gastronómico.


Comenzamos por un aviso relativo al gremio en cuestión aparecido en el diario “El Plata” en Agosto de 1882 y presentado como Café Restaurant Unión, aunque más adelante aclara que tiene comodidades para  “dar  hospedaje  con  toda  decencia  y  esmero”. Siguiendo esa línea garantiza que cuenta con un  “un  buen  cocinero  a  su  servicio, siempre a precios módicos”. El establecimiento se ubicaba en la calle Pedro de Mendoza, frente a la Boca del Riachuelo, y tal vez de allí viene el énfasis puesto en los elementos de confort disponibles para los Capitanes de Buque, sobre todo por el novedoso aparato telefónico Jower Bell de alta voz.


Luego nos vamos a la ciudad de Paraná en el año 1889, de acuerdo con cierto reclame del Hotel Central publicado en  “El Censor”.  En  este  caso  sorprende  la  referencia  más  que completa sobre las existencias de bebidas y tabacos, a saber: los pasajeros encontrarán siempre un completo surtido de vinos y licores, cervezas de varias marcas, rum (sic), conos, brevas, allones,  regalía,  imperiales,  damitas  y  todo  aquello  que contribuya a llenar los deseos de la clientela más exigente”. Bebestibles y cigarros pasan a ser así tan importantes como las mismas habitaciones, al igual que ocurre en el caso del Hotel Universal  de  Rosario,   que  directamente  publicitaba  las bondades de su nutrida bodega bajo la consigna “vinos, licores, conservas y aguas minerales procedentes de las mejores casas de Europa”.










Volvemos a Buenos Aires, más precisamente a  la   zona   céntrica   costera   de   aquel entonces, con sendos avisos de alojamientos pertenecientes a miembros de la colectividad alemana. Todo indica que tales comercios buscaban una clientela de ese mismo origen, dado    que    ambos    anuncios    están íntegramente escritos en idioma germano. Aun así se destacan las correspondientes referencias   cerveceras   con   mención explícita de marcas: el Hotel del Norte, sito en el Paseo de Julio (Av. Leandro N Alem de hoy), promociona la   cerveza Quilmes fresca de barril todos los días a 15 centavos el chopp, mientras que su competidor de la calle Corrientes 530 alude a la cerveza Bieckert siempre fresca (3)


Nuestro itinerario histórico culmina hacia 1890 en las ciudades de Olavarría y de Córdoba con dos ejemplos de la publicidad gastronómica de hotel enfocada en la pericia y el renombre de sus respectivos jefes de cocina.  En  el primer caso, el Hotel del Universo afirma que “el ramo de cocina está  bajo la dirección del señor  Andrés  Presa, acreditado cocinero de los principales hoteles de la capital y últimamente tan conocido en el Azul”. En el caso de la capital cordobesa, la publicidad del Hotel de la Paz no duda en anunciar que posee vinos finos y licores de todas clases, de las mejores marcas. Especialidad en conservas. Magnífico salón para banquetes y salones para comidas de familia. La cocina está a cargo de uno de los más afamados cocineros de Buenos Aires, que se encarga de dar gusto a todos. Para terminar nos detenemos sobre las dos frases plasmadas transversalmente en los costados y que hemos marcado con flecha roja: “frutas de todas clases”, a la izquierda, y “manteca fresca”, a la derecha.


La relación entre la hotelería y la gastronomía, tan en boga actualmente, tiene su origen cronológico mucho más lejos de lo que se puede llegar a pensar. Por eso, no está de más repasar estos invalorables  testimonios del pasado que nos hablan de la historia argentina a través del consumo humano.

Notas:

(1) En el museo histórico de la ciudad bonaerense de Magdalena se conserva el registro de gastos de un contingente de soldados y oficiales que habían asistido a la ciudad con motivo de cierto desfile en los años tempranos del 1900. Ello incluye las erogaciones por alojamiento, comidas y bebidas. El añoso documento es un buen ejemplo del tipo de pasajeros que se hospedaban en los hoteles de la época.
(2) Más anuncios al respecto pueden verse en el sitio del investigador Jorge Di Fiore:  www.publicidadsiglo19.com.ar
(3) En ese caso con error tipográfico incluido: Biekert en lugar de Bieckert. Vale recordar que a fines del siglo XIX la marca pertenecía a su creador, Emilio Bieckert, cuya fábrica se erigía en Esmeralda y Juncal.

miércoles, 15 de enero de 2014

Cormorán al horno, guiso de pingüino y milanesas de foca: platos de rutina para los viejos expedicionarios del mar austral

Las Islas Orcadas del Sur se encuentran dentro del círculo polar austral, a poco más de 120 kilómetros del extremo norte de la península antártica. La presencia de nuestro país en el lugar se remonta al 22 de febrero de 1904, cuando se enarboló allí por vez primera el pabellón nacional. Desde entonces hasta hoy  no cesaron  las  expediciones realizadascos, generalmente  enfocadas  en estudios científicos propios de esas regiones meridionales. Mucho tuvo que ver en ello el trabajo de la entonces Oficina Meteorológica Nacional (actual Servicio Meteorológico), que organizaba la mayoría de los viajes  y preparaba gran parte del personal destinado a tan dura y abnegada tarea. Una de esas personas, José Manuel Moneta, tuvo el singular privilegio de participar en las expediciones de 1923, 1925, 1927 y 1929. Como fruto de esa experiencia escribió un interesantísimo libro titulado “Cuatro años en las Orcadas del Sur” (1), en el que relata sus  vivencias  junto  a  un  puñado  de  compañeros (diferentes en cada ocasión) responsables de las diversas tareas inherentes al funcionamiento de la Estación Meteorológica radicada en el lugar (2).


El  texto  describe  las  diferentes  peripecias  que  debían experimentar los cinco o seis héroes destinados a una labor que llegaba a durar más de doce meses, comenzando un verano y concluyendo el siguiente. Sólo en época estival podía realizarse el relevo correspondiente,   ya que el resto del año las islas quedaban completamente encerradas por gruesas capas de hielo (3). En semejante contexto, el papel del cocinero resultaba fundamental para mantener la moral bien alta.   Al respecto, Moneta asegura que “el único placer susceptible de hacer más llevadera la vida antártica se traduce con estas palabras: comer bien”.   Por tal motivo se elegían hombres con experiencia cocinado en buques de alta mar durante períodos prolongados. En las cuatro expediciones reseñadas por el autor, el trabajo gastronómico le correspondió a Otto Zeiger (1923), Jorge Piper (1925), Conrado Becker (1927) y Rómulo Devoto (1929) (4). El arribo de cada grupo era acompañado por una gran cantidad de provisiones, especialmente alimentos en conserva que constituían la base de las comidas:  papas, hortalizas, frutas, carnes tipo corned beef y escabeches, amén de los aderezos, las salsas, las harinas, el arroz y los demás elementos culinarios básicos. No obstante,   era casi imposible pretender que el sufrido grupo se alimentara sólo de conservas durante todo un año,   por lo que los expedicionarios no titubeaban en asegurarse   -por sus propios medios-  una regular provisión de productos animales frescos típicos de esas latitudes. Mediante diferentes métodos de pesca, caza o captura, se agregaban al menú pingüinos, focas, aves voladoras y algunos pescados.


Los pingüinos eran las presas más abundantes y fáciles de cazar, tanto los animales como sus huevos. De estos últimos se obtenían hasta cinco mil cada verano y se los preparaba de las mismas formas que a  sus  similares  de  gallina,  aunque  tenían  la particularidad de que las claras seguían siendo transparentes incluso luego de cocinadas. Con la carne (pechugas y patas eran las únicas piezas comestibles) se preparaban guisos varios y milanesas, pero era necesario marinarla previamente debido a su acentuado sabor salvaje. El proceso comenzaba con el lavado y la colocación en fuentones enlozados; luego se agregaban vinagre, sal, pimienta, salsa inglesa y varias especias. En ese adobo debía permanecer al menos dos días.  Cada vez que se cansaban del pingüino,  la variante más común a su carne era la de foca, si bien tales bestias eran mucho menos numerosas y notoriamente difíciles de apresar. Cuando le sirvieron milanesa de foca por primera vez, el autor de la obra afirma que tuvo una gran desconfianza, pero luego de probar tan exótico plato quedó sorprendido por su terneza y buen sabor. “Parecía una vulgar milanesa de vaca condimentada”, asegura.


Otras posibilidades de obtener piezas comestibles eran  las aves voladoras (disparos de fusil y puntería mediante),   sobre todo los abundantes cormoranes que de manera eventual terminaban en el horno de la casa-observatorio a modo de pavos. La pesca bajo el hielo de acuerdo con el típico sistema esquimal resultaba menos frecuente, pero los especímenes obtenidos  eran  motivo  de  elogiosos  comentarios  por  parte  de  los comensales, quienes los encontraban invariablemente satisfactorios. Tal es el caso de un pez que tenía “cabeza grande y boca muy ancha, el lomo color grisáceo y el vientre amarillento. Su aspecto exterior no era atrayente, pero más tarde comprobé que su carne y su sabor no tenían nada que envidiarle al pejerrey”, sentencia el relato.


Desde luego, en los años posteriores la base fue mejorando sus instalaciones conforme progresaban las tecnologías y los elementos de confort. En la introducción a la edición de 1958, Moneta compara la holgada situación del personal antártico de esos años con las privaciones que debían  soportar los expedicionarios de su época. “Todas las bases tienen cámara frigorífica para la conservación de las reses vacunas que se proveen desde Buenos Aires para el consumo diario”,  asegura,  y  continúa: “ello contrasta con la alimentación a base de focas y pingüinos a la que forzosamente debíamos recurrir en el pasado”.   Para finalizar,  observemos un paralelismo similar referido al consumo de bebidas alcohólicas: “en las salas de estar de las bases modernas se pueden ver botellas de licores y bebidas espirituosas de conocidas marcas, de las que se hace uso sin las restricciones ni el racionamiento que nos imponíamos antiguamente en las Orcadas para que nuestro modesto cajón de whisky y de coñac alcanzara para todo el año, lo que nos permitía solamente una copita por hombre y por semana”. Sin dudas, aquellos hombres eran fuertes en cuerpo y espíritu. Eso les aseguró la supervivencia y el cumplimiento del deber en los inhóspitos confines australes del mundo cuando allí no había nada, literalmente.


Notas:

(1) Editorial Peuser, 1939. La obra tuvo un notable éxito extendido en el tiempo: el volumen en mi poder pertenece a la décima edición del año 1958.
(2) La primitiva vivienda ha sido preservada como museo, incluyendo muchos objetos de la vida cotidiana. Las siguientes son dos fotos de la casa tal cual se conserva hoy.


(3) Hasta 1927, el aislamiento con el mundo exterior era total. Recién ese año se instalaron aparatos de radiotelegrafía que permitieron el contacto con el continente.
(4) Los tres primeros eran alemanes y el último, argentino. Según refiere Moneta, semejante cambio de nacionalidad en la última expedición trajo aparejada la feliz presencia en la mesa de algunos platos muy porteños, como fainá y tallarines con tuco.

viernes, 3 de enero de 2014

El lucrativo negocio de fabricar bebidas a finales del siglo XIX 3

En dos entradas previas sobre el tema de referencia vimos la extendida práctica de adulteración que acompañaba (e incluso superaba) a la vitivinicultura honesta y convencional en los años finiseculares  previos  al  1900.  Tales  hábitos  eran extensivos a casi todas las demás bebidas, aunque es injusto generalizar más allá del lógico asombro ante la falta absoluta de controles gubernamentales tan propia de la época.   Por eso, hoy vamos a repasar una nutrida lista de productores y distribuidores licoristas que se contaban entre los honestos. Para eso recurrimos a una fuente que ya nos ha servido en anteriores   oportunidades:  la Guía  descriptiva de los principales establecimientos industriales de la República Argentina,  en  sus  ediciones  1893  y  1895.  Allí encontramos nada menos que  47 protagonistas del ramo, teniendo en cuenta que se trata de una Guía Industrial y no de un compendio oficial, por lo que es dable suponer que existían muchos más.


El  análisis  de  las  empresas  con  integridad  y  decencia  en  sus procedimientos no cambia el enfoque de “lucrativo negocio”, puesto que elaborar bebidas, legal o ilegalmente, tenía entonces el éxito garantizado por una  demanda  siempre  creciente  en  base  a  diversos  motivos encabezados por la inmigración. Repasando el texto de marras  pueden observarse datos interesantes respecto a este sector de la industria nacional. En primer lugar, la conexión casi constante entre el quehacer puramente licorista y otras ramas adyacentes del mismo género, como la importación de bebidas, la distribución de vinos y cervezas, la fabricación de hielo, vinagre, sodas y refrescos, e incluso algún caso en el que las bebidas alcohólicas van  de  la  mano  de  la  actividad  chocolatera  y confitera. No deja de llamar la atención, asimismo, el evidente uso de sustancias químicas  en los procesos productivos que nos ocupan. En cierta parte de una de las reseñas, el cronista alude a las “drogas necesarias para esta industria” utilizadas en  dos  sectores  que  resultan  ser  una constante a  lo  largo  de  todas  las  casas apuntadas: “laboratorio” y “droguería”. Otro denominador común es la referencia a los diferentes tipos de vasija con los que se contaba en aquellos días, sobre todo barricas, pipones, tercerolas, piletas y tinas. Conozcamos entonces a algunos  pioneros de los bebestibles nacionales hacia fines del XIX, mayormente sitos en Buenos Aires, Rosario y Córdoba.


- La Turinesa, Fábrica de licores de Francisco Sala (San Vicente, Córdoba) Productor de vermouth y de los chartreuse  Lágrima de San Vicente y Padre Kermann. En la zona de Altos del Sud contaba con plantaciones de menta, hinojo, cedrón y ajenjo, entre otras hierbas.
- Fábrica de ginebra, depósito de vinos y Casa Introductora de Wiedemburg y Hnos (Rivadavia entre Alvear y Santiago, Rosario) Fabricante de las Ginebras Bayadare y Globo, así como del Bitter de Holanda y el suizo Appenzell.
- Fábrica de licores de Balbiani Hnos (Paraguay 866, Rosario) Elaboraba Vermouth Nacional, Amargo Digestivo Nacional, Fernet Balbiani, Bitter, Ginebra Torre Eiffel y Refresco de Tamarindo.
- Fábrica de vermouth  y licores de Ernesto Rigolino (Tucumán 3149/55 Buenos Aires) Enfocada en productos como Vermouth con Quina (tipo Torino) (1), Amargo Quina, Aperitivo Colombina, Vermouth  Rigolino, Vermouth con Garus, Fernet Quina, Pippermint y el “sabroso Licor Chicago” (tipo Chartreuse), que tenía “cualidades digestivas excepcionales”.
- Fábrica de licores de Clarac Freres (Villa Catalinas, Buenos Aires) (2) Creadora e importadora de una abundante batería de productos y marcas, cuyo detalle puede observarse en el aviso a continuación.


- La Ibérica, Gran Fábrica a vapor  de confites, chocolates, dulces y licores de Rodríguez y Durán (Piedad 3477, Buenos Aires) Fundada en 1881, su descripción comienza por una bodega central en la que se ven “a dos pies del suelo”, cuatro hileras de pipas, bordelesas y toneles, todos llenos de vinos y licores de diversas clases. Llaman la atención del visitante varios toneles llenos de cognac  añejo “importado y expendido sin alteración alguna”. También producía Aperital, Ajenjo, Fernet, Carabanchel, Anís, Ginebra y Bitter, aunque la mención especial se la lleva el Kummel Cristalizado.
- Cervecería, fábrica de licores y de hielo a vapor de Gianassi y Passerino (Entre Ríos 752, Rosario) Sus principales productos eran  L’Amaro Explorator, Milan Bitter y el Amargo Paraguay, este último calificado como “especialidad americana febrífuga y digestiva”.
- Fábrica de licores, refrescos y aguas gaseosas de Angel Gambino (Azcuénaga 868/870, Buenos Aires) Establecida en 1860, se trataba de una prestigiosa casa que elaboraba Aperital, Fernet, Anís, Coñac, Chartreuse, Curacao, Ginebra, Rhum, Vermouth Torino y Francés, con acento en su renombrada marca Coliseo. Asimismo importaba los vinos italianos Barbera, Barolo, Brachetto, Butafuoco y Grignolino, entre otros.


- Destilería y fábrica de licores de Francisco Henzi (Salta esq. Corrientes, Rosario). La empresa era fabricante de Bitter Suizo, Fernet, Aperitif Francaise y Ajenjo, además de poseer la representación en Rosario de la casa Cunnington de aguas, del licor Alpinina y de la Cervecería Río II. Con cierto dejo de fascinación, el cronista habla de un barril de 200 litros con legítimo Rhum de Jamaica.
- Fábrica de licores de Carizzoni, Badano y Cía (Uruguay 948, Rosario) Producía, entre otros artículos, el Ajenjo Amargo, apropiado “para precaver los vértigos y el dolor de cabeza”, así  como la Coca Kina, calificada como “agradable aperitivo”.
- La Esperanza, fábrica a vapor de licores, gaseosas y soda de Isidoro Testa (San Antonio 261, Barracas al Norte) Elaboraba Fernet, Bitter, Cognac, Chartreuse y el Amaro San Gottardo, especialidad de la firma.
- Primera Fábrica de vinagre y licores de Santiago Mezzana y Hno (Moreno 2094, Buenos Aires) de allí salían el Vermouth Otello y el Carabanchel Mono, así como Ajenjo y Bitter, entre otros.


Como  se  ve,  un  interesante  repertorio  de  empresas empeñadas en el rubro de las bebidas (en su más amplia acepción), muchas de las cuales habían ganado premios en exposiciones nacionales e internacionales durante la década de 1880. Y no olvidemos que se trata de un breve resumen: podríamos hablar mucho más respecto de los diferentes establecimientos  apuntados  y  de  otros  que  omitimos mencionar, aunque  lo  repasado  da  una  idea  bastante concreta de la dinámica, próspera y variada industria de las bebidas en ese período histórico del cambio de siglo. En la próxima y última entrada de esta serie vamos a hacer un recorrido bien detallado por la intimidad de una de aquellas firmas –con fotos incluidas- tratando de descubrir alguno de los secretos que escondían los fabricantes  de bebidas en los viejos tiempos.

                                                            CONTINUARÁ…

Notas:

(1) Aunque hoy están fuera de uso, ciertas denominaciones genéricas eran entonces muy comunes, como el Vermouth  tipo Torino (oscuro y dulce) y el Vermouth  tipo Francés (blanco y seco).


(2) Actual barrio porteño de Villa Urquiza.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Brissago, el curioso cigarro que fue moda en la Argentina de antaño: crónica de una degustación 1

Dentro del amplio universo de productos históricos del tabaco (cigarros, cigarrillos, pipa, rapé, para mascar), es indudable que los puros tuvieron su momento de gloria en la segunda mitad del siglo XIX. Prácticamente no había tipo o marca que no fuera importado desde su país de origen  o  imitado  por  la manufactura argentina, lo cual tiene mucha lógica en vista de la variopinta inmigración que llegaba a estas tierras.   Eran tiempos en los que se fumaba mucho,  y  ofrecer algún tipo nuevo, diferente o exótico de cigarro aseguraba un suceso casi inmediato. Para otros empresarios del sector, el negocio era importar  o  fabricar los módulos más reconocidos  por  los inmigrantes en sus respectivas naciones. En cierta forma, la idea era ofrecerles algo que les recordara a la madre patria, al igual que ocurría con las bebidas y los alimentos. El caso de Italia es paradigmático, ya que sus tres tipos de puros más  célebres  comenzaron  a  ser ingresados  en  el  año  1861  y  en  poco  tiempo constituyeron un éxito de ventas, primero entre los propios peninsulares y luego entre los argentinos.


De aquellos tres cigarros famosos, hubo uno que se destacaba por su curiosa conformación:   era  el Brissago, también llamado Virginia o simplemente Cigarro de la paja. Este último calificativo provenía de la hebra de paja que lo atravesaba de lado a lado, empezando en la boquilla (hecha con el mismo material) y terminando en la otra punta del puro, cuyo formato era particularmente alargado y de calibre reducido. Por supuesto, la paja debía ser retirada antes del encendido, lo que liberaba un canal de aire en pleno corazón del cigarro. Se dice que esta conformación tan poco ortodoxa tuvo su origen con los aztecas, quienes acostumbraban a fumar las hojas de tabaco enrolladas en pequeñas cañas. De un modo u otro, lo cierto es que la fama del Brissago comenzó a partir de su fabricación en escala industrial, iniciada en Austria en 1844 y continuada en Suiza hacia 1847, precisamente en la localidad  homónima del cantón de Tessin o Ticino, según se pronuncie en francés o italiano. De hecho, Austria y Suiza son los únicos dos países del mundo que continúan confeccionando y consumiendo el producto que nos ocupa. En cada uno, las costumbres han reforzado los respectivos nombres históricos: en Austria se lo llama Virginia, y en Suiza Brissago.



















Si bien la celebridad de los cigarros suizos en nuestro país ya era importante, fue la influencia italiana la que llevó al puro “de la paja” hacia la consagración final entre los fumadores de la época. Recordemos que en el año 1866 culminó el proceso unificador de Italia mediante la incorporación del Véneto y  la Lombardía, hasta entonces en poder de Austria. Por tal motivo, el Brissago era muy popular en la parte noreste del país, lo que tuvo su posterior correlato en la Argentina de las décadas siguientes (1).  Para  el  período  1890-1895  (época de oro de la industria del puro nacional), los cigarros Brissagos eran importados desde la península y también elaborados en nuestro territorio por numerosas fábricas que empleaban personal especializado en esos artículos,  llamados  genéricamente “italianos” junto con los toscanos y los Cavour. Aquí era indistinto el uso de todas sus denominaciones, incluida la de “Brisago” -con una sola s- como lo testimonian muchos textos de entonces.   Existían fábricas particularmente enfocadas  en  ese  perfil de producción, como La Argentina y La Virginia, en Buenos Aires,  La Suiza, en Rosario, y Miguel Campins, en Tucumán (2).


La excelencia de la manufactura tabacalera nacional era motivo de crónicas y comentarios en diarios, revistas y guías industriales. Sobre la fábrica La Argentina, un relato descriptivo de 1895 dice que “el cigarro italiano de la paja  virginia elaborado por “La Argentina” se expende en la plaza con marcas propias registradas, lo que le ha valido una clientela numerosa y sólida…”   Otro  alude  al  establecimiento  La  Virginia  y  su espacioso salón “en el que numerosos operarios se están ocupando en la confección de los cigarros de la paja  y Cavours,  que  forman  la  especialidad  de  la  casa  y  han conquistado un merecido crédito por su exquisita elaboración” En la empresa tucumana de Miguel Campins, mientras tanto, otra reseña indica que “64 mujeres se ocupan especialmente de la elaboración de cigarros llamados de la paja”.



Podríamos seguir apuntando datos y referencias antiguas sobre este curioso y olvidado artículo del buen fumar  que fue tan popular en nuestra patria, pero creo que lo visto es suficiente. Hoy, como dijimos, sólo es producido por un puñado de pequeñas factorías austríacas y suizas.  Durante mucho tiempo pensé que nunca iba a poder probar nada por el estilo, pero la buena fortuna me llevó de viaje por el centro de Europa hace poco tiempo, casi sin quererlo, incluyendo un  paso rápido por el aeropuerto de Viena. Y allí, para mayor suerte aún, encontré una nutrida tabaquería en la que pude hacerme de varias cajas de Virginia en diferentes versiones y distintas marcas. De esos ejemplares hicimos una degustación, que volcaremos aquí en la segunda y última entrada de esta serie.

                                                            CONTINUARÁ…

Notas:

(1) La popularidad de los cigarros finos y alargados en la segunda mitad del siglo XIX, fueran Brissagos auténticos, imitaciones de ellos, toscanos enteros o simplemente puros del estilo panetela (el formato clásico cubano más parecido), era muy marcada no solamente en nuestro país. Muchas películas del género del western muestran a los personajes de la época fumando puros  con  tales  características,  a  los  que  se denominaba Virginia Cheroots. Esa recreación histórica del antiguo oeste norteamericano es correcta y puede hacerse extensiva a los cinco continentes, ya que la fama de la que hablamos abarcaba Europa, América y todos los países con presencia cultural del Viejo Mundo.


(2) Sobre algunas de estas fábricas hemos hecho una descripción detallada en el blog Tras las huellas del toscano.   A La Suiza podemos encontrarla aquí mismo, en una entrada del 3/12/2012.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Cuando el mate con churrasco era almuerzo de maquinistas

A partir de la  inauguración del primer ferrocarril argentino, el 30 de  agosto  de  1857,  se produjo en nuestro país una enorme transformación. Este novedoso sistema de transporte a  vapor acortó  las  distancias  y  abarató  los  costos  de producción, consolidando  la  expansión  de  la  economía. Algunas  décadas más  tarde,  semejante  adelanto  logró generar el desarrollo de una industria pesada y hasta llegó a consolidar  cierta arquitectura  industrial  característica  de barracas, galpones y chimeneas. En los comienzos del siglo XX el ferrocarril era tecnología de punta, comparable con los vuelos espaciales de hoy. Sin embargo, por detrás de estas profundas modificaciones, también se creó una nueva forma de trabajo. Los  miles de empleados ferroviarios diseminados por todo nuestro territorio pasaron a constituir un gremio muy apreciado por el resto de la sociedad. Maquinistas, guardas, jefes de estación, auxiliares, mecánicos, cambistas y guardabarreras fueron, entre otros, personajes típicos de las ciudades y los pueblos argentinos.


Dentro de este amplio abanico de trabajadores de   la especialidad  hubo  una  categoría  que  logró destacarse sobre las demás, especialmente en los tiempos del vapor.   Era  el  llamado “personal de locomotoras”, formado individualmente por una dupla de maquinista y foguista (1). El primero se encargaba de la conducción propiamente dicha, mientras que el segundo tenía como tarea mantener la presión de la caldera según las necesidades del servicio (2). Los diferentes tipos de trenes exigían distintos tiempos de viaje: un mismo trayecto podía tardar hasta cinco veces más en un tren regular de carga (que paraba en todas las estaciones para acoplar o desacoplar vagones) que en una formación de pasajeros del tipo “expreso” (3). En los convoyes cargueros más lentos solía haber paradas  largas (hasta dos horas)  que invitaban a relajarse un rato, iniciar la charla con el compañero y disfrutar de una comida in situ. En otros casos, el almuerzo o la cena debía hacerse con el tren andando. Ahora bien, ¿qué podían comer los maquinistas y foguistas en la reducida cabina de esos monstruos de fuego?  Por  suerte,  algunas crónicas escritas  y  muchos relatos verbales de viejos conductores nos permiten tener una idea sobre los hábitos alimenticios a bordo de una máquina vaporera.


Juan Zibechi, maquinista del Ferrocarril Provincial de Buenos Aires (4), escribió en 1987 un interesante artículo titulado “Pintura de un día de trabajo”. En él relata con bastante detalle las alternativas de un  itinerario entre Carlos Beguerie y La Plata, comenzando en la temprana madrugada de cierto día invernal de 1930 y culminando diez horas después. El tiempo empleado en el viaje permite apreciar la lentitud habitual de los cargueros regulares, ya que la distancia entre las dos estaciones señaladas no supera los 130 kilómetros. El costado gastronómico del relato comienza de entrada, cuando le comunican el servicio que debe tomar: “si se trata de un tren de carga, que empleará entre 10 y 12 horas, hay que almorzar en el viaje. En tal caso habrá que comprar un asado, que se cocina muy bien sobre el by pass de las locomotoras suecas. En cambio, si la locomotora es alemana tipo Pacífico serie H, el asado debe ponerse en la batea. Allí se asa bien, pero demora mucho” (5).   Más  adelante sentencia  lo  siguiente:  “el  personal  de locomotoras, casi en su totalidad, se alimenta como los viejos criollos: a mate amargo y churrasco”.


Tal menú de perfil gauchesco era muy frecuente  por su simplicidad, pero no el único. Carlos Ferreyra, otro maquinista de la vieja guardia que trabajó en el Ferrocarril Roca entre 1954 y 1992,  recuerda muy bien la diversidad de vituallas que se preparaban en el horno de las locomotoras a vapor cuando había tiempo para ello. A diferencia del sistema anterior, esta segunda modalidad exigía que el tren estuviera detenido, dado que era imprescindible forzar los gases tóxicos de la combustión hacia afuera con el llamado “soplador” y abrir la tapa del horno. Luego de unos minutos y con el aire limpio,  podían verse los ladrillos refractarios de la parte interna al rojo vivo. En otras palabras, un lugar ideal para introducir espetones metálicos con bifes, asado, chorizos o cualquier otra pieza cárnica imaginable. Aunque menos frecuente, no era raro que allí también se cocinaran empanadas, panes y hasta pizzas, cambiando los espetones por palas. Los reglamentos internos no prohibían específicamente ese tipo de prácticas,  siempre  y  cuando  no afectaran la seguridad y el cumplimiento del horario. Por ende, la cosa estaba librada a la creatividad y las habilidades culinarias de cada trabajador ferroviario.


Desde luego que no habrán faltado los sándwiches o las viandas traídas desde el hogar, sobre todo en los viajes rápidos sin espacio para el relax. Pero no está de más recordar, también, las comidas elaboradas por aquellos  improvisados asadores y cocineros del riel que surcaron nuestras vías.

Notas:

(1) Durante las primeras épocas, a ellos se sumaba el pasaleña, operario responsable de llevar las piezas de leña desde el tender hasta el hogar de la locomotora. Su labor se volvió obsoleta con el posterior uso del carbón y los combustibles líquidos.
(2) Las “necesidades del servicio” implican  diversas velocidades y requerimientos de tracción. La caldera debía funcionar a máxima potencia durante los tramos largos a mayores velocidades, o cuando la formación era pesada, como en el caso de los trenes de carga. Pero en ocasión de velocidades moderadas, trenes livianos, tramos cortos entre estaciones o paradas prolongadas, la presión necesaria era mucho menor. El foguista era el encargado de regular dicho parámetro de acuerdo con esas alternativas comunes a cualquier viaje, tratando de utilizar racionalmente el agua y el combustible.
(3) Los trenes cargueros más lentos eran aquellos que llevaban mercaderías como cereal, minerales y leña. Otros debían desarrollar mayor velocidad y contaban con un horario ajustado por la característica perecedera de su carga: frutas, leche o aves. Los trenes de hacienda también tenían un horario rápido y exigente, ya que los animales perdían peso durante el viaje. Recordemos que la mayor parte de la red ferroviaria nacional era de vía sencilla, es decir, una sola vía con doble sentido de circulación. Para el cruce de trenes se recurría a las vías auxiliares dispuestas en todas las estaciones, donde una formación aguardaba el paso de otra. Los puntos de cruce y las prioridades de paso ya estaban  establecidos en los horarios internos del ferrocarril. Los trenes de pasajeros contaban siempre con prioridad, y el horario de los cargueros se determinaba, como señalamos, de acuerdo a su carga.


 (4) El FCPBA, de trocha angosta, fue inaugurado en 1914. Tenía cabecera en La Plata y desde allí se dirigía a Mira Pampa (en el límite con la provincia homónima). También contaba con ramales a Olavarría y Pehuajó, así como  un  ramal suburbano hasta la localidad de Avellaneda. Las líneas largas fueron clausuradas en 1961, y el ramal a Avellaneda en 1977.
(5) Como es lógico, la crónica está llena de jerga ferroviaria. Las locomotoras suecas y alemanas a las que se refiere son las Nohab y las Henschel, respectivamente, que encabezaban la mayoría de los trenes de ese ferrocarril. El by pass y la batea son partes externas del horno de las locomotoras, según el modelo, que permiten  su utilización a modo de “planchas” cuando están muy calientes.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Cien años de burbujas argentinas

Ya hemos señalado algunas veces que los registros relativos al consumo de alimentos y  bebidas  a finales  del  siglo  XIX  demuestran  una  activa importación desde Europa, con importante presencia de productos de alta gama. En materia vinícola, ello suponía la introducción constante de las mejores etiquetas francesas, españolas e italianas de la época, además de un numeroso pelotón de vinos dulces, licorosos y encabezados  provenientes de Portugal y Alemania.   En semejante contexto, el auténtico Champagne constituía un consumo muy importante en volumen, que a los ojos actuales impresiona por su variedad y calidad. Muchas de las marcas favoritas entre las clases altas de entonces todavía se cuentan entre las más aristocráticas del mundo (Pommery, Roederer, Mumm, Veuve Clicquot), mientras que otras, destacadas en su tiempo, han desaparecido (Duc de Montebello). El panorama de la importación no varió mucho desde entonces hasta la crisis de 1930, con una interrupción durante la Primera Guerra Mundial que hizo difícil la llegada de los embarques correspondientes. En ese período, no fueron pocos los emprendedores argentinos que lograron  compensar parte de la oferta con una incipiente elaboración de espumantes nacionales, cuyo desarrollo había empezado algunos años antes.


En  efecto,  los indicios documentales indican que fueron Carlos Kalless y Luis Tirasso los primeros en alcanzar el éxito en la materia. Kalless fue uno de los primeros vinicultores especializados en elaborar y vender espumantes al estilo "Champagne", aunque otros le asignan ese privilegio a un compatriota suyo, el militar Juan Von Toll. De cualquier manera, el dueto mencionado en primer término había fundado  el  establecimiento  Santa  Ana  en  1891.  Una publicación de 1910  describe el establecimiento aludiendo a la  “sección destinada al Champagne, que cuenta con todos los elementos indispensables y personal técnico contratado expresamente en el extranjero. Y luego continúa, refiriéndose a la bodega en general: “de aquí salen los Medoc y Sauternes argentinos, el Champagne mendocino y toda una colección de vinos añejos de tipos superiores, como una revelación para este país". No debe sorprender el uso indiscriminado de apelaciones foráneas, dado que era una costumbre muy común en esos años, especialmente si tenemos en cuenta que un porcentaje muy elevado de la población estaba constituido por extranjeros, quienes no tenían otra manera de reconocer los tipos y variedades de vinos con ciertas pretensiones de calidad.


Si bien en la década de 1920 continúa existiendo un consumo alto con algunas importantes apariciones dentro segmento,  (como el “Barón de Río Negro”, que llegó a exportarse a Europa), ya se advierte una lenta declinación en términos de prestigio y diversidad de etiquetas.  Mientras permanece siendo un artículo apreciado por el grupo económicamente dominante, el “champán” es mencionado en los tangos como algo decadente, asociado a los cabarets y los sórdidos locales nocturnos  del ámbito prostibulario. Entre las clases más bajas,  la  sidra  (prácticamente desconocida en el país a principios del siglo) iba ganando terreno como la bebida para las celebraciones y los brindis. A principios de los cuarenta, algunas bodegas se lanzaron a producir vinos gasificados dulces tintos y rosados para atraer a la numerosa colectividad italiana. Con nombres de fantasía evocadores de similares de la península (Gamba di Pernice, Nebbiolo, Asti), estos productos lograron tener una buen suceso en su momento, pero el ambiente de las burbujas no lograba despegar en estas latitudes australes del mundo.


En el período de la posguerra posterior a 1945,  los vinos burbujeantes argentinos recobraron algo de su antiguo ímpetu, tal cual lo demuestran viejas publicidades gráficas de ese período (1). Sin embargo, el gran salto fue dado en 1960, cuando la casa Möet & Chandon se instaló en Agrelo, Mendoza, para elaborar una nueva línea de “champañas” que rápidamente ganaron  mercado hasta liderarlo por completo a mediados de los setenta.  Finalizando el decenio de 1980 fueron varias las bodegas mendocinas  que empezaron a elaborar espumantes de valores altos, lo cual tuvo su explosión hacia el 2000. Hoy, a poco más de un siglo de las primeras burbujas argentinas, el mercado de vinos espumantes crece y se diversifica. Tal vez así lo soñaron aquellos pioneros que realizaron las primeras elaboraciones, en el amanecer de la industria del vino nacional.

Notas: 

(1) Sobre el tema de las viejas publicidades de espumantes, ver entrada del 9/5/2012 “Vinos en el recuerdo 1”