miércoles, 15 de enero de 2014

Cormorán al horno, guiso de pingüino y milanesas de foca: platos de rutina para los viejos expedicionarios del mar austral

Las Islas Orcadas del Sur se encuentran dentro del círculo polar austral, a poco más de 120 kilómetros del extremo norte de la península antártica. La presencia de nuestro país en el lugar se remonta al 22 de febrero de 1904, cuando se enarboló allí por vez primera el pabellón nacional. Desde entonces hasta hoy  no cesaron  las  expediciones realizadascos, generalmente  enfocadas  en estudios científicos propios de esas regiones meridionales. Mucho tuvo que ver en ello el trabajo de la entonces Oficina Meteorológica Nacional (actual Servicio Meteorológico), que organizaba la mayoría de los viajes  y preparaba gran parte del personal destinado a tan dura y abnegada tarea. Una de esas personas, José Manuel Moneta, tuvo el singular privilegio de participar en las expediciones de 1923, 1925, 1927 y 1929. Como fruto de esa experiencia escribió un interesantísimo libro titulado “Cuatro años en las Orcadas del Sur” (1), en el que relata sus  vivencias  junto  a  un  puñado  de  compañeros (diferentes en cada ocasión) responsables de las diversas tareas inherentes al funcionamiento de la Estación Meteorológica radicada en el lugar (2).


El  texto  describe  las  diferentes  peripecias  que  debían experimentar los cinco o seis héroes destinados a una labor que llegaba a durar más de doce meses, comenzando un verano y concluyendo el siguiente. Sólo en época estival podía realizarse el relevo correspondiente,   ya que el resto del año las islas quedaban completamente encerradas por gruesas capas de hielo (3). En semejante contexto, el papel del cocinero resultaba fundamental para mantener la moral bien alta.   Al respecto, Moneta asegura que “el único placer susceptible de hacer más llevadera la vida antártica se traduce con estas palabras: comer bien”.   Por tal motivo se elegían hombres con experiencia cocinado en buques de alta mar durante períodos prolongados. En las cuatro expediciones reseñadas por el autor, el trabajo gastronómico le correspondió a Otto Zeiger (1923), Jorge Piper (1925), Conrado Becker (1927) y Rómulo Devoto (1929) (4). El arribo de cada grupo era acompañado por una gran cantidad de provisiones, especialmente alimentos en conserva que constituían la base de las comidas:  papas, hortalizas, frutas, carnes tipo corned beef y escabeches, amén de los aderezos, las salsas, las harinas, el arroz y los demás elementos culinarios básicos. No obstante,   era casi imposible pretender que el sufrido grupo se alimentara sólo de conservas durante todo un año,   por lo que los expedicionarios no titubeaban en asegurarse   -por sus propios medios-  una regular provisión de productos animales frescos típicos de esas latitudes. Mediante diferentes métodos de pesca, caza o captura, se agregaban al menú pingüinos, focas, aves voladoras y algunos pescados.


Los pingüinos eran las presas más abundantes y fáciles de cazar, tanto los animales como sus huevos. De estos últimos se obtenían hasta cinco mil cada verano y se los preparaba de las mismas formas que a  sus  similares  de  gallina,  aunque  tenían  la particularidad de que las claras seguían siendo transparentes incluso luego de cocinadas. Con la carne (pechugas y patas eran las únicas piezas comestibles) se preparaban guisos varios y milanesas, pero era necesario marinarla previamente debido a su acentuado sabor salvaje. El proceso comenzaba con el lavado y la colocación en fuentones enlozados; luego se agregaban vinagre, sal, pimienta, salsa inglesa y varias especias. En ese adobo debía permanecer al menos dos días.  Cada vez que se cansaban del pingüino,  la variante más común a su carne era la de foca, si bien tales bestias eran mucho menos numerosas y notoriamente difíciles de apresar. Cuando le sirvieron milanesa de foca por primera vez, el autor de la obra afirma que tuvo una gran desconfianza, pero luego de probar tan exótico plato quedó sorprendido por su terneza y buen sabor. “Parecía una vulgar milanesa de vaca condimentada”, asegura.


Otras posibilidades de obtener piezas comestibles eran  las aves voladoras (disparos de fusil y puntería mediante),   sobre todo los abundantes cormoranes que de manera eventual terminaban en el horno de la casa-observatorio a modo de pavos. La pesca bajo el hielo de acuerdo con el típico sistema esquimal resultaba menos frecuente, pero los especímenes obtenidos  eran  motivo  de  elogiosos  comentarios  por  parte  de  los comensales, quienes los encontraban invariablemente satisfactorios. Tal es el caso de un pez que tenía “cabeza grande y boca muy ancha, el lomo color grisáceo y el vientre amarillento. Su aspecto exterior no era atrayente, pero más tarde comprobé que su carne y su sabor no tenían nada que envidiarle al pejerrey”, sentencia el relato.


Desde luego, en los años posteriores la base fue mejorando sus instalaciones conforme progresaban las tecnologías y los elementos de confort. En la introducción a la edición de 1958, Moneta compara la holgada situación del personal antártico de esos años con las privaciones que debían  soportar los expedicionarios de su época. “Todas las bases tienen cámara frigorífica para la conservación de las reses vacunas que se proveen desde Buenos Aires para el consumo diario”,  asegura,  y  continúa: “ello contrasta con la alimentación a base de focas y pingüinos a la que forzosamente debíamos recurrir en el pasado”.   Para finalizar,  observemos un paralelismo similar referido al consumo de bebidas alcohólicas: “en las salas de estar de las bases modernas se pueden ver botellas de licores y bebidas espirituosas de conocidas marcas, de las que se hace uso sin las restricciones ni el racionamiento que nos imponíamos antiguamente en las Orcadas para que nuestro modesto cajón de whisky y de coñac alcanzara para todo el año, lo que nos permitía solamente una copita por hombre y por semana”. Sin dudas, aquellos hombres eran fuertes en cuerpo y espíritu. Eso les aseguró la supervivencia y el cumplimiento del deber en los inhóspitos confines australes del mundo cuando allí no había nada, literalmente.


Notas:

(1) Editorial Peuser, 1939. La obra tuvo un notable éxito extendido en el tiempo: el volumen en mi poder pertenece a la décima edición del año 1958.
(2) La primitiva vivienda ha sido preservada como museo, incluyendo muchos objetos de la vida cotidiana. Las siguientes son dos fotos de la casa tal cual se conserva hoy.


(3) Hasta 1927, el aislamiento con el mundo exterior era total. Recién ese año se instalaron aparatos de radiotelegrafía que permitieron el contacto con el continente.
(4) Los tres primeros eran alemanes y el último, argentino. Según refiere Moneta, semejante cambio de nacionalidad en la última expedición trajo aparejada la feliz presencia en la mesa de algunos platos muy porteños, como fainá y tallarines con tuco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario