jueves, 14 de enero de 2016

Mate, vino y ginebra: tres bebidas típicas de la historia argentina según el ingeniero Alfredo Ebelot

Como bien dice Amaro Villanueva (1) en el prólogo de la edición 1961 de Editorial Universitaria, Alfredo Ebelot (2) escribió  La Pampa “con alma de amigo”. Este hombre excepcional (como tantos de su generación) vivió más de una década en nuestro país y supo sobrellevar la dura existencia del llamado desierto, nombre con el que se conocía en el siglo XIX a la inmensidad de tierras sureñas habitadas por aborígenes  y  por el variopinto muestrario humano presente en las guarniciones militares y sus embrionarios poblados adyacentes. Allí, entre indios, milicos y pulperos, Ebelot llegó a pensar como gaucho y, sobre todo, a comprender profundamente la idiosincrasia de aquellos hombres cuyo particular  y  legendario modo de vida aún es motivo de admiración y curiosidad en todo el mundo civilizado. Desde luego, en las páginas de La Pampa no faltan las menciones tangenciales (pero aun así valiosísimas) de comidas, bebidas y tabacos consumidos en tan notorios parajes, por tan peculiares personas y en tan singular momento de nuestra historia.


Cada capítulo del libro es una descripción de cierto lugar, personaje o costumbre típica. El primero de todos, titulado El velorio, resulta interesante por el carácter insólito de la usanza delineada. En efecto, su texto pormenoriza cierto hábito otrora muy común en las zonas rurales de toda América hispana: la de velar a los niños pequeños  (llamados “angelitos” en tales ocasiones) durante varios días en medio de un ambiente cuasi festivo, con abundancia de comida, bebidas y baile. La cosa comienza con el arribo de Ebelot y una reducida comitiva del ejército a cierta pulpería sita en medio del campo (llamada “esquina” en la jerga campera).  Invitados a pasar la noche, los forasteros comienzan a preparar un ovino asado en la rudimentaria cocina del lugar. Mientras se encontraba sentado sobre una cabeza de buey y en medio de una humareda abominable (3), el autor fue reconocido como un destacado alsinista (4) e invitado de inmediato a pasar a otra sala, donde se desarrollaba una de las mencionadas jornadas de duelo por la muerte de un chiquillo de la zona. El velorio en sí mismo ofrece un cuadro de situación tan inusitado a nuestra mirada actual que resulta un conjunto tragicómico y grotesco a la vez. De las muchas y detalladas estampas expuestas nos quedamos con la siguiente, que resume a la perfección el ambiente reinante:    un pesado olor a sebo (por las velas), a cigarro y a ginebra cargaba la atmósfera. Un humo denso, tan denso como en la cocina, pero más desabrido, lo envolvía todo, comunicando a las cosas un carácter extraño (…) Se discernían las parejas en medio del humo;   el brazo de los mozos envolvía estrechamente el corpiño de las muchachas, y les hablaban de cerca, algo encendidos por la bebida. Ellas reían a mandíbula batiente y echaban  sonoros piropos (…) Algunos viejos en los rincones fumaban y discutían de caballos…



Viene a colación de lo anterior una infaltable remembranza de las pulperías, que el ingeniero galo detalla en otro capítulo, donde asegura que yo he visto muchas pulperías, he tomado ginebra en un sinnúmero de  boliches,  con  gauchos  de  toda catadura, desde los suburbios de Buenos Aires hasta los confines de la Patagonia.  En el caso que nos ocupa, el titular del establecimiento (situado a tres días  de  galera (5) desde la última estación de ferrocarril) era un vasco joven recién llegado a América. Su carácter republicano y socialista le había valido muchos problemas familiares (su parentela era íntegramente carlista y su padrino cura), por lo cual debió emigrar a tan lejanas comarcas. El hombre de referencia era quien trabajaba dentro de una sociedad de dos (el inversionista era el patrón), aunque tenía expectativas de progreso merced al que consideraba como verdadero “negocio”:   la compra, el acopio  y  la venta de cueros. Pero lo que más nos interesa aquí es un enunciado que enaltece los gustos del susodicho al decir: (…) teníamos estas pláticas en los fondos del almacén, cuya entrada estaba para mí siempre franca, apurando copas de un vinito cuyo análogo no se hubiera hallado registrando todas  las  pulperías  de  la provincia. Mi huésped, sólido bebedor, no tomaba sino vino, y tenía buen paladar. Los malos aguardientes con que se embrutece el gaucho no le decían nada.


Desde luego que no falta el mate en las amenas líneas de Ebelot. Sus cualidades son abundantemente ensalzadas a lo largo de otro apartado,    pero la síntesis textual de todo ello es la siguiente: una pava y una curga seca (6) es cuanto se necesita (…) Con esto, en pleno desierto, en cinco minutos, cuando principie a sentirse el borbollón del  agua hirviendo sobre un fuego improvisado de bosta de ovejas o de tallos secos de cardos, el viajero habrá apagado su sed, se hallará reconfortado y alegre al aspirar lentamente con la bombilla unos sorbos del líquido bien caliente.  Le parecerá que no todo es malo en el mundo ,   y que el generoso mortal que generalizó el mate en tan inhospitalarias soledades habrá de ser varón que entendía la vida… Sobran las palabras, sobre todos si consideramos la gente, el lugar y la época.


Si este fuera un espacio de divulgación histórica en general, harían falta incontables entradas para referir todo lo bueno y apreciable que ofrece La Pampa a quien sondea sus páginas. Pero nos quedamos, como siempre, con aquello que invoca esos viejos consumos de nuestros antepasados.

Notas:

(1) Poeta, escritor y ensayista argentino (1900-1969). Fundador de la Academia Porteña del Lunfardo.
(2) Ingeniero francés (1839-1920). Radicado en Buenos Aires desde 1870, fue llamado por Adolfo Alsina en 1875 para colaborar técnicamente en la construcción de la célebre Zanja de Alsina. Tras la muerte de éste continuó trabajando para el gobierno en diferentes obras que lo obligaron a recorrer buena parte del territorio patrio.
(3) Tengamos en cuenta dos cosas harto frecuentes en la ruda campiña de la época: la llamada “cocina” era un simple fogón sin ventanas, y para alimentar el fuego se utilizaba bosta seca de vaca u oveja.
(4) El partido alsinista o autonomista era un movimiento político encabezado por Adolfo Alsina, quien fue gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1866 y vicepresidente de Sarmiento entre 1868 y 1874. La creciente popularidad  de su figura lo hacía el favorito para las elecciones presidenciales de 1880, pero el inesperado y prematuro fallecimiento en 1877 impidió la concreción de tales aspiraciones.
(5) Ya lo hemos mencionado alguna vez, pero vale la pena repetirlo: la galera era el carruaje de pasajeros utilizado en estas tierras, equivalente a la célebre diligencia tan difundida por el cine norteamericano. La que sigue es una foto mucho más cercana en el tiempo (circa 1920) de uno de esos transportes. En el costado se puede leer la leyenda con indicación de su recorrido: Mar del Plata a Balcarce. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, dicho método de locomoción fue perdiendo vigencia merced al desarrollo de las líneas férreas, pero logró subsistir casi un siglo para unir trayectos cortos que no estaban servidos por tren en forma directa. El ejemplo de la foto es bien demostrativo: aunque son muy cercanas entre sí, Balcarce y Mar del Plata pertenecían a ramales diferentes del Ferrocarril Sud, por lo que un viaje en tren implicaba un largo rodeo y la incomodidad de varios trasbordos. La galera, en cambio, era directa, pero esa ventaja finalmente sucumbió frente a la competencia del automotor.

 

(6) Curga: mate (recipiente) en guaraní. 

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