Como bien dice Amaro Villanueva (1) en el prólogo de la
edición 1961 de Editorial Universitaria, Alfredo Ebelot (2) escribió La Pampa “con alma de amigo”. Este
hombre excepcional (como tantos de su generación) vivió más de una década en
nuestro país y supo sobrellevar la dura existencia del llamado desierto, nombre con el que se conocía
en el siglo XIX a la inmensidad de
tierras sureñas habitadas por aborígenes y por el variopinto muestrario humano
presente en las guarniciones militares y sus embrionarios poblados adyacentes.
Allí, entre indios, milicos y pulperos, Ebelot llegó a pensar como gaucho y, sobre todo, a comprender
profundamente la idiosincrasia de aquellos hombres cuyo particular y legendario
modo de vida aún es motivo de admiración y curiosidad en todo el mundo
civilizado. Desde luego, en las páginas de La
Pampa no faltan las menciones tangenciales (pero aun así valiosísimas) de comidas,
bebidas y tabacos consumidos en tan notorios parajes, por tan peculiares
personas y en tan singular momento de nuestra historia.
Cada capítulo del libro es una descripción de cierto lugar,
personaje o costumbre típica. El primero de todos, titulado El velorio, resulta interesante por el
carácter insólito de la usanza delineada. En efecto, su texto pormenoriza cierto
hábito otrora muy común en las zonas rurales de toda América hispana: la de velar
a los niños pequeños (llamados
“angelitos” en tales ocasiones) durante varios días en medio de un ambiente
cuasi festivo, con abundancia de comida, bebidas y baile. La cosa comienza con
el arribo de Ebelot y una reducida comitiva del ejército a cierta pulpería sita
en medio del campo (llamada “esquina” en la jerga campera). Invitados a pasar
la noche, los forasteros comienzan a preparar un ovino asado en la rudimentaria
cocina del lugar. Mientras se encontraba sentado sobre una cabeza de buey y en
medio de una humareda abominable (3),
el autor fue reconocido como un destacado alsinista
(4) e invitado de inmediato a pasar a otra sala, donde se desarrollaba una de
las mencionadas jornadas de duelo por la muerte de un chiquillo de la zona. El
velorio en sí mismo ofrece un cuadro de situación tan inusitado a nuestra mirada
actual que resulta un conjunto tragicómico y grotesco a la vez. De las muchas y detalladas estampas expuestas nos quedamos con la siguiente, que
resume a la perfección el ambiente reinante: un pesado olor a sebo (por las velas), a cigarro y a ginebra cargaba la atmósfera. Un humo denso, tan denso
como en la cocina, pero más desabrido, lo envolvía todo, comunicando a las
cosas un carácter extraño (…) Se
discernían las parejas en medio del humo; el brazo de los mozos envolvía estrechamente
el corpiño de las muchachas, y les hablaban de cerca, algo encendidos por la
bebida. Ellas reían a mandíbula batiente y echaban sonoros piropos (…) Algunos viejos en los rincones fumaban y discutían de caballos…
Viene a colación de lo anterior una infaltable remembranza
de las pulperías, que el ingeniero galo detalla en otro capítulo, donde asegura
que yo he visto muchas pulperías, he
tomado ginebra en un sinnúmero de boliches, con gauchos de toda catadura, desde
los suburbios de Buenos Aires hasta los confines de la Patagonia. En el
caso que nos ocupa, el titular del establecimiento (situado a tres días de galera (5) desde la última estación de
ferrocarril) era un vasco joven recién llegado a América. Su carácter
republicano y socialista le había valido muchos problemas familiares (su
parentela era íntegramente carlista y su padrino cura), por lo cual debió
emigrar a tan lejanas comarcas. El hombre de referencia era quien trabajaba
dentro de una sociedad de dos (el inversionista era el patrón), aunque tenía expectativas de progreso merced al que
consideraba como verdadero “negocio”: la compra, el acopio y la venta de
cueros. Pero lo que más nos interesa aquí es un enunciado que enaltece los
gustos del susodicho al decir: (…) teníamos
estas pláticas en los fondos del almacén, cuya entrada estaba para mí siempre
franca, apurando copas de un vinito cuyo análogo no se hubiera hallado
registrando todas las pulperías de la provincia. Mi huésped, sólido bebedor, no
tomaba sino vino, y tenía buen paladar. Los malos aguardientes con que se
embrutece el gaucho no le decían nada.
Desde luego que no falta el mate en las amenas líneas de
Ebelot. Sus cualidades son abundantemente ensalzadas a lo largo de otro apartado, pero la síntesis textual de todo ello es la siguiente: una pava y una curga seca (6) es
cuanto se necesita (…) Con esto, en
pleno desierto, en cinco minutos, cuando principie a sentirse el borbollón
del agua hirviendo sobre un fuego
improvisado de bosta de ovejas o de tallos secos de cardos, el viajero habrá
apagado su sed, se hallará reconfortado y alegre al aspirar lentamente con la
bombilla unos sorbos del líquido bien caliente. Le parecerá que no todo es malo
en el mundo , y que el generoso mortal que generalizó el mate en tan
inhospitalarias soledades habrá de ser varón que entendía la vida… Sobran las palabras, sobre todos si consideramos la gente, el lugar y la época.
Si este fuera un espacio de divulgación histórica en general, harían falta incontables entradas para referir todo lo bueno y
apreciable que ofrece La Pampa a quien
sondea sus páginas. Pero nos quedamos,
como siempre, con aquello que invoca esos viejos consumos de nuestros
antepasados.
Notas:
(1) Poeta, escritor y ensayista argentino (1900-1969). Fundador
de la Academia Porteña del Lunfardo.
(2) Ingeniero francés (1839-1920). Radicado en Buenos Aires
desde 1870, fue llamado por Adolfo Alsina en 1875 para colaborar técnicamente
en la construcción de la célebre Zanja de
Alsina. Tras la muerte de éste continuó trabajando para el gobierno en
diferentes obras que
lo obligaron a recorrer buena parte del territorio patrio.
(3) Tengamos en cuenta dos cosas harto frecuentes en la ruda
campiña de la época: la llamada “cocina” era un simple fogón sin ventanas, y
para alimentar el fuego se utilizaba bosta seca de vaca u oveja.
(4) El partido alsinista o autonomista era un movimiento político encabezado por Adolfo
Alsina, quien fue gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1866 y
vicepresidente de Sarmiento entre 1868 y 1874. La creciente popularidad de su figura lo hacía el favorito para las
elecciones presidenciales de 1880, pero el inesperado y prematuro fallecimiento
en 1877 impidió la concreción de tales aspiraciones.
(5) Ya lo hemos mencionado alguna vez, pero vale la pena
repetirlo: la galera era el carruaje
de pasajeros utilizado en estas tierras, equivalente a la célebre diligencia tan difundida por el cine
norteamericano. La que sigue es una foto mucho más cercana en el tiempo (circa
1920) de uno de esos transportes. En el costado se puede leer la leyenda con
indicación de su recorrido: Mar del Plata
a Balcarce. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, dicho método de
locomoción fue perdiendo vigencia merced al desarrollo de las líneas férreas,
pero logró subsistir casi un siglo para unir trayectos cortos que no estaban
servidos por tren en forma directa. El ejemplo de la foto es bien demostrativo:
aunque son muy cercanas entre sí, Balcarce y Mar del Plata pertenecían a
ramales diferentes del Ferrocarril Sud, por lo que un viaje en tren implicaba
un largo rodeo y la incomodidad de varios trasbordos. La galera, en cambio, era
directa, pero esa ventaja finalmente
sucumbió frente a la competencia del automotor.
(6) Curga: mate (recipiente) en guaraní.
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