Aunque pertenece a Portugal, la isla montañosa de Madeira se
encuentra ubicada 650 kilómetros al oeste de Marruecos, en el Oceáno
Atlántico, muy cerca del paralelo 33 de latitud
norte. Su naturaleza volcánica se une al clima húmedo subtropical para ofrecer un extraordinario paisaje que combina colores terrosos con tonos
vegetales de diferentes variantes cromáticas. En ese contexto, sumado al hecho
de ser un enclave crucial para la navegación, no resulta extraño que el cultivo
de la vid y la elaboración de vinos tengan allí una antigüedad medida en centurias. Desde tiempos remotos, numerosas uvas de indudable ascendencia lusitana fueron utilizadas para elaborar
caldos muy apreciados por los europeos y especialmente por los británicos,
constituidos durante largo tiempo en reyes del comercio marítimo internacional. Para la era colonial de la Reina Victoria, el vino de Madeira se contaba entre
los más buscados por los súbditos del imperio mientras el alcance de su comercialización se extendía a casi todos
los puntos del planeta.
El activo comercio que tuvo nuestro país con aquella nación
desde su misma independencia vuelve muy lógico y frecuente el hallazgo de
referencias, documentos y testimonios sobre el producto. Si bien no alcanzaba
la misma popularidad que sus “primos” de género Jerez y Oporto (1), el Madeira fue parte integrante
de los consumos patrios a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del XX
(3). Con su nombre portugués original o bajo la castellanización de Madera
se lo encuentra en casi todas las estadísticas aduaneras del período, así como en algunas
disposiciones relativas a los derechos
de importación. Las mismas indican que su ingreso a nuestros puertos se
efectuaba tanto en botellas como en los célebres “cascos” de distinto tipo y tamaño tan comunes para el transporte de mercaderías líquidas y sólidas.
Lamentablemente, esa misma afinidad con sus congéneres nos impide tener
certezas sobre los volúmenes que se manejaban alrededor de su comercio, ya que aparece invariablemente unido a ellos. Los guarismos del Oporto o del Jerez
solían ser apuntados indistintamente solos o en grupo con otros vinos, pero en
el caso del Madeira siempre sucedía lo segundo. De todos modos, y basándonos en
otros tipos de registros (como las publicidades antiguas), no dudamos en
aseverar que se trataba de un artículo que hoy llamaríamos de elite o de nicho.
Con todo y así las cosas, decidimos probar un ejemplar este
legendario vino que deleitaba a la aristocracia nacional hace doscientos años. Para ello no tuve que seleccionar demasiado, ya que encontré una única botella
entre mis existencias: un Bual (3)
elaborado y envasado por Antonio Eduardo
Enriques en la ciudad de Funchal,
capital y principal centro poblado de la isla. Como casi todos sus similares,
la etiqueta no presenta alusión cronológica alguna sobre cosecha o fraccionamiento (generalmente provienen de una mezcla de añadas), pero sí puedo aseverar con
certeza que lo adquirí en el año 1992 durante cierta estadía en Barcelona, más precisamente en una sucursal de las célebres tiendas El Corte Inglés. Por lo tanto, al momento de su apertura, la
botella levaba guardada poco más de 23 años. Otras referencias disponibles en
el envase eran los 19° de alcohol y el infaltable sello de garantía que
acredita su genuinidad.
La ocasión elegida fue la sobremesa de una cena familiar en
pleno invierno, y para extraer el corcho (pieza entera tradicional, sin el
tapón plástico adosado tan común en otros vinos licorosos) tomamos todas las
precauciones del caso teniendo en cuenta la antedicha longevidad. Al momento
del servicio en las copas mostró un color nada distinto al que esperábamos, descriptible como marrón intenso y opaco, no muy brillante. El aroma rebalsaba
los sentidos de todas las notas típicas en este tipo de brebajes nobles y dulces: frutas secas, compotas, mermelada, miel, cuero, torrefacción y un largo
etcétera. Pero lo más remarcable estaba dado por el gusto, moderadamente dulce
a la vez que dotado de una importante acidez, propia de las uvas que crecen en
terrenos volcánicos. Esta característica es quizás la principal “seña
particular” del Madiera y una de las que
ha construido su mítica fama al posibilitar la distribución mundial en la era de la navegación a vela, ya
que los vinos dulces de alto grado alcohólico y marcada acidez no se degradaban
durante los largos viajes en barco. Seguramente, también era ese el perfil buscado por los habitantes
de nuestro territorio que podían acceder a su cata, al igual que lo hicimos
nosotros en compañía de una torta de chocolate y un café espresso que resaltaron la silueta añeja
y evocadora de bodegas subterráneas, puertos y mares
Como conclusión, degustamos un viejo vino licoroso extranjero
de acreditada fama, y esto es, en definitiva,
lo mismo que se importaba en el siglo XIX. Por otra parte, es un hecho
que los ajetreos del periplo marítimo sufridos por los Madeiras antiguos
modificaban su sabor y aceleraban su evolución. ¿Habrá compensado esa
particularidad el añejamiento de 23 años en la botella, acercando lo que
probamos al sabor que tenía en el pasado? Quizás sí, o quizás no, pero lo bueno
es que seguimos en la misma búsqueda.
Notas:
(1) Tanto uno como otros pertenecen al grupo de los vinos encabezados o fortificados, que son aquellos a los que se les agrega alcohol
vínico en algún momento de su elaboración. La familiaridad se extiende a
numerosos elementos históricos en común,
como la misma época de esplendor, la
influencia británica en su propagación mundial o la relación tradicional de su
consumo con el aperitivo (para los tipos secos) o el postre (para los tipos
dulces). En el caso del Madeira y el Oporto (no así en el de Jerez) existe
además una condición de durabilidad que los ha vuelto, en muchos casos, productos más apreciados por su antigüedad que por cualquier otra cosa. Aún hoy
son frecuentes los remates de botellas antiguas que suelen superar holgadamente
el siglo de vida, especialmente en Londres y Nueva York.
(2) Hablamos de un consumo acotado a niveles socioeconómicos
más bien elevados. Si bien ningún vino importado resultaba barato en aquel
entonces, el Madeira fue siempre particularmente oneroso, y lo sigue siendo. El
principal motivo es su escasez crónica, ya que la producción tiene evidentes factores limitantes de orden
geográfico, y por eso resulta bastante menor que la de la mayoría de los vinos
famosos similares.
(3) Las cuatro categorías básicas del Madeira corresponden a
sendos cepajes y determinan tipos con
diferente grado de dulzor, color e intensidad de sabor. Del más seco al más
dulce, esas categorías son Sercial, Verdelho, Bual y Malmsey (que significa Malvasía).
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