domingo, 6 de septiembre de 2015

Probando un vino licoroso que deleitaba a la vieja aristocracia argentina

Aunque pertenece a Portugal, la isla montañosa de Madeira se encuentra ubicada  650 kilómetros al oeste de Marruecos,  en el Oceáno Atlántico,  muy cerca del paralelo 33 de latitud  norte. Su naturaleza volcánica se une  al clima húmedo  subtropical  para  ofrecer  un extraordinario paisaje que combina colores terrosos con tonos vegetales de diferentes variantes cromáticas. En ese contexto, sumado al hecho de ser un enclave crucial para la navegación, no resulta extraño que el cultivo de la  vid  y  la elaboración  de vinos  tengan  allí  una antigüedad  medida en  centurias.   Desde  tiempos remotos, numerosas uvas de indudable ascendencia  lusitana fueron utilizadas para elaborar caldos  muy  apreciados  por  los  europeos  y especialmente por los británicos, constituidos durante largo tiempo en reyes del comercio marítimo internacional.  Para la era colonial de la Reina Victoria,  el vino de Madeira se contaba entre los más buscados por los súbditos del imperio mientras el alcance de  su comercialización se extendía a casi todos los puntos del planeta.


El activo comercio que tuvo nuestro país con aquella nación desde su misma independencia vuelve muy lógico  y  frecuente el hallazgo de referencias, documentos y testimonios sobre el producto. Si bien no alcanzaba la misma popularidad que sus “primos” de género Jerez  y  Oporto (1),   el Madeira fue parte integrante de los consumos patrios a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del XX (3). Con su nombre portugués original o bajo la castellanización de Madera  se lo encuentra en casi todas las estadísticas  aduaneras del período, así como en algunas disposiciones  relativas a los derechos de importación. Las mismas indican que su ingreso a nuestros puertos se efectuaba tanto en botellas como en los célebres “cascos” de distinto tipo  y  tamaño tan comunes para el transporte de mercaderías líquidas  y sólidas. Lamentablemente, esa misma afinidad con sus congéneres nos impide tener certezas sobre los volúmenes que se manejaban alrededor de su comercio,  ya  que aparece invariablemente unido a ellos. Los guarismos del Oporto o del Jerez solían ser apuntados indistintamente solos o en grupo con otros vinos, pero en el caso del Madeira siempre sucedía lo segundo. De todos modos, y basándonos en otros tipos de registros (como las publicidades antiguas), no dudamos en aseverar que se trataba de un artículo que hoy llamaríamos de elite o de nicho.


Con todo y así las cosas, decidimos probar un ejemplar este legendario vino que deleitaba a la aristocracia nacional hace doscientos años.  Para ello no tuve que seleccionar demasiado, ya que encontré una única botella entre mis existencias: un Bual (3) elaborado y envasado por Antonio Eduardo Enriques en la ciudad de Funchal, capital y principal centro poblado de la isla. Como casi todos sus similares, la etiqueta no presenta alusión cronológica  alguna  sobre cosecha  o  fraccionamiento (generalmente provienen de una mezcla de añadas),  pero sí puedo aseverar con certeza que lo adquirí en el año 1992 durante cierta estadía en Barcelona,  más precisamente  en  una  sucursal  de  las célebres tiendas El Corte Inglés. Por lo tanto, al momento de su apertura,  la botella levaba guardada poco más de 23 años.  Otras referencias disponibles en el envase eran los 19° de alcohol y el infaltable sello de garantía que acredita su genuinidad.


La ocasión elegida fue la sobremesa de una cena familiar en pleno invierno, y para extraer el corcho (pieza entera tradicional, sin el tapón plástico adosado tan común en otros vinos licorosos) tomamos todas las precauciones del caso teniendo en cuenta la antedicha longevidad. Al momento del servicio en las copas mostró un color nada distinto al que esperábamos,  descriptible  como marrón intenso y opaco, no muy brillante. El aroma rebalsaba los sentidos de todas las notas típicas en este tipo de brebajes nobles y  dulces:  frutas  secas,  compotas, mermelada,  miel,  cuero, torrefacción y un largo etcétera. Pero lo más remarcable estaba dado por el gusto, moderadamente dulce a la vez que dotado de una importante acidez, propia de las uvas que crecen en terrenos volcánicos. Esta característica es quizás la principal “seña particular” del Madiera  y una de las que ha construido su mítica fama al posibilitar la distribución  mundial en la era de la navegación a vela, ya que los vinos dulces de alto grado alcohólico y marcada acidez no se degradaban durante los largos viajes en barco. Seguramente, también  era ese el perfil buscado por los habitantes de nuestro territorio que podían acceder a su cata, al igual que lo hicimos nosotros en compañía de una torta de chocolate y un café espresso que resaltaron la silueta añeja y evocadora de bodegas subterráneas, puertos y mares


Como conclusión, degustamos un viejo vino licoroso extranjero de acreditada fama, y esto es, en definitiva,  lo mismo que se importaba en el siglo XIX. Por otra parte, es un hecho que los ajetreos del periplo marítimo sufridos por los Madeiras antiguos modificaban su sabor y aceleraban su evolución. ¿Habrá compensado esa particularidad el añejamiento de 23 años en la botella, acercando lo que probamos al sabor que tenía en el pasado? Quizás sí, o quizás no, pero lo bueno es que seguimos en la misma búsqueda.

Notas:

(1) Tanto uno como otros pertenecen al grupo de los vinos encabezados o fortificados, que son aquellos a los que se les agrega alcohol vínico en algún momento de su elaboración. La familiaridad se extiende a numerosos elementos  históricos en común, como la misma  época de esplendor, la influencia británica en su propagación mundial o la relación tradicional de su consumo con el aperitivo (para los tipos secos) o el postre (para los tipos dulces). En el caso del Madeira y el Oporto (no así en el de Jerez) existe además una condición de durabilidad que los ha vuelto,  en muchos casos,  productos más apreciados por su antigüedad que por cualquier otra cosa. Aún hoy son frecuentes los remates de botellas antiguas que suelen superar holgadamente el siglo de vida, especialmente en Londres y Nueva York.


(2) Hablamos de un consumo acotado a niveles socioeconómicos más bien elevados. Si bien ningún vino importado resultaba barato en aquel entonces, el Madeira fue siempre particularmente oneroso, y lo sigue siendo. El principal motivo es su escasez crónica, ya que la producción  tiene evidentes factores limitantes de orden geográfico, y por eso resulta bastante menor que la de la mayoría de los vinos famosos similares.
(3) Las cuatro categorías básicas del Madeira corresponden a sendos cepajes y determinan  tipos con diferente grado de dulzor, color e intensidad de sabor. Del más seco al más dulce, esas categorías son  Sercial, Verdelho, Bual y Malmsey (que significa Malvasía).


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