viernes, 28 de agosto de 2015

San José de Flores, el antiguo paraíso porteño de los alimentos frescos

Quienes habitamos Buenos Aires en el siglo XXI sabemos algo sobre las quintas productoras de frutas y hortalizas que aún existen en el llamado “tercer cordón” que rodea a la ciudad, tanto por su lado norte (Pilar, Escobar) como por el oeste (Luján) y por el sur (Florencio Varela,  Berazategui).  Sin embargo, retrotrayendo el calendario apenas unas cuatro   o   cinco   décadas,   esos   mismos emprendimientos agrícolas en pequeña escala podían hallarse mucho más cerca, en Quilmes, Burzaco, Ituzaingó o San Miguel (1).  Pero  si seguimos remontando el curso del tiempo hasta el siglo XIX, nos encontraremos con que la región que abastecía a los mercados porteños de alimentos frescos no se encontraba fuera de los límites actuales de la metrópolis federal, sino dentro de ellos. En aquella época, cuando la traza urbana no iba mucho más allá de barrios como Recoleta, Villa Crespo  o  Balvanera,  existía muy cerca de allí una importante superficie ocupada por unidades de producción de diferente tipo y magnitud (2), pero que la historia ha dado en recordar unánimemente con el apelativo de “quintas”. Veremos que muchas de ellas se fueron transformando en casas de veraneo antes del avance definitivo de la urbanización y que su variedad de usos fue ciertamente amplia.  Con ese eje temático en vista,  nos vamos a concentrar en el antiguo partido bonaerense de mayor tradición en el tema: San José de Flores.


La historia de Flores como paraje reconocido con ese nombre -motivado en los terrenos donados por Ramón Francisco Flores- arranca hacia 1806 con la creación del curato homónimo, declarado municipio apenas cinco años después. Su importancia estratégica radicaba en ser cruzado por la  franja del Camino Real  (hoy  Rivadavia)  más cercana a Buenos Aires, lo que convertía al pueblo en paso obligado de las carretas arribadas del norte y el oeste con cueros, lanas, granos, yerba y otros artículos típicos de la campaña más lejana.  Pero  además,  el lugar  presentaba  excelentes características para la producción de frutas y hortalizas en pequeña y mediana escala, así como para la crianza de vacas lecheras (3) y ovejas. Aunque no hay demasiadas alusiones al respecto, tampoco caben dudas de que se criaban  gallinas, pollos, patos y demás aves de corral. No faltaban asimismo los productores de trigo que abastecían a numerosas panaderías, ni tampoco las incipientes y primitivas actividades industriales como los  hornos de ladrillos. La profusión de árboles frutales (especialmente  naranjos y durazneros) le añadía una cualidad muy buscada en los viejos tiempos: el acceso abundante y fácil a la leña, fundamental para las cocinas y los hogares.


En un muy buen trabajo realizado por Valeria Ciliberto, del CONICET, ciertas frases resumen bien la cuestión. Por ejemplo, al señalar que “a través de los padrones podemos entrever cómo en torno a la propiedad de Flores, al oeste del puerto y sólo un poco  más  allá  del ejido,  miles  de  pequeños labradores y un grupo más reducido de importantes personajes porteños crearon con su trabajo e inversiones un mundo productivo (…) De  este universo de extramuros, de chacras y quintas, hornos ladrilleros y potreros de alfalfa de las primeras  décadas del siglo XIX conservamos pocas imágenes, algunas litografías de artistas locales y las impresiones de ciertos viajeros asombrados por la vertiginosa expansión del cinturón agrícola que alimentaba a la gran aldea” Hay mucho para citar respecto a este último punto, pero seleccionamos un relato en particular por su viveza descriptiva. El francés Xavier Marmier, en 1850, habla de una “población muy interesante que es la de propietarios de quintas, verduleros y horticultores que abastecen a la ciudad de frutas y legumbres. Sus terrenos cercados no presentan el lindo aspecto que podemos observar en los alrededores de París (…) En estos alrededores, la mano del hombre interviene poco.  Los árboles,  las frutas  y  las  legumbres  crecen entremezcladas,  con  toda exuberancia y un poco a la buena de Dios”. Luego agrega: “hay verdaderos bosques de durazneros que dan con mucha abundancia una fruta algo dura, pero sana y sabrosa. También crece el naranjo, pero sus frutos no tienen el perfume ni el jugo de las naranjas de Malta y de La Habana”.


Con la llegada del pionero Ferrocarril del Oeste en 1857, San José de Flores se vio empujado por el imperioso tobogán de la urbanización asociada al progreso y los avances tecnológicos: primero fue la transformación de sus parcelas productivas en quintas de veraneo y esparcimiento para las clases altas de Buenos Aires. Muchas de estas casonas (a veces auténticas mansiones construidas en los decenios de 1860 y 1870)  perduraron hasta no hace mucho ligadas a los apellidos de sus propietarios: Terrero, Visillac, Murature y Unzué, entre otros.  Unas pocas subsisten gracias a su condición de patrimonio histórico, como ocurre con la Casa Marcó del Pont, contigua a la estación de tren, o la quinta de los Olivera, transformada en centro cultural dentro  del Parque  Avellaneda.  Difícil resulta hoy imaginar alguna parte de  Flores, Floresta, Villa Santa Rita,  Liniers  o  Villa Luro pletórica de arboledas, caminos de tierra  y  carros cargados con los productos que crecían allí mismo, donde hoy hay concreto, baldosas y pavimento. Pero así fue alguna vez, y siempre es bueno recordarlo.


Notas:

(1) La agricultura familiar en los partidos que hoy forman el conurbano  también es muy antigua y existen incontables testimonios y menciones volcados en  todo tipo de fuentes históricas. Sin ir más lejos, ya hemos repasado en alguna ocasión que Melville Bagley creó la celebérrima Hesperidina a partir de unas naranjas provenientes de su quinta de Bernal, en el partido de Quilmes.
(2) Los planos muestran que la ciudad propiamente dicha ocupaba más o menos la cuarta parte del territorio capitalino de hoy, cuyas dimensiones son de 203 kilómetros cuadrados, por lo que podemos calcular someramente unos 150 kilómetros cuadrados para la zona semi-rural contigua, distribuida entre Flores, Belgrano y un pequeño vértice correspondiente a San Martín.  En el siguiente mapa de 1888  (apenas realizada la capitalización de los dos municipios mencionados en primer término) se observa muy bien el panorama. Nótese que tanto Flores como Belgrano muestran un mínimo desarrollo urbanístico sólo en la parte aledaña a las correspondientes estaciones ferroviarias.


(3) Como dijimos, existían otros polos del mismo tenor en localidades suburbanas más alejadas, que fueron cobrando importancia cuando Flores empezó a urbanizarse aceleradamente merced a los loteos,  la construcción de viviendas  y  la apertura de nuevas calles que desplazaron a la agricultura. Uno de esos lugares, muy mencionado en testimonios y documentos de antaño, era Morón. La siguiente es una publicidad sobre los quesos que allí se elaboraban, lo que denota una presencia intensiva de tambos. Fue publicada en el diario Sud América durante el año 1882.


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