Quienes habitamos Buenos Aires en el siglo XXI sabemos algo
sobre las quintas productoras de frutas y hortalizas que aún existen en el
llamado “tercer cordón” que rodea a la ciudad, tanto por su lado norte (Pilar,
Escobar) como por el oeste (Luján) y por el sur (Florencio Varela, Berazategui). Sin embargo, retrotrayendo el calendario apenas unas cuatro o cinco décadas, esos mismos emprendimientos agrícolas en pequeña escala podían
hallarse mucho más cerca, en Quilmes, Burzaco, Ituzaingó o San Miguel (1). Pero si seguimos remontando el curso del tiempo hasta el siglo XIX, nos
encontraremos con que la región que abastecía a los mercados porteños de
alimentos frescos no se encontraba fuera de los límites actuales de la
metrópolis federal, sino dentro de ellos. En aquella época, cuando la traza
urbana no iba mucho más allá de barrios como Recoleta, Villa Crespo o Balvanera, existía muy cerca de allí una importante superficie ocupada por unidades de
producción de diferente tipo y magnitud (2), pero que la historia ha dado en
recordar unánimemente con el apelativo de “quintas”. Veremos que muchas de
ellas se fueron transformando en casas de veraneo antes del avance definitivo
de la urbanización y que su variedad de usos fue ciertamente amplia. Con ese
eje temático en vista, nos vamos a concentrar en el antiguo partido bonaerense
de mayor tradición en el tema: San José de Flores.
La historia de Flores como paraje reconocido con ese nombre
-motivado en los terrenos donados por Ramón Francisco Flores- arranca hacia 1806
con la creación del curato homónimo, declarado municipio apenas cinco años
después. Su importancia estratégica radicaba en ser cruzado por la franja del Camino Real (hoy Rivadavia)
más cercana a Buenos Aires, lo que convertía al pueblo en paso obligado
de las carretas arribadas del norte y el oeste con cueros, lanas, granos, yerba
y otros artículos típicos de la campaña más lejana. Pero además, el lugar presentaba excelentes características para la producción de frutas y hortalizas
en pequeña y mediana escala, así como para la crianza de vacas lecheras (3) y ovejas. Aunque no hay demasiadas
alusiones al respecto, tampoco caben dudas de que se criaban gallinas, pollos, patos y demás aves de
corral. No faltaban asimismo los productores de trigo que abastecían a
numerosas panaderías, ni tampoco las incipientes y primitivas actividades
industriales como los hornos de
ladrillos. La profusión de árboles frutales (especialmente naranjos y durazneros) le añadía una cualidad
muy buscada en los viejos tiempos: el acceso abundante y fácil a la leña,
fundamental para las cocinas y los hogares.
En un muy buen trabajo realizado por Valeria Ciliberto, del
CONICET, ciertas frases resumen bien la cuestión. Por ejemplo, al
señalar que “a través de los padrones podemos
entrever cómo en torno a la propiedad de Flores, al oeste del puerto y sólo un
poco más allá del ejido, miles de pequeños labradores y un grupo más reducido
de importantes personajes porteños crearon con su trabajo e inversiones un
mundo productivo (…) De este universo de extramuros, de chacras y quintas,
hornos ladrilleros y potreros de alfalfa de las primeras décadas del siglo XIX conservamos pocas
imágenes, algunas litografías de artistas locales y las impresiones de ciertos
viajeros asombrados por la vertiginosa expansión del cinturón agrícola que
alimentaba a la gran aldea” Hay mucho para citar respecto a este último
punto, pero seleccionamos un relato en particular por su viveza descriptiva. El
francés Xavier Marmier, en 1850, habla de una “población muy interesante que es la de propietarios de quintas,
verduleros y horticultores que abastecen a la ciudad de frutas y legumbres. Sus
terrenos cercados no presentan el lindo aspecto que podemos observar en los
alrededores de París (…) En estos alrededores, la mano del hombre interviene
poco. Los árboles, las frutas y las legumbres crecen entremezcladas, con toda
exuberancia y un poco a la buena de Dios”. Luego agrega: “hay verdaderos bosques de durazneros que
dan con mucha abundancia una fruta algo dura, pero sana y sabrosa. También
crece el naranjo, pero sus frutos no tienen el perfume ni el jugo de las
naranjas de Malta y de La Habana”.
Con la llegada del pionero Ferrocarril del Oeste en 1857, San José de Flores se vio empujado
por el imperioso tobogán de la urbanización asociada al progreso y los avances
tecnológicos: primero fue la transformación de sus parcelas productivas en quintas de veraneo y esparcimiento para
las clases altas de Buenos Aires. Muchas de estas casonas (a veces auténticas
mansiones construidas en los decenios de 1860 y 1870) perduraron hasta no hace
mucho ligadas a los apellidos de sus propietarios: Terrero, Visillac,
Murature y Unzué, entre otros. Unas pocas subsisten gracias a su condición de
patrimonio histórico, como ocurre con la Casa
Marcó del Pont, contigua a la estación de tren, o la quinta de los Olivera,
transformada en centro cultural dentro del Parque Avellaneda. Difícil resulta
hoy imaginar alguna parte de Flores,
Floresta, Villa Santa Rita, Liniers o Villa Luro pletórica de arboledas, caminos de tierra y carros cargados con los productos que crecían
allí mismo, donde hoy hay concreto, baldosas y pavimento. Pero así fue alguna
vez, y siempre es bueno recordarlo.
Notas:
(1) La agricultura familiar en los partidos que hoy forman
el conurbano también es muy antigua y
existen incontables testimonios y menciones volcados en todo tipo de fuentes históricas. Sin ir más
lejos, ya hemos repasado en alguna ocasión que Melville Bagley creó la
celebérrima Hesperidina a partir de
unas naranjas provenientes de su quinta de Bernal, en el partido de Quilmes.
(2) Los planos muestran que la ciudad propiamente dicha
ocupaba más o menos la cuarta parte del territorio capitalino de hoy, cuyas
dimensiones son de 203 kilómetros cuadrados, por lo que podemos calcular
someramente unos 150 kilómetros cuadrados para la zona semi-rural contigua,
distribuida entre Flores, Belgrano y un pequeño vértice correspondiente a San
Martín. En el siguiente mapa de 1888 (apenas realizada la capitalización de los
dos municipios mencionados en primer término) se observa muy bien el panorama.
Nótese que tanto Flores como Belgrano muestran un mínimo desarrollo urbanístico
sólo en la parte aledaña a las correspondientes estaciones ferroviarias.
(3) Como dijimos, existían otros polos del mismo tenor en
localidades suburbanas más alejadas, que fueron cobrando importancia cuando
Flores empezó a urbanizarse aceleradamente merced a los loteos, la construcción
de viviendas y la apertura de nuevas calles que desplazaron a la agricultura.
Uno de esos lugares, muy mencionado en testimonios y documentos de antaño, era
Morón. La siguiente es una publicidad sobre los quesos que allí se elaboraban,
lo que denota una presencia intensiva de tambos. Fue publicada en el diario Sud
América durante el año 1882.
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