Además de las consecuencias obvias, como el desmesurado
aumento demográfico, el fenómeno inmigratorio que vivió nuestro país a finales
del siglo XIX y principios del XX tuvo otros efectos menos conocidos. Uno de
ellos ocurrió porque aquel desplazamiento humano estaba compuesto
mayormente de hombres jóvenes y solteros que arribaban solos, sin ninguna
atadura familiar. Eso trajo aparejado un fuerte desequilibrio en el natural
balance entre sexos dentro de la población, por lo cual aumentaron de modo
considerable los conflictos masculinos relativos a tener compañía femenina. El
historiador Edgardo Rocca señala que “la
creciente rivalidad por conquistar y poseer una mujer en esos años exigía la
misma energía que para poder defender la propia”. En semejante contexto,
las autoridades de la ciudad de Buenos Aires (donde el problema mostraba su
faceta más dura) optaron por flexibilizar las leyes referidas al comercio
sexual. Formalmente, eso se hizo legalizando dicha actividad bajo ciertas pautas tributarias y sanitarias, pero la realidad histórica demuestra que el grueso de las prostitutas trabajaba en forma absolutamente clandestina, así
como los personajes o establecimientos que las explotaban. Esto no escapaba al
conocimiento de la autoridad competente,
pero la actitud frente al problema era igualmente permisiva, traducida
en controles livianos y muy esporádicos.
Aunque existieron todo tipo de burdeles dispersos por
distintos barrios porteños, cierta zona tuvo una particular gravitación
histórica en el ramo, cuya mala fama perduró hasta la década de 1970. Nos
referimos a El Bajo porteño, nombre
que aún hoy sirve para designar el alargado rectángulo formado por la Avenida Leandro N. Alem (antes Paseo de Julio), la Avenida
Corrientes, la calle 25 de Mayo y la Avenida Rivadavia. La explicación de por
qué los tugurios se concentraban allí tiene una evidente correspondencia con su
antiguo perfil portuario: desde los tiempos de la colonia hasta el decenio de
1880 era un sitio costero donde desembarcaba el pasaje y las tripulaciones de los barcos, mientras
que de 1890 en adelante continuó con esa misma silueta merced al emplazamiento
del Puerto Madero. Todo eso hacía rebosar el vecindario de inmigrantes,
marineros y trabajadores navales, afincados en inquilinatos o simplemente de
paso, pero siempre propensos a gastar sus jornales en bebida y diversión. Y
como bien dice la doctrina del capitalismo, habiendo demanda aparece la
oferta. Ahora bien, ¿qué mejor que la
actividad gastronómica para disimular el funcionamiento de un lupanar? Cafés
mal iluminados (llamados cantantes), bares
conocidos como dancing, teatros del
“género alegre” con servicio de bebidas
y otros especímenes del mismo tenor ocultaban invariablemente la
existencia de antros y eran un
imán perfecto para esos miles de hombres solos que recorrían las orillas del
Plata en los viejos tiempos.
Así, para el cambio de siglo, se leían cosas como ésta en
los periódicos de la ciudad: “Municipales
– Desalojo de Cafetines – Con motivo de la denuncia formal presentada por un
número notable de vecinos contra los frecuentes desórdenes y actos de
inmoralidad que se producen en los cafetines de la calle 25 de Mayo, el Intendente ha recomendado a la Inspección General que haga cumplir
estrictamente las disposiciones de policía que prohíben que las camareras se
sienten en compañía de los clientes o se estacionen en las puertas de la calle”
(La Nación, 14 de octubre de 1900). Además de las razones recién manifiestas, los parroquianos que
frecuentaban tales reductos también se reunían con el fin de beber café y todo
tipo de brebajes espirituosos mientras
apagaban sus penas o recordaban la patria lejana. El censo de 1887 distingue
los precios de las bebidas más populares según tres jerarquías de calidad en el
servicio. Eligiendo la más modesta (a la que sin duda pertenecían los locales
en cuestión) podemos saber de buena fuente que una taza de té o café costaba
0,05 pesos moneda nacional. Idéntico
valor se abonaba por un vaso de refresco o de cerveza, mientras que un cocktail se vendía a 0,20 de la misma
moneda. Los licores y vinos de postre (tan de moda en la época) alcanzaban 0,10 pesos por copa.
En 1885, sobre la calle 25 de Mayo (llamada Del Fuerte hasta 1822) se encontraban
los cafés de Francisco Pedemonte, R.
Lacrozata, Eduardo Barde, Pedro Fuentes, Francisco Bruni, Bruno Lassimis, José
Bonadeo y N. Eufemia. Con el
correr de los años, algunos de ellos pasaron
directamente al género de los denominados Templos Picarescos. Uno en particular acredita dilatada historia
con diferentes gracias: originalmente se llamó El Cosmopolita , luego Roma,
más tarde Parisina y finalmente Teatro Ba-Ta-Clán, entendiendo que entre
cada uno existieron cierres, reaperturas y reformas. Pero el espíritu era
siempre el mismo, no obstante el paso de los decenios. Edgardo Rocca asegura
que, para 1906, “se cobraba el copetín a un peso la copa, que servían
acodadas al mostrador mujeres alegres y complacientes”. Pepe Podestá (1) lo
describe de un modo aún más crudo: “era
un salón rectangular, espacioso y mal oliente, donde se respiraba una atmósfera
enrarecida por el humo de los cigarros de todas clases que fumaban hombres y
mujeres, y por el vaho de tanto licor y tanta bebida que allí se consumía”.
Diversas circunstancias fueron haciendo desaparecer paulatinamente
aquella imagen sórdida y escandalosa de “zona roja” que pesaba sobre El Bajo. El vuelco rotundo en la actitud
gubernamental respecto a la prostitución a partir de 1930, el fin de los
burdeles formalmente legalizados, el lento ocaso del Puerto Madero como
terminal de pasajeros y mercaderías y, sobre todo, el paulatino impulso que
dotó a la zona de su actual perfil oficinista y bancario, fueron las
principales razones que golpearon a aquellos escondrijos mal disimulados como
bares y cafés, uno tras otro, hasta su
cierre definitivo. Sin embargo, atados al formidable proceso de la inmigración,
ellos también formaron parte de la
historia argentina en general, y porteña en particular
Notas:
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