Desde el punto de vista lingüístico, la palabra feria sirve para definir varias cosas
bien distintas entre sí, tanto como pueden serlo el simple sinónimo de
“mercado”, algún período de días no laborables, un parque de diversiones o una
exposición relativa a determinada especialidad. De ese modo multifacético lo
entendemos hoy, pero para los argentinos que habitaban las principales ciudades
del país durante la mayor parte del siglo XX nunca hubo demasiada vuelta
idiomática, porque la feria no era
otra cosa que el mercado callejero ambulante. Veremos enseguida que este
carácter nómada no siempre fue tal, e incluso que muchas de las ferias andarinas
llegaron a sentar cabeza en inmuebles modernos y funcionales. Pero lo cierto es
que su estampa más conocida (la que evocaremos hoy) es aquella instalada en
plena vía pública, en días y horarios determinados, donde se comercializaba un
poco de todo y donde los puestos eran sencillos carros o trailers (según la época) provistos de mesas con caballetes y toldos protectores. En sitios así, durante
décadas, las amas de casa de nuestro país supieron adquirir sus artículos de primera
necesidad, comestibles y no comestibles.
Dos de los principales cronistas porteños del siglo XIX,
Manuel Bilbao y José Antonio Wilde, ilustran con bastante certeza que la Recova Vieja fue el enclave de Buenos Aires en el que funcionó el
primer mercado y/o feria de carácter medianamente estático, con puestos bajo
techo y otros a la intemperie (1). Allí
se vendían especialmente aves y carne, pero es indudable que a tales
existencias se agregaban frutas y verduras, además de incontables puntos para
el despacho de dulces, frituras de pescado, tortas, alfajores y demás viandas. Con el paso de los años, otros emplazamientos se instalaron en diferentes terrenos descampados de la urbe o, como se los llamaba
entonces, huecos, formando reductos
especializados en la compra y venta de los
más variados enseres, desde animales en pie hasta cerámicas, vinos, plantas y
cuanto producto nos podamos imaginar. Pero la falta total de controles
sanitarios y bromatológicos pronto puso a tales espacios en la mirada de las
autoridades, que veían en ellos un peligroso medio para la propagación de
azotes contagiosos, sobre todo a partir de las terribles epidemias de cólera en
1867 y fiebre amarilla en 1871.
Quizás por ese motivo de salubridad pública, entre 1880 y
1910 las ferias tuvieron una especie
de decadencia, lentamente remontada a partir del centenario en vista de las
nuevas posibilidades de conservación y movilidad de las sustancias
alimenticias. Así se inició el período que hoy nos proponemos reseñar, cuyo
desarrollo alcanzó hasta bien entrado el decenio de 1970. De hecho, cualquier
habitante urbano que ronde el medio siglo de edad (y de allí para arriba) debe
recordar muy bien las instalaciones ocasionales devenidas en “mercados al paso”
que recorrían diferentes vecindarios, aunque siempre terminaban aquerenciándose
en alguno específico. Como norma casi general, la instalación de una feria
suponía el corte programado de cierta calle, por lo que su funcionamiento
estaba acotado a dos o tres días por semana y en horarios matutinos. Allí, en
sus tiendas movedizas, estaban los fruteros, verduleros, almaceneros y demás
comerciantes, cada uno munido de todos los implementos necesarios para realizar
su labor, tales como balanzas, cortadoras y hasta heladeras portátiles.
Semejantes traslados pueden parecer hoy engorrosos y difícilmente justificables,
pero hay que tener en cuenta que para su época las ferias sólo competían con
los locales inmuebles establecidos en los barrios y con sus “primos hermanos”
de los mercados (2). En ese contexto, los precios módicos solían ser su mayor atractivo,
habiéndose dado el caso de ferias que, bajo el llamativo rótulo de populares, estaban sujetas estrictamente
a valores previamente establecidos por las autoridades de turno.
Algunas de las susodichas llegaron a ser famosas por su
magnitud espacial y la cantidad de público que convocaban, como la que tenía
asiento en Avenida Córdoba entre Rodríguez Peña y Callao (cuya foto podemos
observar en pequeño al principio de la entrada, cuando la primera arteria
contaba con un boulevard central). Otra bien emblemática fue la de Iriarte
esquina Vieytes, en Barracas, de la cual rescatamos la imagen que sigue (circa
1915), bastante conocida en el ambiente de los historiadores porteños pero no siempre accesible para el
público todo. Si observamos la escena inmortalizada por algún fotógrafo
visionario, podemos apreciar no pocos detalles de interés. Por ejemplo, la
heterogeneidad de mercaderías presentadas, empezando por las plantas con sus
masetas sitas abajo en primer plano. ¿Serían plantas comestibles para el cultivo
en patios hogareños, plantas medicinales, plantas ornamentales, o un poco de
todo? También se percibe una notoria mezcla de sexos entre puesteros y clientes, además de la prolijidad y uniformidad con que están dispuestas las
tiendas y la ausencia total de residuos
en los pisos (3).
Por la década de 1960, muchos de estos entrañables lugares
pasaron a ser pequeños mercados inmuebles bajo control municipal, aunque
manteniendo el rótulo folclórico de “ferias”. Hoy han desaparecido mayormente en
todos sus perfiles estáticos o móviles (4), con excepciones puntuales que aún
funcionan -en la Capital Federal bajo el nombre de Ferias Itinerantes Barriales y también en el conurbano- aunque no
debemos cometer el error de considerarlas análogas a sus antecesoras. Desde luego, la aparición de supermercados y otras alternativas comerciales vino a
dar el golpe de gracia a tan antigua modalidad mercantil, junto con la lógica
evolución de las reglamentaciones sanitarias. Pero nosotros igual las
recordamos, a ellas, a las verdaderas ferias ambulantes de antaño.
Notas:
(1) La llamada Recova
Vieja fue una importante edificación que cruzaba la actual Plaza de Mayo de
norte a sur a la altura de las calles Reconquista y Defensa. Su construcción se
llevó a cabo entre los años 1803 y 1804, y su demolición fue efectuada en 1883,
bajo la presidencia de Julio A Roca y la intendencia de Torcuato de Alvear. De
acuerdo con nuestros criterios actuales, semejante arrasamiento nos puede
parecer una suerte de crimen histórico y urbanístico, pero viéndolo bajo la
adecuada mirada de su tiempo no era más que un avance del progreso para
terminar definitivamente con el aire colonial y retrógrado que dominaba el
aspecto ciudadano aún en esa época.
(2) Muchos de los feriantes eran, incluso, puesteros en
mercados barriales, atendiendo ambas ubicaciones de manera simultánea según
días y horarios.
(3) Desde luego que eso puede tener su explicación en el
sencillo hecho de que la foto fue sacada en horas tempranas, cuando la feria
recién había comenzado a funcionar. Pero como no tenemos esa certeza optamos
por destacar el tema de la higiene, teniendo en cuenta que otros sitios del
mismo tipo (como los mercados concentradores al estilo de Abasto y Spinetto) se
caracterizaban por la gran suciedad que acumulaban en sus inmediaciones.
(4) En rigor de verdad, si hablamos de las del tipo
inmueble, hay más excepciones a ello: un
remanente de la feria municipal de Pompeya, sobre la Avenida Sáenz, o el
llamado Mercado Juramento, en la
plaza Noruega del barrio de Belgrano, pero en ambos casos han perdido su
espíritu original o han quedado reducidas a una mínima expresión. También
existen “ferias” de tipo más bien turístico y recreativo (caso Mataderos, por
ejemplo) pero no tienen nada que ver con lo que aquí estamos analizando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario