sábado, 27 de diciembre de 2014

Estampas del comercio antiguo: las ferias

Desde el punto de vista lingüístico, la palabra feria sirve para definir varias cosas bien distintas entre   sí, tanto como pueden serlo el simple sinónimo  de “mercado”, algún período de días no laborables, un parque de diversiones o una exposición relativa a determinada especialidad. De ese modo multifacético lo entendemos hoy,  pero para los argentinos que habitaban las principales ciudades del país durante la mayor parte del siglo XX nunca hubo demasiada vuelta idiomática, porque la feria no era otra cosa que el mercado callejero ambulante. Veremos enseguida que este carácter nómada no siempre fue tal, e incluso que muchas de las ferias andarinas llegaron a sentar cabeza en inmuebles modernos y funcionales. Pero lo cierto es que su estampa más conocida  (la que evocaremos hoy)  es aquella instalada en plena vía pública, en días y horarios determinados, donde se comercializaba un poco de todo  y  donde los puestos eran sencillos carros o trailers (según la época) provistos de mesas con caballetes y  toldos protectores. En sitios así, durante décadas, las amas de casa de nuestro país supieron adquirir sus artículos de primera necesidad, comestibles y no comestibles.


Dos de los principales cronistas porteños del siglo XIX, Manuel Bilbao y José Antonio Wilde, ilustran con bastante certeza que la Recova Vieja fue el  enclave de Buenos Aires en el que funcionó el primer mercado y/o feria de carácter medianamente estático, con puestos bajo techo  y otros a la intemperie (1). Allí se vendían especialmente aves y carne, pero es indudable que a tales existencias se agregaban frutas y verduras, además de incontables puntos para el despacho de dulces, frituras de pescado, tortas, alfajores y demás  viandas.  Con  el  paso  de los  años,  otros emplazamientos se instalaron en diferentes terrenos descampados de la urbe o, como se los llamaba entonces, huecos, formando reductos especializados en  la compra y venta de los más variados enseres, desde animales en pie hasta cerámicas, vinos, plantas y cuanto producto nos podamos imaginar.  Pero la falta total de controles sanitarios y bromatológicos pronto puso a tales espacios en la mirada de las autoridades, que veían en ellos un peligroso medio para la propagación de azotes contagiosos, sobre todo a partir de las terribles epidemias de cólera en 1867 y fiebre amarilla en 1871.


Quizás por ese motivo de salubridad pública, entre 1880 y 1910 las ferias tuvieron una especie de decadencia, lentamente remontada a partir del centenario en vista de las nuevas posibilidades de conservación y movilidad de las sustancias alimenticias. Así se inició el período que hoy nos proponemos reseñar, cuyo desarrollo alcanzó hasta bien entrado el decenio de 1970.   De  hecho, cualquier habitante urbano que ronde el medio siglo de edad (y de allí para arriba) debe recordar muy bien las instalaciones ocasionales devenidas en “mercados al paso” que recorrían diferentes vecindarios, aunque siempre terminaban aquerenciándose en alguno específico. Como norma casi general, la instalación de una feria suponía el corte programado de cierta calle, por lo que su funcionamiento estaba acotado a dos o tres días por semana y en horarios matutinos. Allí, en sus tiendas movedizas, estaban los fruteros, verduleros, almaceneros y demás comerciantes, cada uno munido de todos los implementos necesarios para realizar su labor, tales como balanzas, cortadoras y hasta heladeras portátiles. Semejantes traslados pueden parecer hoy engorrosos y difícilmente justificables, pero hay que tener en cuenta que para su época las ferias sólo competían con los locales inmuebles establecidos en los barrios y con sus “primos hermanos” de los mercados (2).  En  ese  contexto,  los precios módicos solían ser su mayor atractivo, habiéndose dado el caso de ferias que, bajo el llamativo rótulo de populares, estaban sujetas estrictamente a valores previamente establecidos por las autoridades de turno.


Algunas de las susodichas llegaron a ser famosas por su magnitud espacial y la cantidad de público que convocaban,   como la que tenía asiento en Avenida Córdoba entre Rodríguez Peña y Callao (cuya foto podemos observar en pequeño al principio de la entrada,  cuando la primera arteria contaba con un boulevard central).  Otra  bien emblemática fue la de Iriarte esquina Vieytes, en Barracas, de la cual rescatamos la imagen que sigue (circa 1915), bastante conocida en el ambiente de los historiadores  porteños pero no siempre accesible para el público todo. Si observamos la escena inmortalizada por algún fotógrafo visionario, podemos apreciar no pocos detalles de interés. Por ejemplo, la heterogeneidad de mercaderías presentadas, empezando por las plantas con sus masetas sitas abajo en primer plano. ¿Serían plantas comestibles para el cultivo en patios hogareños, plantas medicinales, plantas ornamentales, o un poco de todo?   También se percibe una notoria mezcla de sexos entre puesteros  y  clientes, además de la prolijidad y uniformidad con que están dispuestas las tiendas y  la ausencia total de residuos en los pisos (3).


Por la década de 1960, muchos de estos entrañables lugares pasaron a ser pequeños mercados inmuebles bajo control municipal, aunque manteniendo el rótulo folclórico de “ferias”. Hoy han desaparecido mayormente en todos sus perfiles estáticos o móviles (4), con excepciones puntuales que aún funcionan -en la Capital Federal bajo el nombre de Ferias Itinerantes Barriales y también en el conurbano- aunque no debemos cometer el error de considerarlas análogas a sus antecesoras.  Desde  luego,  la aparición de supermercados y otras alternativas comerciales vino a dar el golpe de gracia a tan antigua modalidad mercantil, junto con la lógica evolución de las reglamentaciones sanitarias. Pero nosotros igual las recordamos, a ellas, a las verdaderas ferias ambulantes de antaño.

Notas:

(1) La llamada Recova Vieja fue una importante edificación que cruzaba la actual Plaza de Mayo de norte a sur a la altura de las calles Reconquista y Defensa. Su construcción se llevó a cabo entre los años 1803 y 1804, y su demolición fue efectuada en 1883, bajo la presidencia de Julio A Roca y la intendencia de Torcuato de Alvear.  De acuerdo con nuestros criterios actuales, semejante arrasamiento nos puede parecer una suerte de crimen histórico y urbanístico, pero viéndolo bajo la adecuada mirada de su tiempo no era más que un avance del progreso para terminar definitivamente con el aire colonial y retrógrado que dominaba el aspecto ciudadano aún en esa época.


(2) Muchos de los feriantes eran, incluso, puesteros en mercados barriales, atendiendo ambas ubicaciones de manera simultánea según días y horarios.
(3) Desde luego que eso puede tener su explicación en el sencillo hecho de que la foto fue sacada en horas tempranas, cuando la feria recién había comenzado a funcionar. Pero como no tenemos esa certeza optamos por destacar el tema de la higiene, teniendo en cuenta que otros sitios del mismo tipo (como los mercados concentradores al estilo de Abasto y Spinetto) se caracterizaban por la gran suciedad que acumulaban en sus inmediaciones.
(4) En rigor de verdad, si hablamos de las del tipo inmueble, hay más excepciones a ello: un  remanente de la feria municipal de Pompeya, sobre la Avenida Sáenz, o el llamado Mercado Juramento, en la plaza Noruega del barrio de Belgrano, pero en ambos casos han perdido su espíritu original o han quedado reducidas a una mínima expresión. También existen “ferias” de tipo más bien turístico y recreativo (caso Mataderos, por ejemplo) pero no tienen nada que ver con lo que aquí estamos analizando.

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