Vicente Genaro Quesada (1830-1913) no era precisamente un
anciano cuando comenzó a escribir y publicar las notas que luego darían forma a
su obra más célebre. Sin embargo, a él le cabe perfectamente aquello de vivir mucho en poco tiempo, si tenemos
en cuenta que le tocó experimentar (como a otros de su generación) las décadas
más intensas del período formativo nacional. Cierto día, sorpresivamente,
recibió de parte de la editorial Peuser un
libro con todos sus artículos condensados, los mismos que describían tan bien
el periplo personal que lo había llevado por las principales ciudades del país. El título original del volumen fue Recuerdos
de antaño. Hombres y cosas de la República, luego trastocado por el más
simple Memorias de un viejo y
presentado bajo el seudónimo autoral de “Víctor Gálvez”. Hoy, el ejemplar de
marras resulta referencial para los historiadores, arqueólogos y demás
interesados en el pasado de los argentinos. Y no es para menos, ya que se trata
de un texto que abunda en detalles sobre las costumbres del siglo XIX,
especialmente en cuanto a los consumos cotidianos que nos interesan en este
espacio, incluyendo los productos, las modalidades y los entornos.
Por los decenios de la autocracia bonaerense de Rosas y sus
similares del interior, Quesada rememora la humilde y parsimoniosa vida de la
ciudad de Córdoba, sobre la que asegura: “era
todavía la ciudad de la colonia, con ese aspecto de indolencia, de silencio, de
quietismo y de pereza que caracterizaba a las buenas y hospitalarias ciudades
del interior”. Más adelante especifica: “recuerdo
perfectamente que en ese tiempo echaban azúcar a la ensalada de lechuga, azúcar
a los guisos y tal vez hasta a la sopa y el caldo. Cada empanada cordobesa,
grande y de sólida masa, contenía un sabrosísimo relleno, con aceitunas y
cebollas; el abundoso jugo corría por la mano de quien emprendía la tarea muy
agradable de comer aquel manjar. Una empanada era un almuerzo verdadero y
suculento (…) Y a fe que entonces tenían buen apetito los estómagos de la
ciudad fundada por Cabrera. En efecto: empanadas por desayuno, mazamorra y
locro; puchero henchido de legumbres, natilla, arroz con leche polvoreado con
canela u orejones de durazno con azúcar al postre. Tal era la comida general,
variándose con la carbonada, el chupe o guisos de salsas de la cocina española
pura…” No se olvida de los
apetitosos platos elaborados a partir del maíz, apuntando que “el choclo fresco, lechoso y blando, se
cocinaba al rescoldo y se comía caliente; la humita azucarada era envuelta en
la chala del maíz o bien en guiso; el maíz frito, las rosquillas de maíz y las
mil confituras de su harina, todo lo cual era muy gustoso…”
No obstante el deseo casi inmediato que despiertan las
nostálgicas imágenes precedentes, Quesada admite a continuación lo siguiente: “la comida de aquel entonces era apetitosa
pero pesada, y para ayudar la digestión era necesario beber el vino español,
que recuerdo que no pocas veces era un verdadero vinagrillo. No hablo del vino
criollo, porque ese era algo espantosamente malo…” Ahora bien, si queremos entender tan agudas
frases es necesario ubicarlas en el contexto temporal al que alude su autor. Y al
respecto hemos señalado reiteradamente una verdad incuestionable: hasta bien
entrada la segunda mitad del siglo XIX, tanto los vinos importados de España como
los de Cuyo eran víctimas de un largo viaje , los primeros a bordo de
anticuadas naves veleras y los segundos en carretas o a lomo de mula. Poco se podía
esperar de esos brebajes primitivos y biológicamente inestables, que además se
veían sometidos a condiciones extremas
de movimiento y temperatura durante las prolongadas y penosas travesías por mar
o tierra. Pero el lúcido costumbrista que nos ocupa hace una excepción bastante
sorprendente: el vino de Cafayate. Tal vez por gusto personal, o quizás por
alguna otra razón que desconocemos, Quesada elogia los productos vínicos
salteños en dos oportunidades bien explícitas (2). La primera es cuando
“desafía” a un viejo condiscípulo a demostrar la calidad del vino nacional
diciendo “yo le propongo me convenza por
medio del vino de Salta, con algunas garrafas del añejo de Cafayate”, en un
claro tono de broma que implica su deseo de probar ése en lugar de cualquier
otro. Finalmente, mientras describe el desarrollo de las principales industrias
salteñas derivadas de la tierra, no duda en sentenciar que “el vino de Cafayate es delicioso”.
Hay muchos otros párrafos aptos para el análisis, sobre todo
aquellos ubicados por los años en que los textos fueron escritos (1884 y 1885), plenos de transformaciones gastronómicas (“nuestra
mesa moderna concede hospitalidad a todos los buenos platos de otros pueblos
extraños”) y enológicas (“los viñedos
aumentan en las provincias al pie de los Andes, y los vinos de Cordero empiezan
a llevarse al litoral (3) Esto es
todavía embrionario, necesitan mayores elementos, grandes bodegas y vino
estacionado”) Pero las estampas
señaladas bastan para dar una idea sobre esa etapa tan dinámica de nuestro
país, cuando recién comenzaba a ser precisamente eso: un territorio unido por
el auténtico sentido de nacionalidad.
Notas:
(1) El libro completo se puede leer libremente en el
reservorio archive.org. El siguiente es el link: https://archive.org/details/memoriasdeunvie00quesgoog
(2) Vale aclarar que en ambos caso se refiere a su estancia
en Córdoba. En el siglo XIX los vinos de Salta eran tan apreciados en el NOA y
el centro del país como desconocidos en Buenos Aires y el litoral, situación
que se mantuvo hasta la segunda mitad del siglo XX. Sólo hacia la década de
1960 la región comenzó a tener una llegada efectiva a los centros de consumo
más distantes.
(3) Desde ya que se refiere al mítico Vino Cordero, el mismo del que alguna vez degustamos una antigua
botella, según consta en las entradas el 29/8/2012 y 15/10/2012.
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