A la hora de buscar testimonios artísticos y
culturales relacionados a los consumos argentinos del pasado es habitual
toparse con nombres recurrentes. Así sucede, por ejemplo, con directores de
cine como Luis César Amadori o Mario Soffici, quienes ponían un empeño
manifiesto en recrear detalladamente los usos y costumbres de las diferentes
épocas plasmadas en sus filmes. Y algo idéntico nos pasa cuando revisamos los
textos del gran José Sixto Álvarez, inmortalizado con el célebre seudónimo de Fray Mocho, dado que no es frecuente la
lectura de autores patrios tan
consustanciados con esa habilidad para transmitir lo cotidiano a través
de la descripción oportuna de los entornos y el lenguaje elocuente de los
personajes. Esa es la razón por la que su presencia en este blog ha sido bastante habitual desde que lo iniciamos, hace pocos menos de tres años, y
también el motivo por el que hoy volvemos a él con una obra que alguna vez
llegamos a rozar de modo apenas tangencial. Se trata de En el mar austral (1898), un interesante relato que describe la
dura existencia de los buscavidas que deambulaban por los confines del país en
aquellos tiempos finiseculares del siglo diecinueve (1).
A través de un personaje ficticio que es a la vez
narrador y protagonista, el autor recrea la singular y errante vida de loberos y buscadores de oro en el extremo
meridional del continente americano. Como otros escritores argentinos del mismo
período (2), Álvarez deja al descubierto la pronunciada ausencia del estado
nacional en esa región, en contraste con la presencia pertinaz y eficiente del
gobierno chileno. Ello se traduce en una crónica plagada de referencias al país
trasandino en casi todos los aspectos cotidianos, desde el lenguaje hasta los
artículos de consumo, pasando por los medios de transporte, las comunicaciones
y las industrias. No obstante, la siempre copiosa cantidad de inmigrantes de
procedencia europea aún le daba a al
territorio en cuestión un aire cosmopolita y multilingüe, que se sumaba a la
milenaria residencia de sus moradores indígenas originarios para generar un
espectro racial ciertamente variopinto. El pelotón de acompañantes del
personaje central así lo demuestra: Samuel
Smith (inglés), Juan José “Avutarda”
Intronich (austríaco), Oscar Schnell (dinamarqués),
Antonio Souza Williams (portugués) y
el indio yagán Chieshcalán, entre
otros, forman una mezcla en la que también entran en juego figuras históricas
reales como el gobernador Pedro Godoy y el perito Francisco Moreno.
Las referencias sobre el comer y el beber empiezan en el primer párrafo del libro, cuando el relato se sitúa en un cafetín de Punta Arenas cuya propietaria “iba de acá para allá tras el pequeño mostrador, sacudiendo el frente del anaquel cargado de botellas con inscripciones en inglés, indicadoras de que si el cognac, el ron, el whisky y el snap que contenían no era legítimo, por lo menos era viejo”. Más tarde, a tono con el itinerario que lo lleva por los rincones más recónditos de los canales fueguinos, el personaje tiene la oportunidad de experimentar numerosas vivencias típicas de la región y sus pobladores. Por allí habla de los toscos guisos “que hacen las delicias del roto chileno” (3). También se suceden otras viandas como la sopa de tortuga y el cordero al asador, ya entonces ponderado por su calidad. Pero hay un plato en particular que es mencionado con insistencia: los mejillones, tan abundantes entre las rocas como consumidos por los pobladores sin distinción de razas o idiomas, especialmente por los indios, quienes dejaban montañas de valvas luego de cada festín. En uno de sus recorridos, los aventureros encuentran cierto banco de mejillones que les brinda una suculenta cena al curioso modo indígena, mediante el cual “los echábamos entre el rescoldo y cuando sus valvas negruzcas se abrían era señal de que el manjar estaba a punto, y entonces, con un grano de sal y otro de pimienta, les saboreábamos con gusto, triturando a veces las perlitas de variados colores que contienen”.
El mayor interés del relato deriva de la
formidable instantánea obtenida en tan
lejanas comarcas durante el cambio de siglo, mostrando a pleno el contraste
entre las costumbres nativas y los modos europeos. Y la gastronomía, como
siempre, sintetiza perfectamente las fusiones culturales forzadas por los aconteceres históricos. En determinado
tramo bien representativo de ello, los
aventureros cocinan una liebre en forma asombrosa para uno de ellos, a lo que
otro contesta, mientras saca un par de piedras calientes del interior del
animal listo para comer: …“¿cree que son
adoquines de oro? ¡No tenga miedo!... Es
que yo aso a la moda ona, que tal vez usted no conoce (…) Es facilísimo: se
caldean dos guijarros y se meten adentro, cerrando después la abertura. Luego,
al rescoldo, ¡y con buen hambre uno se chupa los dedos!”. El hábito de
cocinar así es antiquísimo y remite a distintos pueblos de todo el mundo. En el
sur de nuestro continente, este sistema se denomina curanto (que significa “piedra caliente” en araucano) y hoy se
utiliza no tanto para cocinar carnes desde el interior, sino más bien para
introducir diferentes alimentos en una especie de pozo que luego es cubierto
por las piedras candentes, hojas y
tierra hasta completar su cocción. Existen muchas versiones con ingredientes
y técnicas específicas, pero todas se basan en el mismo concepto.
Así, entre platos exóticos del sur, botellas de
licores y damajuanas de guachacay
(4), los pretéritos trotamundos de mar y tierra pasaban su vida tratando de
sobrevivir en el medio hostil. Y el gran Fray
Mocho supo recrear ese ambiente, como tantos otros que lo hicieron
merecedor de un justo calificativo póstumo: el de haber sido el mejor
costumbrista argentino.
Notas:
(1) El volumen fue citado el 23/11/2011, a poco
tiempo de haber iniciado nuestro blog, en oportunidad de sondear los orígenes
de un misterioso vino mencionado como Panquehua
por Fray Mocho y como Panquehue por
Roberto Payró en La Australia Argentina, otro
libro que pormenoriza la vida patagónica por la misma época. De este último
ejemplar apuntamos algunos pormenores en la entrada El Diluvio de Magallanes, del 28/11/2012.
(2) El referido Payró, por ejemplo.
(3) Roto es
el equivalente del linyera argentino.
(4) Modismo chileno para referirse al aguardiente
de baja calidad.
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