jueves, 11 de abril de 2013

Pulperías ambulantes, serenatas con vino casero y otras añosas postales Quilmeñas

Por su carácter de antiguo poblado al sur del Gran Buenos Aires, Quilmes cuenta con una nutrida historia social y política. En el añoso libro “Estampas de antaño” (1), Marcelo Traversi reúne algunas postales auténticamente originales de la vida cotidiana en la zona durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Desde la heroica defensa de José Antonio Santa Coloma en su casa fortificada frente a las tropas británicas invasoras desembarcadas en Junio de 1807, hasta la llegada del Ferrocarril a la Ensenada en 1873 o  los ensayos aeronáuticos de 1921, el relato del autor (presentado en breves capítulos) resulta sumamente instructivo y ameno. Gracias a él sabemos, por ejemplo, que hacia 1894 hubo allí un comisario de apellido Malbec a cargo de la correspondiente dependencia policial, y que en esa misma época ya eran frecuentes, y hasta violentos, los juegos con agua durante las festividades del carnaval. Las reuniones, los personajes y las costumbres completan el atractivo cuadro de sucesos  reseñados en la obra.



















Lógicamente, nuestra mirada está siempre puesta en todo aquello vinculado con  el consumo de comidas, bebidas y tabaco como parte de la realidad histórica. Y sobre eso, afortunadamente, abundan las anécdotas y las notas de color, como el caso de la curiosa pulpería ambulante que apareció cerca de la ribera del Río de la Plata por el año 1871. Fue así que el comerciante andariego se detuvo un día en las cercanías de un rancho de pescadores con su carreta, “bajo la techumbre formada por el ramaje de un compacto grupo de árboles  (…)  Descargó allí todos los enseres del negocio: mostrador, bancos, mesas, estantes, mercaderías, comestibles, damajuanas, bebida embotellada, bochas, tabas, naipes y dados. Poco tiempo después quedó instalada la pulpería. Al poco rato llegaron los primeros parroquianos, toda gente del rancho próximo…” Y señala, como artículos favoritos de la demanda, la caña paraguaya, el vino carlón y la ginebra (2).


Una figura desconocida en nuestros días es el carnerero, encargado de criar y faenar el abundante ganado ovino que pastaba en los solares quilmeños por 1865. A él acudían los vendedores ambulantes con sus caballos, en los que cargaban de dos a cuatro animales atravesándolos en su lomo y sentándose ellos en el anca del equino. El precio del carnero era de diez pesos en moneda corriente, de cinco para el medio y de tres el cuarto. La abundante grasa de este tipo cárnico servía además para elaborar, cocinar o aderezar  otros platos típicos como carbonadas, tortas fritas, rositas de maíz y empanadas. Con la misma materia prima se podían fabricar también velas caseras. La abundancia de descampados con diferentes especies comestibles solía animar a algunos personajes a servirse de ellos. Tal fue un caso del crudo invierno de 1891, en el que cinco muchachos bastante conocidos  no tuvieron mejor idea que cocinar un puchero bajo el ombú de cierta propiedad privada. Alertado el dueño de casa, se acercó a los farristas y les dijo en tono nada componedor: ¡Me parece que las gallinas del puchero son mías! Los jóvenes, que lo conocían, lo tomaron familiarmente del brazo y le ofrecieron una copa…y otra, y otra. Al rato, el propietario estaba sentado a la mesa (las raíces del ombú) disfrutando del banquete como uno más.


Otra postal que despierta de inmediato una corriente de simpatía con las costumbres de la época es aquella de las serenatas, llevadas a cabo por algunos de los jóvenes enamorados de la población, cuyos nombres son incluso citados por Traversi: los hermanos Iturralde, Antonio Barrera, Celestino y Oscar Risso, José Navarro, Agustín y Luis Matienzo, Rodolfo Labourt y Julio Fernández Villanueva. Pero el enfoque es específico en el caso de Esteban Almeida, que un día se detuvo con sus amigos frente a la ventana de una casa en la que habitaba cierta moza preferida de su corazón. Buen cantor y guitarrista, comenzó junto a su coro una serenata entonada con los versos más sentidos:
 
Si a tu ventana llegase una paloma,
trátala con cariño que es mi persona

No pudo continuar, porque entre los barrotes de la reja apareció una escopeta apuntándole directo a la cabeza. Corteses, sus amigos convencieron al irascible tata de la joven sobre lo impropio de su actitud. Ya calmado, el hombre fue modificando  rápidamente su conducta: los hizo pasar y les obsequió con sendos vasos de un exquisito vino de su elaboración (3). Meses más tarde, la joven contrajo matrimonio con el improvisado serenatista. Lo que se dice, un final feliz.


Quedan en el tintero muchas otras estampas y personajes para detallar: las tertulias formales en las casa más distinguidas del vecindario, los lugareños montados a caballo que encendías sus cigarros de hoja en la llama de los faroles del alumbrado público, los cazadores de aves (patos, becasinas, batitúes y chorlos), los recordados vascos tamberos, o los bailes rancheriles que convocaban en sus pistas no solamente a los civiles de la comarca, sino también a los mismos “milicos” encargados de vigilarlos. Pero las que hemos desarrollado bastan para evocar una feliz época de sencillez, cuando la gente aún vivía de manera pausada y tranquila, en sintonía con los ritmos de la naturaleza.

Notas:

(1) Editorial El Ateneo, 1949.
(2) Los dibujos incluidos en la entrada son los originales del libro.
(3) La elaboración de vino casero fue una constante en los alrededores de Buenos Aires desde la época colonial hasta la década de 1970. El área costera del Río de la Plata al sur de la capital era una de las más importantes al respecto. Un censo vitícola del año 1950 señala la existencia de 49 productores artesanales sólo en el partido de Avellaneda. 


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