Lógicamente, nuestra mirada está siempre puesta en todo aquello vinculado con el consumo de comidas, bebidas y tabaco como parte de la realidad histórica. Y sobre eso, afortunadamente, abundan las anécdotas y las notas de color, como el caso de la curiosa pulpería ambulante que apareció cerca de la ribera del Río de la Plata por el año 1871. Fue así que el comerciante andariego se detuvo un día en las cercanías de un rancho de pescadores con su carreta, “bajo la techumbre formada por el ramaje de un compacto grupo de árboles (…) Descargó allí todos los enseres del negocio: mostrador, bancos, mesas, estantes, mercaderías, comestibles, damajuanas, bebida embotellada, bochas, tabas, naipes y dados. Poco tiempo después quedó instalada la pulpería. Al poco rato llegaron los primeros parroquianos, toda gente del rancho próximo…” Y señala, como artículos favoritos de la demanda, la caña paraguaya, el vino carlón y la ginebra (2).
Una figura desconocida en nuestros días es el carnerero, encargado de criar y faenar
el abundante ganado ovino que pastaba en los solares quilmeños por 1865. A él
acudían los vendedores ambulantes con sus caballos, en los que cargaban de dos
a cuatro animales atravesándolos en su lomo y sentándose ellos en el anca del
equino. El precio del carnero era de diez pesos en moneda corriente, de cinco
para el medio y de tres el cuarto. La abundante grasa de este tipo cárnico
servía además para elaborar, cocinar o aderezar
otros platos típicos como carbonadas, tortas fritas, rositas de maíz y empanadas. Con la
misma materia prima se podían fabricar también velas caseras. La abundancia de
descampados con diferentes especies comestibles solía animar a algunos
personajes a servirse de ellos. Tal fue un caso del crudo invierno de 1891, en
el que cinco muchachos bastante conocidos
no tuvieron mejor idea que cocinar un puchero bajo el ombú de cierta
propiedad privada. Alertado el dueño de casa, se acercó a los farristas y les
dijo en tono nada componedor: ¡Me parece
que las gallinas del puchero son mías! Los jóvenes, que lo conocían, lo
tomaron familiarmente del brazo y le ofrecieron una copa…y otra, y otra. Al
rato, el propietario estaba sentado a la mesa (las raíces del ombú) disfrutando
del banquete como uno más.
Otra postal que despierta de inmediato una corriente de
simpatía con las costumbres de la época es aquella de las serenatas, llevadas a
cabo por algunos de los jóvenes enamorados de la población, cuyos nombres son
incluso citados por Traversi: los hermanos Iturralde, Antonio Barrera,
Celestino y Oscar Risso, José Navarro, Agustín y Luis Matienzo, Rodolfo Labourt
y Julio Fernández Villanueva. Pero el enfoque es específico en el caso de
Esteban Almeida, que un día se detuvo con sus amigos frente a la ventana de una
casa en la que habitaba cierta moza preferida de su corazón. Buen cantor y
guitarrista, comenzó junto a su coro una serenata entonada con los versos más
sentidos:
Si a tu ventana
llegase una paloma,
trátala con cariño que
es mi persona
No pudo continuar, porque entre los barrotes de la reja
apareció una escopeta apuntándole directo a la cabeza. Corteses, sus amigos
convencieron al irascible tata de la
joven sobre lo impropio de su actitud. Ya calmado, el hombre fue modificando rápidamente su conducta: los hizo pasar y les
obsequió con sendos vasos de un exquisito vino de su elaboración (3). Meses más
tarde, la joven contrajo matrimonio con el improvisado serenatista. Lo que se
dice, un final feliz.
Quedan en el tintero muchas otras estampas y personajes para
detallar: las tertulias formales en las casa más distinguidas del vecindario, los
lugareños montados a caballo que encendías sus cigarros de hoja en la llama de
los faroles del alumbrado público, los cazadores de aves (patos, becasinas,
batitúes y chorlos), los recordados vascos tamberos, o los bailes rancheriles
que convocaban en sus pistas no solamente a los civiles de la comarca, sino
también a los mismos “milicos” encargados de vigilarlos. Pero las que hemos
desarrollado bastan para evocar una feliz época de sencillez, cuando la gente aún
vivía de manera pausada y tranquila, en sintonía con los ritmos de la
naturaleza.
Notas:
(1) Editorial El Ateneo, 1949.
(2) Los dibujos incluidos en la entrada son los originales
del libro.
(3) La elaboración de vino casero fue una constante en los
alrededores de Buenos Aires desde la época colonial hasta la década de 1970. El
área costera del Río de la Plata al sur de la capital era una de las más
importantes al respecto. Un censo vitícola del año 1950 señala la existencia de
49 productores artesanales sólo en el partido de Avellaneda.
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