
Hay tipos de escritores que resultan particularmente útiles
para el estudio del pasado, como el costumbrista o el autobiógrafo. Estos dos
perfiles del hombre de letras se encuentran, muchas veces, profundamente
entrelazados, como ocurre en el caso de Guillermo Enrique Hudson (1841-1922),
el hijo argentino de inmigrantes norteamericanos que habitó en los campos de la
provincia de Buenos Aires durante
los
lejanos tiempos de mediados del siglo XIX y escribió la extraordinaria obra
“Allá lejos y hace tiempo” (1). Entre la remembranza de conflictos políticos,
unitarios y
federales, caudillos y otras imágenes históricas, el autor profundiza
en los vívidos recuerdos de su niñez y su pequeño mundo: los padres, la casa,
el campo, los vecinos,
las costumbres,
las anécdotas, las supersticiones. Todos ellos son elementos a través de los
cuales Hudson
recrea aquel ambiente
tan
particular desde una óptica poco
frecuente, teniendo en cuenta su edad y su
condición de hijo de extranjeros
angloparlantes.

Desde luego, no son pocas las referencias
sobre los distintos alimentos y preparaciones
que consumía la familia en
las amplias,
bellas y desoladas cercanías de Chascomús hacia 1850, antes del ferrocarril y
de los caminos consolidados (2). Entre otras cosas, el narrador recuerda que
“nuestra comida consistía en carne cocida o asada, zapallos, choclos en la
estación y batatas, además de otros vegetales comunes y de las verduras.
Budines de harina de maíz y de zapallos, y tortas, figuraban
entre nuestros platos habituales, pero
preferíamos el pastel de durazno, hecho como una torta de manzanas tapada
con
masa, que se preparaba desde
mediados de febrero hasta abril, y aun en mayo, cuando maduraba la variedad que
llamábamos “duraznos de invierno”. Más adelante n
os informa qué platos predominaban y se repetían
en el menú cotidiano: carne (mucho cordero),
fiambre casero, ensalada de papas frías y tajadas de cebolla, tortas de
harina de maíz con almíbar. Desayuno, almuerzo, té con pan caliente a la tarde.
A veces, “scones” y duraznos en conserva.

Este último
manjar -que realmente lo era al decir del autor- tenía su origen en el hecho de que, de acuerdo
con sus palabras, “mi madre, inteligente
y económica ama de casa, hacía uso de esa fruta más que cualquier otra señora
que poseyera un monte de duraznos (…) Sus duraznos en conserva, que nos duraban
todo el año, adquirieron renombre en el
vecindario. Esa conserva se encontraba en la mayoría de los hogares ingleses,
pero nuestra casa era la única en la que se hacían escabechados (…) Los teníamos siempre en la mesa y tanto nosotros
como los de afuera los preferíamos a cualquier cosa”.

Un remoto consumo
de nuestro campo hace más de un siglo y medio, verdaderamente extraño y
singular, ¿no es cierto? Como corolario del tema, veamos la receta (harto
sencilla) para prepararlos, según la propia evocación de Hudson: “se tomaba una fruta grande, sana,
a medio madurar (3). Los duraznos escogidos eran lavados y secados; después se
los colocaba en un barril, se los cubría con vinagre hirviendo y se les ponía
un puñado de clavos de olor. Se tapaba el barril y así se dejaban un par de
meses. Transcurrido ese tiempo, la fruta quedaba debidamente escabechada”.
Notas:
(1) El libro fue
publicado en Inglaterra, donde Hudson
vivió desde 1874 en adelante. El título de la edición original es Long away and far ago.
(2) Su lugar de
nacimiento fue el actual partido de Florencio Varela, muy cerca de la localidad
que hoy lleva su nombre en el vecino partido de Quilmes. Siendo muy pequeño, la familia se trasladó a la zona rural de
Chascomús.
(3) Dejando de
lado las imágenes de duraznos que aparecen
en esta entrada con simples fines ilustrativos, hay que decir que la
fruta seleccionada para el escabeche era
realmente “verde”, tanto en el sentido de su madurez vegetal como en el cromático,
según aclara luego el escritor.
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