lunes, 25 de agosto de 2014

Estampas del comercio antiguo: los cafés con billar, bochas, frontón y reñidero.

En nuestros días, es normal evaluar la utilidad de los comercios gastronómicos  como  lugares  a  los que se va con el simple propósito de comer y/o beber. Desde  luego  que  eso  incluye también el hábito de la reunión y la charla, pero es francamente difícil imaginar hoy un bar,  un café o un modesto restaurante cuyo principal atractivo no sea el de los productos servidos en sí mismos. Sin embargo, eso no era así en la Argentina de los dos siglos pasados.  De  hecho,  los entretenimientos adyacentes llegaron a ser tanto o  más  importantes  que  la  gastronomía propiamente dicha, al punto de que numerosos establecimientos del ramo veían en ellos su principal fuente de ingresos. Billares, bochas,  frontones y reñideros de gallos fueron,  entre  otros, pasatiempos disfrutados por los habitantes del ayer entre copas y humos del tabaco.


La riña de gallos es quizás una de las distracciones más antiguas entre las que nos proponemos analizar y  la más reprochable según nuestros códigos morales presentes, además de haber sido (seguramente por eso) la primera en desaparecer. Su llegada a la zona del Río de la Plata se remonta  al  siglo  XVIII,   no  obstante  la  tardía reglamentación creada a tal efecto, que data de 1861, cuando se redactó el Reglamento Oficial para Riñas de Gallos. Siendo actividades de neto propósito relacionado a las apuestas, pesaba sobre ellas la mayor carga impositiva en concepto de “patente” (1).  Almagro  fue  un  barrio pletórico de este tipo de locales, tal vez porque hasta los tempranos años del novecientos se encontraba aún en la periferia urbana.  El  mítico payador José Betinotti le dedicó los siguientes versos a la mujer de Don Pepe, titular de un almacén con reñidero llamado “Pasatiempo”, sito en las arterias que hoy conocemos como Venezuela y Quintino Bocayuva:

A la mujer del gallero
le dicen la gallonera,
y no me parece bien
la llamen de tal manera,
pues, a la del boticario
no la nombran botiquera

En  rigor  de  verdad,  es  un  error  imaginar  las precarias instalaciones allí dispuestas para el servicio de bebidas como verdaderos bares o cafés, ya que no eran más que cerriles  pulperías en las que sólo se servían caña, ginebra y (en el mejor de los casos) vino tinto suelto, invariablemente oscuro y áspero.

 

















No menos tradicionales eran los juegos de pelota a la pared profusamente practicados por la inmigración española y particularmente por los vascos y los valencianos. Tenían numerosas variantes en cuanto a sus reglas, modalidades y cantidad de jugadores: el trinquete o pelota vasca, la pelota valenciana y la pasaka (especie de tenis rudimentario) eran los más populares en estas latitudes. Sus canchas solían estar adosadas a algún tipo de café o fonda, pero resulta evidente que las actividades deportivas de referencia constituían el imán,  siendo las comidas y bebidas un servicio complementario, siempre presente pero nunca el principal. En La leyenda del Manco de Teodelina (2), Raimundo Goyanes hace una interesante reseña sobre los primeros prototipos erigidos en Buenos Aires: un frontón construido en 1776 sobre el Asiento de los Ingleses (actual Plaza San Martín),  una cancha de pasaka en Tacuarí y Chile,  y otra llamada Cancha Vieja  en Tacuarí al 500.  Luego  agrega:  “la totalidad eran privadas y sus dueños,  vascos, adosaban despachos de bebidas, tambos y venta de leche”. En 1849  nació la “Cancha Moreno” sobre la calle homónima, dotada además de café y billares (3). Algunos años más tarde,  en un lugar que aún conservaba el entorno netamente rural (Monroe  y Avenida del Tejar), se erigía una conocida pulpería frecuentada por lecheros y carreros que no tardó en incorporar el frontón y la cancha de bochas. Este último juego llegó a ser tan habitual como los anteriores y se hizo extensivo a los demás barrios, pero tanto uno como otros comenzaron a alejarse paulatinamente del negocio gastronómico hacia fines del siglo XIX para aterrizar en clubes y asociaciones deportivas especializadas. Algo muy lógico en vista de la creciente urbanización porteña, que hacía cada vez más difícil disponer de los amplios espacios necesarios para semejantes emplazamientos (4).


Los billares todavía existen en algunos bares mayormente olvidados (con dignas excepciones, claro está), pero fueron un pasatiempo de enorme celebridad desde el período colonial hasta la década de 1960 inclusive. Un informe oficial publicado en 1887 asegura que “son muy pocos los cafés que no tienen mesas de billar –de 2 a 10 generalmente-, habiendo algunos que poseen 18, 24 y hasta 40 mesas, las que de 7 a 12 de la noche están siempre ocupadas, salvo algunas noches de gran calor (…) Todos los cafés cobran por el uso de los billares 40 centavos de peso por la hora de día y 50 centavos por la hora de noche”. El panorama descripto no se modificó demasiado en los siguientes ochenta años. Hoy existe una cantidad respetable de refugios para los cultores  de  este  juego  en  la Ciudad de Buenos Aires  (alrededor de 300),  pero  se encuentran  mayormente establecidos en clubes y otras locaciones alejadas del negocio gastronómico propiamente dicho.


¿Cuántos personajes habrán pasado por aquellos boliches de juego que hoy nos parecen salidos de una vieja película blanco y negro? Seguramente miles, incluyendo a algunos triunfadores que marcaron época en sus respectivas especialidades:   Pepe Cuitiño, proverbial criador de gallos de pelea, el ya nombrado Manco de Teodelina en los frontones, o los hermanos Navarra en las mesas de billar.  Por eso,  bien vale recordar estas estampas como un homenaje a todos ellos.

Notas:

(1) El dato se desprende del censo porteño de 1887, donde un cuadro nos indica que los reñideros pagaban 5.000 pesos anuales, contra 124 los billares y de 50 a 75 las canchas de pelota.


(2) En referencia a Ismael Oscar Messina, un legendario jugador de pelota a paleta nativo de esa localidad  de la provincia de Santa Fe. Como ocurre siempre con los mitos, se dice que derrotó sistemáticamente a cada uno de los oponentes que se le pusieron delante a lo largo de su vida, incluso a los campeones de mayor renombre que enfrentaba durante giras íntegramente financiadas por “promotores” de su figura. Así y todo, nunca tuvo una actuación formal y duradera en torneos de liga por culpa de su temperamento belicoso o, como él mismo decía, porque era “muy mal llevao”.


(3) Devenida con los años en el actual club Pelota y Esgrima de Buenos Aires.
(4) Evidentemente, esos juegos ya no tienen aquí la popularidad de entonces, aunque conservan intacta su celebridad en los terruños de origen. Pero la calidad deportiva de nuestro país en ese campo llegó a ser notable: hasta la década de 1950, los jugadores argentinos eran reconocidos como los mejores del mundo después de los propios vascos, lo que habla a las claras de una práctica bien extendida entre la población. Actualmente se conservan pocas canchas en Buenos Aires y en algunos clubes del interior, incluso en pueblos chicos, muchas veces  mostrando un profundo estado de abandono.


miércoles, 13 de agosto de 2014

Productos buenos, regulares, malos y hasta "peligrosos" según la Oficina Química Municipal

Aunque nos pueda parecer escaso y limitado según nuestros parámetros actuales, el control de la seguridad alimentaria ya existía en la década de 1880. En esos tiempos de profundos cambios sociales,  políticos  y  económicos,  la calidad  y  genuinidad de los consumos cotidianos empezaba a cobrar una cierta relevancia oficial  en  vista  de  los adelantos científicos y tecnológicos que permitían realizar análisis impracticables apenas diez o veinte años antes.  Pero las pruebas no eran estrictamente obligatorias,  con  el problema complementario de la falta  de  personal  para  atender  un  número  siempre creciente de establecimientos en los que se producían y vendían  todo tipo de artículos del comer y del beber.  No  obstante,  ciertas reparticiones dedicadas a las tareas de referencia lograron perpetuarse en la historia de la bromatología nacional como pioneras en la materia.


Las llamadas Oficinas Químicas Municipales fueron un modelo en el sentido anteriormente descripto, si bien su alcance estaba limitado al área de influencia jurisdiccional de los municipios correspondientes.  Sólo  las  grandes  ciudades  argentinas contaban con dependencias semejantes,  en  las  que  se analizaban todo tipo de sustancias  con  los  métodos  más avanzados para la época. Los controles efectuados por alguna de ellas  no solamente constituían una referencia irrefutable en materia sanitaria, sino que también eran considerados juicios altamente competentes con jerarquía organoléptica.  Así  lo demuestran muchos testimonios gráficos en publicidades y etiquetas de viejos productos de consumo masivo (1), que exhiben con orgullo el hecho de haber salido airosos ante tamaño desafío  legal  y científico, al punto de considerarlo un signo de prestigio. En el Censo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires de 1887 es posible ubicar algunos resultados del trabajo efectuado por la dependencia aludida. Según lo que allí se expresa, una cantidad importante de artículos fueron objeto de observación en ese período anual con interesantes conclusiones.


No hay mayores datos sobre la naturaleza y los motivos que llevan a las diferentes calificaciones,  pero  las categorías resultantes pueden ser interpretadas en forma de triple examen. Según parece, por un lado se analizaba la inocuidad de las muestras frente a la salud humana. Por otro su genuinidad,  es  decir,  si  los prototipos eran artificiales o adulterados, y por último hay también un cierto juicio cualitativo. De allí surgen los  siguientes rangos  comunes  para  todos  los productos: buenos, regulares, malos no peligrosos y malos peligrosos. Diversos alimentos y bebidas pasaron por el filtro de la prestigiosa oficina, entre los cuales extractamos los ítems más numerosos en riguroso orden de aparición:

Vinos: 2170 buenos, 256 regulares, 324 malos no peligrosos y 129 malos peligrosos (90 enyesados y 39 coloreados) Total: 2879 muestras.
Leches: 47 buenas, 3 regulares y 74 malas no peligrosas. Total: 124 muestras.
Aceites: 15 buenos, 14 regulares, 2 malos no peligrosos. Total: 31 muestras
Fideos: 259 buenos, 1 malo no peligroso, 8 malos peligrosos. Total: 268 muestras.
Vinagres: 181 buenos, 61 regulares, 380 malos no peligrosos y 5 malos peligrosos. Total: 627 muestras.
Pimentones: 355 buenos, 34 regulares, 6 malos no peligrosos y 74 malos peligrosos. Total: 469 muestras.
Pastas de tomate: 338 buenas, 54 regulares y 12  malas peligrosas.Total: 404 muestras.
Cervezas: 60 buenas, 1 mala no peligrosas y 4 “saliciladas”. Total: 65 muestras.
Pimientas: 89 buenas, 38 regulares y 70 malas no peligrosas. Total: 197 muestras.
Canelas: 116 buenas, 16 regulares y 7 malas no peligrosas. Total: 139 muestras.
Alcoholes (destilados, cañas, anís, coñac, etc.): 49 buenos, 37 regulares y 1 malo peligroso. Total: 87 muestras
Licores: 56 buenos, 102 regulares, 2 malos no peligrosos y 2 malos peligrosos. Total: 162 muestras.
Aperitivos (fernet, bitter, vermouth, etc.): 24 buenos, 85 regulares, 26 malos no peligrosos y 6 malos peligrosos. Total: 141 muestras.


A los citados se suman panes,  quesos,  grasas,  azúcares, conservas, chocolates, café, té y yerba mate, entre otros, pero en  cantidades  poco  significativas.  Ahora  bien,  ¿por  qué afirmamos que también se juzgaba la calidad, más allá del mero análisis de laboratorio? Porque no hay otra explicación para la diferencia entre “bueno” y “regular” que no esté fundamentada en ese aspecto, lo cual indica que  la pruebas químicas eran complementadas con observaciones sobre el color, la textura, el aroma  y  hasta quizás el sabor (3).  En  ese  sentido,  llama poderosamente la atención la pálida performance de los grupos licores   y   aperitivos,   que   ostentan   los   porcentajes proporcionalmente más bajos de especímenes considerados “buenos”, sobre todos si los comparamos con otras bebidas, y en especial con los vinos. ¿Acaso a los especialistas involucrados no les agradaban esos productos?  ¿Serían imparciales y equitativos en sus consideraciones? Quizás nunca lleguemos a saberlo, pero lo bueno, como habitualmente decimos, es rescatar del olvido estos apuntes de la historia con una mirada poco frecuente.


Notas:

(1) En la etiqueta del Vino Cordero, otrora mítico vino licoroso nacional del que degustamos una añeja botella para este espacio hace bastante tiempo, se lee claramente la indicación  “Aprobado por la Oficina Química Municipal. Apto para la alimentación”.
(2) Aunque no forma parte del tema central del blog, vale la pena señalar un par de perlitas bien curiosas del censo que evidencian cierta manía -muy representativa del positivismo reinante en la llamada “generación del ochenta”- por plasmar todo de manera científica. Tal es el caso del cómputo sobre suicidios entre los años 1884 y 1887. Lo interesante es que no sólo  se desglosan puntillosamente las víctimas por nacionalidad, sexo, edad y barrio en el que habitaban, sino que también aparecen cuadros con las causas y los métodos empleados. Según los números oficiales, sobre un total de 366 casos, las causas ignoradas encabezan el repertorio (103), seguidas por demencia (64) y disgustos de familia (45). Otros móviles son amores contrariados, padecimientos físicos, hastío de la vida, malos negocios, remordimientos y pobreza, por mencionar algunos. En cuanto a los sistemas favoritos de los antiguos suicidas, los ganadores son las armas de fuego y el veneno, con una participación destacada de las armas cortantes, la asfixia y el aplastamiento por vehículos.


Otro apartado singular es el cuadro de las prostitutas que ejercían sus actividades en el ámbito porteño, pero los propios autores se encargan de aclarar que dichos resultados no son del todo confiables (“los boletines del censo no revelan más que 629 prostitutas públicas, que viven disciplinadas en burdeles, pero es indudable que ese número es en realidad mucho mayor”). Nuestras compatriotas son amplias ganadoras en cuanto a la nacionalidad de las meretrices formalmente empadronadas (159), seguidas por las italianas (122), las alemanas (63), las austríacas (57) y las rusas (44). Recordemos que la prostitución era una actividad legal si estaba sujeta a determinadas reglamentaciones y controles,  aunque resulta muy obvio que las trabajadoras inscriptas en los registros correspondientes eran una minoría, como el mismo censo señala de manera crudamente sincera.


(3) En ese sentido, resulta notable la cantidad y variedad de especias incluidas en la nómina (incluso hay otro ítem que omitimos con diversas especias genéricas sin especificar). Ello tiene una explicación bien concreta: aún en esa época –cuando los sistemas de refrigeración continua eran incipientes y no estaban extendidos a la mayoría de la población- los condimentos se volvían imprescindibles en las cocinas para aderezar platos cuyos ingredientes, muchas veces, no se encontraban en óptimo estado de frescura. Así, la superabundancia de picantes y componentes aromáticos disimulaba semejante falencia. Hoy fruncimos el ceño cuando notamos un olor fuerte proveniente de algún alimento, pero en aquellos tiempos lo normal era que olieran fuerte, y las especias eran el método más sencillo y asequible para mitigarlo.

sábado, 2 de agosto de 2014

Un revelador libro ferroviario de stock de 1898 15 (epílogo)

Allá por enero de 2012, cuando dimos en comenzar el análisis detallado de los productos asentados en el viejo libro de stock del  Ferrocarril  del  Sud  que obraba en nuestro poder, no imaginamos que semejante examen se prolongaría a lo largo de dos años  y  medio  y  quince entradas.  Pero la notable cantidad  y  variedad de comidas, bebidas y tabacos volcados en el volumen escrito hace ciento dieciséis años no sólo excedió con creces cualquier cálculo temporal previo, sino que también nos  brindó  la  oportunidad  de  revivir costumbres, entornos,  marcas, envases y modalidades de consumo que frecuentaban los argentinos durante aquellos tiempos finiseculares típicos de la belle epoque. Amén de ello, pudimos además confrontar artículos de lujo suntuario, como caviar, habanos y champagne francés, con otras mercaderías destinadas a un público de extracción bien humilde: vino en damajuanas, sardinas o cigarrillos de diez centavos el atado. Ello no hizo más que confirmar lo que sabíamos de antemano, o sea, que el ferrocarril era monarca indiscutido entre los modos terrestres de viajar y que todo el mundo lo utilizaba para sus viajes de media y larga distancia, más allá de situaciones económicas, coyunturas políticas o entornos sociales.


Si bien lo aclaramos con insistencia, vale la pena reiterar un punto significativo en estas observaciones finales: el compendio objeto de nuestra  investigación no fue una carta ni una lista oficial  de precios,  sino  un  documento  contable  que  los empleados del Departamento de Confiterías utilizaban para inventariar las salidas de mercaderías enviadas desde allí hacia los coches bares y comedores anexados a las formaciones que surcaban diariamente sus rieles, así como también hacia las confiterías diseminadas en las estaciones más importantes de una amplia traza que abarcaba, en 1898, todo el centro y sur de la provincia de Buenos Aires, con ramificaciones que ya se iban extendiendo por la  Patagonia  norte.   Sin  embargo (seguramente por normas internas de la compañía), los puntillosos asientos indican valores de costo y de venta de cada artículo. Oportunamente señalamos que esto último puede tomarse en forma literal para aquellos efectos que se expendían por unidad tal cual estaban asentados. Típicos casos son, por ejemplo, los atados de cigarrillos, los puros,  las cervezas,  las galletitas en paquete  y  varias mercaderías del mismo tipo, imposibles de fraccionar. Pero también encontramos bebidas en damajuanas y barriles, alimentos  a  granel  y  otros  enseres  que  evidentemente  no  llegaban  así  a  los consumidores. En esos casos, sin dudas, el valor de venta se establecía calculando previamente las medidas y los pesos de acuerdo con su uso en los distintos servicios y las variadas comidas ofrecidas.


La lista fue ciertamente larga y abarcó categorías de muy diferente perfil. Para aquellos que tengan interés de volver a recorrer algún tema en particular (o todos), los siguientes son los enlaces a cada entrada subida desde el inicio de la serie:

Entrada 1 del 5/1/2012: presentación general del libro.
Entrada 2 del  7/2/2012: cervezas y whiskies.
Entrada 3 del  2/4/2012: vermouths y bitter.
Entrada 4 del 9/6/2012: ginebras y cognac.
Entrada 5 del 19/7/2012: licores y rones.
Entrada 6 del 20/9/2012: vinos nacionales.
Entrada 7 del 8/11/2012: vinos importados.
Entrada 8 del 21/12/2012: vinos y bebidas a granel.
Entrada 9 del 18/2/2013: refrescos, aguas y sodas.
Entrada 10 del 19/4/2013: cigarrillos.
Entrada 11 del 18/7/2013: cigarros puros.
Entrada 12 del 15/10/2013: conservas y enlatados.
Entrada 13 del  4/2/2014: panificados, aderezos, quesos e infusiones.
Entrada 14 del 6/5/2014: postres, dulces, caramelos y repostería.

Hagamos ahora un somero repaso de las marcas y tipos más vendidos según los rubros destacados, de acuerdo a las cantidades apuntadas en el lapso que abarca el libro (botellas, atados y unidades, según corresponda). Entre Abril de 1898 y Julio de 1899, los ganadores numéricos fueron la ginebra Néctar (986), la cerveza Quilmes (10.783), el cognac  Robin (770),  el  whisky  Old Smuggler  (1.400),  el  vino Recommandé en su presentación de ½  (14.851), los cigarrillos  Ideales (29.842)  y  Mauser Argentino  (22.653),  y  los  cigarros toscanos (11.700). En alguna de las entradas puntualizamos que los rótulos importados tenían un origen de compra múltiple,  pero que en ciertos  casos era el propio  FCS  quien los introducía directamente (1). Eso da una idea de la importancia adjudicada al servicio gastronómico en el contexto ferroviario de aquel  tiempo, cuando no eran muchos los comercios capaces de emular la calidad y variedad de alimentos, bebestibles y tabacos asequibles en trenes y estaciones.


Así concluimos un tema tan vasto, con la convicción de que algún día volveremos sobre el mismo asunto.    Pero seguramente será desde otro punto de vista,  en un período histórico distinto y viajando por otras vías…


Notas:

(1) Además de bebidas y alimentos, hace poco logramos confirmar el carácter oficial de importador que poseía el FCS en el ramo del tabaco, gracias a una norma de orden impositivo transcripta en el Boletín Oficial de la República Argentina durante el año 1908. Según ese valioso testimonio, para ese entonces la empresa ferroviaria en cuestión se encargaba directamente de traer al país tres clases de puros de origen suizo y/o filipino, llamados Astorias,Perlas de Sur y Vevey Sans.


martes, 22 de julio de 2014

Tres añosas alhajas de la buena enología nativa: crónica de una degustación

Cuando  las  reseñas  sobre  la  vida  de  una  persona  se transforman invariablemente en panegíricos, quiere decir que esa persona hizo las cosas muy bien a lo largo de su vida. Así ocurrió tras el fallecimiento del ilustre enólogo Don Raúl de la Mota  (1918-2009),  auténtico  pionero  de  la  vitivinicultura argentina moderna.    Poseedor  de  un  estilo  reconocido internacionalmente, supo generar vinos de calidad adelantada para su época. Comenzó su carrera profesional a principios de los años cincuenta como técnico de las acreditadas bodegas Orfila y Finca Flichman. Posteriormente, luego de una breve gestión en la actividad pública (fue Ministro de Agricultura de la provincia de La Rioja),  arribó con toda su sapiencia a la gran bodega Arizu, la misma que conocieron varias generaciones de argentinos a través de la célebre marca homónima y también de Cruz del Sur, Casa de Piedra, Cuesta del Parral, Valroy y un largo etcétera.  Precisamente,  Consumos del Ayer  tuvo  el  enorme privilegio de probar tres añejos ejemplares elaborados por este insigne hacedor de vinos en aquel portentoso establecimiento situado en Godoy Cruz, muy cerca del centro de la ciudad de Mendoza (1)

















Pero antes de profundizar en la degustación propiamente dicha, veamos algo sobre esta gran empresa vitivinícola desparecida hace ya treinta años. Fundada en 1888 por los hermanos españoles navarros Balbino, Sotelo y Clemente Arizu, pasó a tener el crecimiento vertiginoso en muy poco tiempo,  al igual que sus similares  del  siglo  XIX  tardío. Promediando el decenio del veinte (2) contaba con 1.868 hectáreas de viñedos distribuidos en amplias fincas según   el siguiente detalle: Chachingo (Maipú, 165 has), La Perla (Luján, 341 has), Las Palmas (Luján, 149 has) y Villa Atuel (759 has), además de numerosos productores asociados sumando otras 454 hectáreas.  Al finalizar la década del sesenta, su espectro de marcas incluía vinos comunes, finos, licorosos y espumantes muy difundidos  y  apreciados entre la población.    La  siguiente  es  una  foto  del establecimiento de Villa Atuel en la que se observa  parte del gigantesco viñedo de más de 1500 hectáreas, calificado en su época como “el mayor del mundo”.


Allá por 1995, el destino hizo que el autor de estas líneas encontrara y adquiriera un lote completo de diez antiguas botellas de Jerez Don Balbino  y un solitario espécimen de Oporto  Viejo  Juez.  Es  decir,  etiquetas  bien tradicionales de la firma que nos ocupa durante casi cincuenta años. Pero no todo terminó allí, ya que hace poco se sumó otra botella del  Oporto  Viejo  Juez, propiedad de Joaquín Alberdi, fundador y titular de la prestigiosa vinoteca JA! en el barrio porteño de Palermo. Fue así que nos pusimos de acuerdo para abrir tales tesoros en ocasión de una cena con amigos y dejar testimonio de ello.  Como sabíamos de antemano,  los ejemplares a catar pertenecían a los años de gestión enológica de Raúl de la Mota y eran los siguientes: un jerez Don Balbino datado aproximadamente en 1975, un oporto Viejo Juez de la misma época, y otro oporto Viejo Juez algunos años anterior, posiblemente de fines de los sesenta, tal vez de 1968 (3). En base a eso y para simplificar la reseña, me referiré a partir de ahora a los dos oportos como  Viejo Juez 75  y  Viejo Juez 68.  La memorable ocasión fue experimentada por el susodicho dueño de casa,  por  el  que suscribe y por los siguientes y fervientes amantes del vino: Sebastián Nazábal (autor de las tomas fotográficas de la cata), Alejo Berraz, Jorge Martínez, Enrique Devito, Marcelo Murano y Antonio Fernández.


La apertura no fue nada fácil. Tanto el Don Balbino como el Viejo Juez 75 tenían sus corchos muy pegados al borde interno de las botellas y se desmenuzaron apenas intentamos removerlos. No ocurrió lo mismo con el Viejo Juez 68, cuyo tapón logró salir sin mayores contrariedades. Para librar a los dos prototipos “accidentados” de sus molestas borras corcheras realizamos el servicio pasándolos a través del efectivo filtro decantador, gracias al cual aterrizaron en los receptáculos asignados con un perfecto estado de limpidez  y oxigenación.   Luego,  tal cual se puede apreciar en la imagen correspondiente, las tres hileras de copas mostraban  notorias diferencias cromáticas no carentes de cierta lógica:  un amarillo ámbar intenso para el  Don Balbino,  un dorado luminoso de profundidad media para el Viejo Juez 75 y un dorado bien acentuado para el Viejo Juez 68. En la etapa del aroma y el sabor apreciamos al Jerez Don Balbino inmerso en un perfil de producto seco, levemente punzante (como suelen ser los de su tipo), rico, con cuerpo, bien al estilo tan difundido en la época y muy adecuado para acompañar un buen jamón crudo. Al llegar a los oportos, las diferencias en el color fueron confirmadas por el resto de los sentidos: dulzor menos acentuado para el Viejo Juez 75, que contenía tonos a miel, pasas, confituras y madera tostada. Más meloso resultó el Viejo Juez 68, con notas de caramelo y frutas desecadas culminando en un gusto opulento, prolongado, glotón en términos de azúcar residual pero sin defectos. En otras palabras, nos dimos el lujo histórico de ver, oler y gustar tres modelos de la antigua industria vitivinícola nativa pletóricos de sensaciones placenteras luego de casi cincuenta años de sueño al abrigo del vidrio.


Tanto Don Balbino Arizu, el bodeguero incansable, como Don Raúl de la Mota, el enólogo preclaro, se habrían sentido orgullosos del fruto de su trabajo si hubieran estado con nosotros (y en cierta manera, allí  estaban).   Para  terminar  reproducimos  el  texto plasmado en la contraetiqueta del Viejo Juez 75, quizás una redacción del mismo Don Raúl, que transmite de manera brillantemente sintética  lo que hemos querido verter aquí. Dice así:  tonalidad rubí topacio, afelpado paladar, excepcional bouquet.  Todo ello es producto de su tradicional y paciente elaboración, que culmina con un largo añejamiento en pipas de roble, las que forman parte de nuestras bodegas desde hace casi un siglo.

Notas:

(1) Como señalamos más adelante, Arizu poseía también un extenso viñedo y una gran planta de elaboración en Villa Atuel, pero tenemos la certeza de que tanto el jerez como el oporto de la casa eran vinificados, estacionados y fraccionados íntegramente en la planta  de  Godoy  Cruz.   La fuente de esa información no es otra que el minucioso recuerdo de Don Raúl, con quien tuve  la oportunidad de charlar dos veces, una de ellas en su  domicilio mendocino, grabador y cuaderno de notas mediante.
(2) En 2012 fue descubierta una cinta  muda de 38 minutos referida a la bodega Arizu, rodada en el año 1925. Hasta el día de hoy se la considera el testimonio fílmico más antiguo sobre la vitivinicultura nacional. Mayores datos sobre el tema en el siguiente link: http://www.diasdehistoria.com.ar/content/hallaron-la-pel%C3%ADcula-m%C3%A1s-antigua-de-la-vitivinicultura


(3) Para determinarlo con el mayor grado de certeza posible -como de costumbre- nos basamos en múltiples recursos: datos de las etiquetas, algunos datos legibles en los restos de las estampillas fiscales, datos obtenidos de fuentes externas, etcétera. 

lunes, 14 de julio de 2014

Las importaciones de comestibles y bebidas en los comienzos de la unidad nacional 2

En la primera entrada de esta serie, subida hace ya varios meses (24 de febrero, para ser exactos),  adelantamos la intención de realizar un enfoque somero sobre alimentos y bebestibles importados por nuestro país en la primera mitad del decenio de 1860, y todo gracias a cierto compendio documental denominado Estadística de la Aduana de Buenos Aires que abarca el período 1861-1866. Cumplimos ahora en continuar aquel anticipo, comenzando por los productos que arribaban desde Europa. Vale aclarar nuevamente que, en esos tiempos, la manufactura de industria nacional se reducía a un escaso volumen de vinos, aguardientes, cerveza, alimentos en fresco, panificados, lácteos, cigarros y materias primas del mismo tipo, casi siempre sin envasar y en presentaciones a granel. No había aun un verdadero desarrollo productivo, ni para el mercado interno ni mucho menos para la exportación.  De hecho,  como también señalamos,  las ventas al exterior estaban casi exclusivamente formadas por artículos pecuarios sin ningún valor agregado: carne, cueros, cebo, astas y demás componentes de ejemplares vacunos, equinos y ovinos  propios de la ganadería extensiva. Nada sorprendente, si tenemos en cuenta que recién entonces comenzaba a formarse la Argentina tal como la conocemos hoy, con la posibilidad de establecer políticas a largo plazo.


Así, la mayoría de las compras del comercio exterior nos llegaban desde el Viejo Mundo. Nuestra relación mercantil con el bloque continental en cuestión era constante y tenía como protagonistas a España, Italia, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda y Portugal. Ajustándonos a las cifras específicas de 1861, España era un prolífico proveedor de aceite de oliva presentado en botellas, latas y botijuelas (1). El vino tinto era recibido en cascos (15.506 unidades en ese período anual, lo que daría unos aproximados 3.800.000 litros) y cajones de doce botellas, asentados como docenas, en cantidad de 546. Llama la atención el rubro de los anizados (sic), compuesto por licores o aguardientes con sabor a anís muy apreciados en la época, que se importaban en damajuanas.   Hacia el final del compendio los ítems se vuelven más concretos, lo que nos permite saber, por ejemplo, que en 1865 recibimos de allí  5.748  cascos de Jerez.  Otras mercaderías destacadas de origen español eran el azafrán, el chocolate, la pasta de sopa  y las aceitunas (en barriles), por mencionar sólo un puñado.  El  aceite  de  oliva  también era un componente relevante en  nuestras importaciones desde Italia, pero su mayor volumen está mensurado con otra vieja unidad de medida, dado que se declaran 19.861 arrobas (equivalentes a unos 12 kilos cada una) y 4.381 botijuelas.  Vemos también vermouth, caña (2), licores (2.960 docenas), queso (3.464 libras) y vino tinto (1.368 cascos y 3.757 docenas). Los renglones itálicos de comestibles en general y conservas en general son muy relevantes, pero acusan sólo el importe y no sus pesos o medidas (3).


Alemania  nos  remitía vino  (cascos y botellas), cerveza, “coñac” (obviamente un émulo germano, lo que era habitual en muchas otras partes del mundo y más tarde en la propia Argentina),  licores dulces, bastante ginebra, té perla (4) y vinagre. De Bélgica anclaban en nuestros muelles buques con con coñac, ginebra, cerveza, licores, vino del Rhin y manteca, entre otros. Inglaterra acusaba envíos similares, pero su especialidad era el té, que por 1861 llegó a la aduana porteña en cantidad de 1.484 libras (5). Poco hay para decir de Portugal en ese mismo año, pero ya en 1862 se hace significativo el renglón específico del vino Oporto, en cascos y botellas. Holanda es otro de los orígenes que exhibe un gran volumen con cierta singularidad productiva: la ginebra, fraccionada en cascos, damajuanas y  frasqueras, es decir, cajas de madera que incluían 12 o 24 botellas, casi siempre de gres. Queda claro que no incorporamos en estas descripciones a los hoy llamados commodities, que a mediados del siglo XIX eran principalmente azúcar (blanca o terciada), sal, arroz y café, aunque tal vez sí los señalemos cuando nos toque examinar las importaciones de procedencia americana.


Dejamos para el final a Francia por ser el origen mejor registrado en su diversidad de bebidas, que parecen tener un prestigio bien ganado y un consumo muy sólido hacia 1861. Además del queso (29.041 libras) y sardinas (36.852 cajas), remarcamos lo que sigue, con varios volúmenes galoneados, como se decía entonces: vino tinto  (7.479  pipas  y  13.780 docenas),  vermouth (11.652  galones),  cognac  (36.299 galones), ajenjo (13.056 galones), cerveza (1.378 docenas), curaçao (66 docenas), kirsch (1.295 docenas), marrasquino (44 docenas) y licores dulces (5.775 docenas). Años más tarde aumenta todavía más la variedad de brebajes galos mediante la incorporación a los asientos de champagne, vino de Burdeos  y otras especificidades geográficas tan renombradas en nuestros días.


La estadística incluye mucha data técnica de navegación que no es de mayor interés para este blog, si bien resulta didáctico saber que los principales puertos europeos de despacho eran entonces Liverpool, Londres, Barcelona, Cádiz, Génova, Burdeos, Havre, Marsella, Amberes y Hamburgo. En la próxima y última entrega de esta serie vamos a indagar los suministros que viajaban  hacia estas tierras desde la misma América: Estados Unidos, Brasil, Cuba, Uruguay y Paraguay, a los que sumaremos el país más alejado de todos: la India.

                                                            CONTINUARÁ...

Notas:

(1) Las “botijuelas” eran recipientes de barro cocido que contenían desde 2 hasta 5 litros, en promedio. Estaban emparentadas con las grandes tinajas y presentaban diversos modelos, de los cuales el tipo óvalo alargado con manija era el más común.


(2) Ya habíamos dicho algo acerca de los “aguardientes” y las “cañas” de todas partes del mundo, y de la posibilidad de que ellas fueran denominaciones primitivas para  producciones actualmente famosas como bebidas de identidad bien concreta. Casi con seguridad, buena parte de los alcoholes italianos declarados de ese modo no eran otra cosa que grappa, al igual cachaça en el caso de Brasil y ron en el caso de Cuba. Salta a la vista que muchas bebidas formaban parte de grupos altamente genéricos y demasiado abarcativos, pero ello resulta muy razonable en una época en que sólo se reconocían  nombres más definidos para el cognac, la ginebra y otros pocos licores, sobre todo si provenían de Francia.


(3) Esta familia era abundante y correspondía a productos alimenticios sólidos o líquidos envasados en latas, paquetes y otras presentaciones múltiples, difíciles de medir por su peso total. En diarios de la época solía ser frecuente publicar la llegada y puesta en venta de tales embarques a las distintas colectividades, férreas consumidoras de los productos típicos de sus naciones respectivas. Como ejemplo, el siguiente es un anuncio aparecido en el diario El Nacional en noviembre de1866 bajo el título “Milán en Buenos Aires”.


(4) El té perla es también llamado té de jazmín. Se elabora mediante un proceso de contacto prolongado entre las hebras de uno y las flores del otro.
(5) No obstante, el grueso del té llegaba directamente de India, la mayor colonia británica por esos tiempos, como analizaremos en la próxima entrada de este mismo tema.