Aunque nos pueda parecer escaso y limitado según nuestros
parámetros actuales, el control de la seguridad alimentaria ya existía en la
década de 1880. En esos tiempos de profundos cambios sociales, políticos y económicos, la calidad y genuinidad de los consumos cotidianos empezaba a
cobrar una cierta relevancia oficial en vista de los adelantos científicos y
tecnológicos que permitían realizar análisis impracticables apenas diez o
veinte años antes. Pero las pruebas no eran estrictamente obligatorias, con el
problema complementario de la falta de personal para atender un número siempre
creciente de establecimientos en los que se producían y vendían todo tipo de artículos del comer y del beber. No obstante, ciertas reparticiones dedicadas a las tareas de referencia lograron
perpetuarse en la historia de la bromatología nacional como pioneras en la
materia.
Las llamadas Oficinas
Químicas Municipales fueron un modelo en el sentido anteriormente
descripto, si bien su alcance estaba limitado al área de influencia
jurisdiccional de los municipios correspondientes. Sólo las grandes ciudades argentinas
contaban con dependencias semejantes, en las que se analizaban todo tipo de
sustancias con los métodos más avanzados para la época. Los controles
efectuados por alguna de ellas no
solamente constituían una referencia irrefutable en materia sanitaria, sino que
también eran considerados juicios altamente competentes con jerarquía
organoléptica. Así lo demuestran muchos testimonios gráficos en publicidades y
etiquetas de viejos productos de consumo masivo (1), que exhiben con orgullo el
hecho de haber salido airosos ante tamaño desafío legal y científico, al punto
de considerarlo un signo de prestigio. En el Censo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires de 1887 es posible
ubicar algunos resultados del trabajo efectuado por la dependencia aludida.
Según lo que allí se expresa, una cantidad importante de artículos fueron
objeto de observación en ese período anual con interesantes conclusiones.
No hay mayores datos sobre la naturaleza y los motivos que
llevan a las diferentes calificaciones, pero las categorías resultantes pueden
ser interpretadas en forma de triple examen. Según parece, por un lado se
analizaba la inocuidad de las muestras frente a la salud humana. Por otro su
genuinidad, es decir, si los prototipos eran artificiales o adulterados, y por
último hay también un cierto juicio cualitativo. De allí surgen los siguientes rangos comunes para todos los productos: buenos,
regulares, malos no peligrosos y malos
peligrosos. Diversos alimentos y bebidas pasaron por el filtro de la prestigiosa oficina, entre
los cuales extractamos los ítems más numerosos en riguroso orden de aparición:
Vinos: 2170 buenos, 256 regulares, 324 malos no
peligrosos y 129 malos peligrosos (90 enyesados
y 39 coloreados) Total: 2879
muestras.
Leches: 47 buenas, 3 regulares y 74 malas no
peligrosas. Total: 124 muestras.
Aceites: 15 buenos, 14 regulares, 2 malos no
peligrosos. Total: 31 muestras
Fideos: 259 buenos, 1 malo no peligroso, 8 malos
peligrosos. Total: 268 muestras.
Vinagres: 181 buenos, 61 regulares, 380 malos no
peligrosos y 5 malos peligrosos. Total: 627 muestras.
Pimentones: 355 buenos, 34 regulares, 6 malos no
peligrosos y 74 malos peligrosos. Total: 469 muestras.
Pastas de tomate: 338 buenas, 54 regulares y 12 malas peligrosas.Total: 404 muestras.
Cervezas: 60 buenas, 1 mala no peligrosas y 4
“saliciladas”. Total: 65 muestras.
Pimientas: 89 buenas, 38 regulares y 70 malas no
peligrosas. Total: 197 muestras.
Canelas: 116 buenas, 16 regulares y 7 malas no
peligrosas. Total: 139 muestras.
Alcoholes (destilados, cañas, anís, coñac, etc.): 49
buenos, 37 regulares y 1 malo peligroso. Total: 87 muestras
Licores: 56 buenos, 102 regulares, 2 malos no
peligrosos y 2 malos peligrosos. Total: 162 muestras.
Aperitivos (fernet, bitter, vermouth, etc.): 24
buenos, 85 regulares, 26 malos no peligrosos y 6 malos peligrosos. Total: 141
muestras.
A los citados se suman panes, quesos, grasas, azúcares,
conservas, chocolates, café, té y yerba mate, entre otros, pero en cantidades poco significativas. Ahora bien, ¿por qué afirmamos que también se juzgaba la
calidad, más allá del mero análisis de laboratorio? Porque no hay otra
explicación para la diferencia entre “bueno” y “regular” que no esté
fundamentada en ese aspecto, lo cual indica que
la pruebas químicas eran complementadas con observaciones sobre el
color, la textura, el aroma y hasta quizás el sabor (3). En ese sentido, llama
poderosamente la atención la pálida performance de los grupos licores y aperitivos, que ostentan los porcentajes proporcionalmente más
bajos de especímenes considerados “buenos”, sobre todos si los comparamos con
otras bebidas, y en especial con los vinos. ¿Acaso a los especialistas
involucrados no les agradaban esos productos? ¿Serían imparciales y equitativos
en sus consideraciones? Quizás nunca lleguemos a saberlo, pero lo bueno, como
habitualmente decimos, es rescatar del olvido estos apuntes de la historia con
una mirada poco frecuente.
Notas:
(1) En la etiqueta del Vino
Cordero, otrora mítico vino licoroso nacional del que degustamos una añeja
botella para este espacio hace bastante tiempo, se lee claramente la
indicación “Aprobado por la Oficina Química Municipal. Apto para la alimentación”.
(2) Aunque no forma parte del tema central del blog, vale la
pena señalar un par de perlitas bien curiosas del censo que evidencian cierta
manía -muy representativa del positivismo reinante en la llamada “generación
del ochenta”- por plasmar todo de manera científica. Tal es el caso del cómputo
sobre suicidios entre los años 1884 y 1887. Lo interesante es que no sólo se desglosan puntillosamente las víctimas por
nacionalidad, sexo, edad y barrio en el que habitaban, sino que también
aparecen cuadros con las causas y los métodos empleados. Según los números
oficiales, sobre un total de 366 casos, las causas
ignoradas encabezan el repertorio (103), seguidas por demencia (64) y disgustos de
familia (45). Otros móviles son amores
contrariados, padecimientos físicos, hastío de la vida, malos negocios, remordimientos
y pobreza, por mencionar algunos.
En cuanto a los sistemas favoritos de los antiguos suicidas, los ganadores son
las armas de fuego y el veneno, con una participación destacada de las armas
cortantes, la asfixia y el aplastamiento por vehículos.
Otro apartado singular es el cuadro de las prostitutas que
ejercían sus actividades en el ámbito porteño, pero los propios autores se
encargan de aclarar que dichos resultados no son del todo confiables (“los boletines del censo no revelan más que
629 prostitutas públicas, que viven disciplinadas en burdeles, pero es
indudable que ese número es en realidad mucho mayor”). Nuestras
compatriotas son amplias ganadoras en cuanto a la nacionalidad de las
meretrices formalmente empadronadas (159), seguidas por las italianas (122),
las alemanas (63), las austríacas (57) y las rusas (44). Recordemos que la
prostitución era una actividad legal si estaba sujeta a determinadas
reglamentaciones y controles, aunque resulta muy obvio que las trabajadoras
inscriptas en los registros correspondientes eran una minoría, como el mismo
censo señala de manera crudamente sincera.
(3) En ese sentido, resulta notable la cantidad y variedad
de especias incluidas en la nómina (incluso hay otro ítem que omitimos con
diversas especias genéricas sin especificar). Ello tiene una explicación bien
concreta: aún en esa época –cuando los sistemas de refrigeración continua eran
incipientes y no estaban extendidos a la mayoría de la población- los
condimentos se volvían imprescindibles en las cocinas para aderezar platos cuyos
ingredientes, muchas veces, no se encontraban en óptimo estado de frescura.
Así, la superabundancia de picantes y componentes aromáticos disimulaba
semejante falencia. Hoy fruncimos el ceño cuando notamos un olor fuerte
proveniente de algún alimento, pero en aquellos tiempos lo normal era que
olieran fuerte, y las especias eran el método más sencillo y asequible para
mitigarlo.
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