miércoles, 13 de agosto de 2014

Productos buenos, regulares, malos y hasta "peligrosos" según la Oficina Química Municipal

Aunque nos pueda parecer escaso y limitado según nuestros parámetros actuales, el control de la seguridad alimentaria ya existía en la década de 1880. En esos tiempos de profundos cambios sociales,  políticos  y  económicos,  la calidad  y  genuinidad de los consumos cotidianos empezaba a cobrar una cierta relevancia oficial  en  vista  de  los adelantos científicos y tecnológicos que permitían realizar análisis impracticables apenas diez o veinte años antes.  Pero las pruebas no eran estrictamente obligatorias,  con  el problema complementario de la falta  de  personal  para  atender  un  número  siempre creciente de establecimientos en los que se producían y vendían  todo tipo de artículos del comer y del beber.  No  obstante,  ciertas reparticiones dedicadas a las tareas de referencia lograron perpetuarse en la historia de la bromatología nacional como pioneras en la materia.


Las llamadas Oficinas Químicas Municipales fueron un modelo en el sentido anteriormente descripto, si bien su alcance estaba limitado al área de influencia jurisdiccional de los municipios correspondientes.  Sólo  las  grandes  ciudades  argentinas contaban con dependencias semejantes,  en  las  que  se analizaban todo tipo de sustancias  con  los  métodos  más avanzados para la época. Los controles efectuados por alguna de ellas  no solamente constituían una referencia irrefutable en materia sanitaria, sino que también eran considerados juicios altamente competentes con jerarquía organoléptica.  Así  lo demuestran muchos testimonios gráficos en publicidades y etiquetas de viejos productos de consumo masivo (1), que exhiben con orgullo el hecho de haber salido airosos ante tamaño desafío  legal  y científico, al punto de considerarlo un signo de prestigio. En el Censo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires de 1887 es posible ubicar algunos resultados del trabajo efectuado por la dependencia aludida. Según lo que allí se expresa, una cantidad importante de artículos fueron objeto de observación en ese período anual con interesantes conclusiones.


No hay mayores datos sobre la naturaleza y los motivos que llevan a las diferentes calificaciones,  pero  las categorías resultantes pueden ser interpretadas en forma de triple examen. Según parece, por un lado se analizaba la inocuidad de las muestras frente a la salud humana. Por otro su genuinidad,  es  decir,  si  los prototipos eran artificiales o adulterados, y por último hay también un cierto juicio cualitativo. De allí surgen los  siguientes rangos  comunes  para  todos  los productos: buenos, regulares, malos no peligrosos y malos peligrosos. Diversos alimentos y bebidas pasaron por el filtro de la prestigiosa oficina, entre los cuales extractamos los ítems más numerosos en riguroso orden de aparición:

Vinos: 2170 buenos, 256 regulares, 324 malos no peligrosos y 129 malos peligrosos (90 enyesados y 39 coloreados) Total: 2879 muestras.
Leches: 47 buenas, 3 regulares y 74 malas no peligrosas. Total: 124 muestras.
Aceites: 15 buenos, 14 regulares, 2 malos no peligrosos. Total: 31 muestras
Fideos: 259 buenos, 1 malo no peligroso, 8 malos peligrosos. Total: 268 muestras.
Vinagres: 181 buenos, 61 regulares, 380 malos no peligrosos y 5 malos peligrosos. Total: 627 muestras.
Pimentones: 355 buenos, 34 regulares, 6 malos no peligrosos y 74 malos peligrosos. Total: 469 muestras.
Pastas de tomate: 338 buenas, 54 regulares y 12  malas peligrosas.Total: 404 muestras.
Cervezas: 60 buenas, 1 mala no peligrosas y 4 “saliciladas”. Total: 65 muestras.
Pimientas: 89 buenas, 38 regulares y 70 malas no peligrosas. Total: 197 muestras.
Canelas: 116 buenas, 16 regulares y 7 malas no peligrosas. Total: 139 muestras.
Alcoholes (destilados, cañas, anís, coñac, etc.): 49 buenos, 37 regulares y 1 malo peligroso. Total: 87 muestras
Licores: 56 buenos, 102 regulares, 2 malos no peligrosos y 2 malos peligrosos. Total: 162 muestras.
Aperitivos (fernet, bitter, vermouth, etc.): 24 buenos, 85 regulares, 26 malos no peligrosos y 6 malos peligrosos. Total: 141 muestras.


A los citados se suman panes,  quesos,  grasas,  azúcares, conservas, chocolates, café, té y yerba mate, entre otros, pero en  cantidades  poco  significativas.  Ahora  bien,  ¿por  qué afirmamos que también se juzgaba la calidad, más allá del mero análisis de laboratorio? Porque no hay otra explicación para la diferencia entre “bueno” y “regular” que no esté fundamentada en ese aspecto, lo cual indica que  la pruebas químicas eran complementadas con observaciones sobre el color, la textura, el aroma  y  hasta quizás el sabor (3).  En  ese  sentido,  llama poderosamente la atención la pálida performance de los grupos licores   y   aperitivos,   que   ostentan   los   porcentajes proporcionalmente más bajos de especímenes considerados “buenos”, sobre todos si los comparamos con otras bebidas, y en especial con los vinos. ¿Acaso a los especialistas involucrados no les agradaban esos productos?  ¿Serían imparciales y equitativos en sus consideraciones? Quizás nunca lleguemos a saberlo, pero lo bueno, como habitualmente decimos, es rescatar del olvido estos apuntes de la historia con una mirada poco frecuente.


Notas:

(1) En la etiqueta del Vino Cordero, otrora mítico vino licoroso nacional del que degustamos una añeja botella para este espacio hace bastante tiempo, se lee claramente la indicación  “Aprobado por la Oficina Química Municipal. Apto para la alimentación”.
(2) Aunque no forma parte del tema central del blog, vale la pena señalar un par de perlitas bien curiosas del censo que evidencian cierta manía -muy representativa del positivismo reinante en la llamada “generación del ochenta”- por plasmar todo de manera científica. Tal es el caso del cómputo sobre suicidios entre los años 1884 y 1887. Lo interesante es que no sólo  se desglosan puntillosamente las víctimas por nacionalidad, sexo, edad y barrio en el que habitaban, sino que también aparecen cuadros con las causas y los métodos empleados. Según los números oficiales, sobre un total de 366 casos, las causas ignoradas encabezan el repertorio (103), seguidas por demencia (64) y disgustos de familia (45). Otros móviles son amores contrariados, padecimientos físicos, hastío de la vida, malos negocios, remordimientos y pobreza, por mencionar algunos. En cuanto a los sistemas favoritos de los antiguos suicidas, los ganadores son las armas de fuego y el veneno, con una participación destacada de las armas cortantes, la asfixia y el aplastamiento por vehículos.


Otro apartado singular es el cuadro de las prostitutas que ejercían sus actividades en el ámbito porteño, pero los propios autores se encargan de aclarar que dichos resultados no son del todo confiables (“los boletines del censo no revelan más que 629 prostitutas públicas, que viven disciplinadas en burdeles, pero es indudable que ese número es en realidad mucho mayor”). Nuestras compatriotas son amplias ganadoras en cuanto a la nacionalidad de las meretrices formalmente empadronadas (159), seguidas por las italianas (122), las alemanas (63), las austríacas (57) y las rusas (44). Recordemos que la prostitución era una actividad legal si estaba sujeta a determinadas reglamentaciones y controles,  aunque resulta muy obvio que las trabajadoras inscriptas en los registros correspondientes eran una minoría, como el mismo censo señala de manera crudamente sincera.


(3) En ese sentido, resulta notable la cantidad y variedad de especias incluidas en la nómina (incluso hay otro ítem que omitimos con diversas especias genéricas sin especificar). Ello tiene una explicación bien concreta: aún en esa época –cuando los sistemas de refrigeración continua eran incipientes y no estaban extendidos a la mayoría de la población- los condimentos se volvían imprescindibles en las cocinas para aderezar platos cuyos ingredientes, muchas veces, no se encontraban en óptimo estado de frescura. Así, la superabundancia de picantes y componentes aromáticos disimulaba semejante falencia. Hoy fruncimos el ceño cuando notamos un olor fuerte proveniente de algún alimento, pero en aquellos tiempos lo normal era que olieran fuerte, y las especias eran el método más sencillo y asequible para mitigarlo.

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