Como su nombre lo indica, el sistema bag-in-box para envasar líquidos consiste en una bolsa dentro de
una caja. No obstante la simpleza del concepto, semejante adelanto es posible
gracias a ciertos artilugios bastante sofisticados. La clave de todo reside en
el material utilizado para fabricar el saco,
compuesto por sucesivas capas de polietileno y
láminas metalizadas. Hay otros artificios que entran en juego, aunque el
más vistoso y festejado es la válvula de descarga al estilo canilla o grifo. El
conjunto asegura un perfecto equilibrio entre las presiones interna y externa, permitiendo
que la bolsa interior se contraiga paulatinamente a medida que el líquido es extraído.
Dichos atributos aseguran una eficiente
protección contra el oxígeno y la consecuente durabilidad del producto, que
puede extenderse por quince o veinte días. En palabras típicas de un vendedor
ambulante, algo práctico y necesario
en toda casa moderna donde se disfruta alguna copa de vino acompañando las
comidas, sin el eterno problema de las botellas abiertas a medio consumir.
Pero el expendio de vinos al consumidor mediante un grifo no
es algo nuevo, ni mucho menos. Durante siglos, los barriles de madera contaron
con un sistema mucho más rudimentario pero igualmente efectivo, basado en dos
pequeños objetos de naturaleza básica. Nos referimos al espiche y a la espita,
que, junto a las mismas vasijas de madera, fueron los verdaderos predecesores
del bag-in box, de los dispensers profesionales y de cualquier
otra técnica para fraccionar vinos y bebidas eludiendo las limitaciones de
los envases vidriados. Sin estas
perlitas del ingenio humano hubiera sido imposible el despacho de vino suelto
en almacenes, boliches y pulperías, así como el corte de caldos que realizaban
los comerciantes de las grandes urbes. Hemos desmenuzado el tema muchas veces,
incluso en el sentido de los fraudes que ello posibilitaba, pero el hecho es
que la espita y el espiche fueron elementos sumamente
comunes en los viejos tiempos.
El arquitecto Daniel Schavelzon, del Centro de Arqueología
Urbana de la UBA, sintetiza muy bien el tema (1) explicando que “los barriles que contenían líquidos
necesitaban un sistema para extraer su contenido sin destruirlos, por lo que
desde antiguo existe una especie de canilla o pico vertedor (la espita) que se
clavaba en alguna de sus partes. Cuando dejaba de usarse se colocaba un tapón
de madera (el espiche) que hacía que
el barril sirviera nuevamente.” Y
agrega, refiriéndose a la sencillez de su diseño: “estas viejas espitas eran simples llaves de paso con sólo una posición
de apertura y tenían una forma tal que podían clavarse de un solo golpe sin
que se deformaran o rompieran. Esto se lograba haciéndole al pasador un solo agujero;
o estaba abierta o estaba cerrada.”. Las espitas más comunes se fabricaban en madera, eran baratas y tenían una duración limitada. También las había de
bronce, caras y generalmente importadas, pero de durabilidad casi infinita. Los espiches, en
cambio, eran siempre de madera (2)
Ya que es imprescindible algún boquete para introducir el
vino, las barricas actuales siguen teniendo un orificio y un espiche de fábrica, ya no de
madera, sino de metal o silicona. Este agujero se hace siempre en el lomo de la
vasija y a veces era el que usaban los comerciantes para colocar la espita, obligando a tener el
barril de pie. Pero como la estiba de barriles resulta más práctica en forma horizontal (acostados), casi todos preferían realizar otro orificio adicional en una de las
tapas. Por lo tanto, resultaba común que los barriles tuvieran dos espiches
tapando sendos agujeros: el de la bodega y el del comercio. En tiempos de la distribución de vinos y
bebidas en cascos, los espiches
acompañaban a las barricas retornables durante toda su vida útil, yendo de aquí para allá.
Las espitas, en cambio, eran propiedad de los almaceneros, bolicheros y/o
pulperos, que debían contar con cierto surtido según la variedad de productos
que despachaban en semejante modalidad. El repertorio era variable, pero los
buenos comercios de antaño contaban al menos con un barril de tinto económico,
otro de tinto más caro, uno de blanco seco y uno de vino dulce. A ellos podía
agregarse la eventual oferta de destilados (grappa, caña,
aguardiente) y de vermouth. En consecuencia, resulta lógico inferir que
cualquier comercio gastronómico tenía al menos cuatro o cinco espitas en uso y algunas de repuesto para eventuales
roturas.
Como tantos otros objetos antiguos, las espitas de madera se
venden hoy como una especie de adorno, al igual que barrilitos de todas las
formas y tamaños imaginables. Pero las de verdad dejaron de verse a mediados de
la década de 1960, cuando desapareció definitivamente la comercialización de
vinos a granel en envases de madera (3). Hoy podemos recordar tales objetos y
hasta “jugar” con sus émulos decorativos, pero no debemos olvidar que barricas,
espitas y espiches fueron los dispensers y
los bag-in-box de nuestros
antepasados.
Notas:
(1) Link para los que deseen
leer el informe completo: http://www.iaa.fadu.uba.ar/cau/?p=3860
Incluye imágenes de las espitas encontradas en excavaciones arqueológicas
porteñas, con precisiones sobre los lugares de hallazgo.
(2) Es común confundir un término con otro o creer que son
sinónimos. Los diccionarios de la lengua española lo definen bien: espita se refiere al grifo y espiche al tapón.
(3) El viejo cine argentino tiene infinidad de películas
que muestran escenas de bares y fondas con
barricas, e incluso algunos momentos puntuales del uso de las espitas, pero
ninguno filmado en primer plano. Para ello hay que recurrir a la versión local
de las Obras Maestras del Terror de
Edgar Alan Poe, filmada en 1960 por el gran Narciso Ibáñez Menta. En El tonel de Amontillado hay
acercamientos más que interesantes donde pueden verse espitas de madera en
acción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario