La investigación histórica (cuando es seria) se nutre de
conclusiones debidamente acreditadas mediante documentos o testimonios orales,
escritos, fílmicos y fotográficos. En ese contexto, si notamos una repetición
de vestigios relativos al mismo tema, es casi seguro que llegaremos a probar
la existencia de hechos pasados con alto
grado de certeza. En lo que atañe a nuestro espacio, por ejemplo, hay
cuestiones que resultan incontrovertibles. Una de ellas es la práctica
extensiva de falsificaciones y adulteraciones en la industria de bebidas a
finales del siglo XIX y comienzos del XX. Ya nos referimos a ello en alguna
ocasión (1), poniendo en relieve el amplio abanico de indicios, desde
estadísticas públicas hasta propagandas, relatos periodísticos y fallos
judiciales. No hacen falta, por lo tanto, más pruebas ni argumentos para sostenerlo.
Pero también suele darse la feliz circunstancia del hallazgo complementario que
aporta pormenores específicos y detalles enriquecedores de un modo
particularmente sustancioso. Así ocurrió en este caso, y su profusión de contenido
me llevó a volcarlo en dos entradas, la primera de las cuales comenzamos a
transitar.
El 9 de julio de 1895, coincidente con la fecha patria, el
Boletín Oficial de la República Argentina publicó un completo texto anunciando
el nuevo decreto presidencial relativo al sector de bebestibles. Antes que
nada, vale aclarar que tanto el espíritu de la norma como el de la solicitud
que dio lugar a su promulgación no
perseguían ningún propósito de mejorar la calidad, evaluar la genuinidad o cuidar la salud de la población. De hecho, el
texto está encabezado por la siguiente frase preliminar: “decreto reglamentando la verificación de las bebidas artificiales
sujetas a impuesto”. Queda entonces manifiesto que todo el asunto tiene un
trasfondo meramente impositivo, de recaudación, aunque los detalles que nos
revela sobre las prácticas de la industria son tan jugosos que no pueden ni deben ser pasados por alto. Es muy
probable que en ningún otro documento antiguo podamos encontrar una descripción
semejante, por minuciosa y sincera, de cómo se hacían, mezclaban y comercializaban determinados
brebajes tan comunes en ese tiempo como absolutamente desconocidos por la
posteridad: el vino de pasas, el caldo de pasas, la bebida artificial, el vermouth
artificial y el “uno por tres”. No obstante, veremos que dichas denominaciones
eran absolutamente informales, confusas y carentes de un mínimo marco regulatorio,
al punto de que se admite lisa y llanamente la ineptitud del estado para fiscalizar una producción fuera de control, cuyo
verdadero carácter técnico era considerado casi fantasmal.
Todo parece comenzar a partir de un informe elevado por el
funcionario J.F. Moreira a su jefe,
el Administrador de Impuestos Internos Osvaldo
Piñero (2). El ánimo de la nota no es otro que “verificar por medio de arbitrios útiles la materia imponible”,
compuesta fundamentalmente por los brebajes antes mencionados. Y empieza así: “el estudio somero de este asunto, en el que
faltan datos precisos y concretos (…) pues los fabricantes emplean fórmulas
distintas, a tal punto de que no hay dos resultados de análisis que sean
idénticos, me lleva a exponer algunas consideraciones.” A continuación va
descubriendo de a poco el lado oscuro del asunto, el verdadero problema, que es
la mala fe generalizada dentro de la actividad, empleando un adjetivo de época
actualmente en desuso: intérlope, que
significa fraudulento. Más adelante
continúa asegurando que “las condiciones
de existencia de una industria, elemental si las hay, como es la elaboración
del caldo de pasas, la simplicidad de sus instalaciones, el corto capital que
requiere, favorecen admirablemente todo propósito de fraude. Diseminada,
ocultándose en los rincones suburbanos, en las trastiendas de los comercios
rurales, en sótanos insospechados, puede existir y medrar clandestinamente,
burlando sin mayor esfuerzo la vigilancia fiscal.”
A continuación llega el núcleo de todo, los trapitos al sol, la respuesta a la gran
pregunta: ¿cómo se hacían aquellos potingues infames? Precedidas por el
enunciado “es sabido que la bebida artificial
se elabora con o sin ayuda de la fermentación alcohólica”, vienen las
respectivas recetas básicas. La primera es la siguiente: “en una tina cuya capacidad varía de 200 a 20.000 litros (3) se echa agua tibia, pasas de uva trituradas,
crémor tártaro, etcétera, y se deja fermentar la masa durante ocho o diez días.
Se decanta luego el caldo en tinas o pipones, donde se le agrega el alcohol que
requiere su conservación y fuerza, así como los otros ingredientes que entran
en su composición: coriandro, salvia, violeta, etc. Enseguida se clarifica por
medio de gelatina, clara de huevo, sangre fresca o cola de pescado, se
trasiega, se filtra y queda así en condiciones de ser expendido.” Para el
segundo procedimiento, aparentemente sin fermentación y más adecuado para
bebidas aromatizadas tipo vermouth, preferimos presentar la imagen
correspondiente al párrafo específico, con todo el realismo del texto original.
La primera parte del texto culmina volviendo sobre el tema
de la impunidad de los elaboradores, al decir: “de manera pues que con dos o tres pipas o bordalesas que ocupan un
reducido espacio, algunas cajas de pasas, un barril de alcohol y un surtido de agua
corriente, aljibe o pozo en la proximidad del local en que se efectúa la
operación, cualquiera puede convertirse en fabricante.” Y finaliza: “fluye de todo esto la evidencia de que es
difícil, por no decir imposible, fiscalizar la elaboración de la bebida
artificial”.
Desde luego, la cosa no se acaba tan fácilmente. Además de averiguar
qué hicieron las autoridades al respecto, tenemos por delante una extensa
indagación sobre muchos puntos borrosos. Por ejemplo, ¿había fabricantes
registrados? ¿Existen documentos donde se los mencione con nombre, apellido y
ubicación? ¿Estos caldos se destinaban directamente al consumo o servían
también para cortar otras bebidas “puras”? Todo ello será contestado con los
debidos registros ejemplificadores en la próxima entrada de la serie,
incluyendo documentos , propagandas alusivas y un análisis sobre aquellos que parecen
ser los principales usuarios del “caldo de pasas”: los cortadores de vinos, verdaderos alquimistas capaces de convertir casi todo producto que tenían
a mano en cualquier otro que deseaban vender, incluyendo los más prestigiosos
importados.
Notas:
(1) Fue en la serie de tres notas tituladas El lucrativo negocio de fabricar bebidas a
finales del siglo XIX, subidas en los meses de abril, julio y octubre de
2013.
(2) Para ese momento el gravamen era relativamente nuevo, ya que los Impuestos Internos se crearon en 1891 -durante
la presidencia de Carlos Pellegrini- como una manera de recaudar fondos frente
a la tremenda crisis económica iniciada el año anterior. El modo simple y
rápido de lograrlo fue imponiendo la carga a dos de los ramos más sólidos de la época por
producción y consumo: el alcohol y el tabaco.
(3) Diferencia ciertamente amplia, que deja entrever el
extenso abanico de volúmenes elaborados de acuerdo con la capacidad espacial y
económica de los distintos fabricantes.
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