Desde que este blog comenzó su derrotero por el pasado de
los consumos argentinos, no han sido pocas las ocasiones en que analizamos,
recordamos o simplemente señalamos el abundante dispendio de cigarros puros que
se hacía en nuestro país, así como la ascendencia de sus principales prototipos.
Ya sabemos, por ejemplo, que los habanos legítimos de Cuba y los puros de
Paraguay conformaron un alto porcentaje del mercado desde los tiempos de la
colonia. También es muy antigua la convergencia en nuestros comercios de los
cigarros alemanes (Bremen, Hamburgo) (1), sin olvidar los de producción local,
que se denominaban genéricamente “del país” y provenían en mayor grado de Corrientes y Tucumán. Pero existen también otros ejemplares que, si bien no se remontan a
los comienzos mismos de la patria, acreditan la suficiente concurrencia
pretérita como para considerarlos “históricos”. Así sucede con los de Italia,
los de Suiza y los de un país vecino cuyos tabacos han logrado permanecer entre las preferencias locales durante más de ciento
cincuenta años. Ese país, al que le consagraremos esta entrada, no es otro que
Brasil.
Ahora bien, los
dilatados antecedentes del tabaco brasilero en estas tierras tienen un elemento
común, que es la separación de cierto origen, tipo y/o calidad bajo el
apelativo de Bahía. Y eso no es
casualidad: dicho estado del nordeste no sólo representa un porcentaje
importante dentro de la producción del ramo, sino que además ha sido la cuna proverbial de las mejores fábricas de puros debido a su clima especialmente
adaptado para las variedades necesarias. Como elemento adicional, el Puerto de Salvador de Bahía era uno de
los más transitados del atlántico americano, lo cual reforzó el renombre de los
productos arribados desde aquella procedencia. A partir de 1850, la dinámica y creciente importación argentina comenzó a darle al tabaco de Bahía un lugar cada
vez más destacado entre sus compras, tanto de puros terminados como de tabaco
para hacer cigarros y cigarrillos (2). Y esto debe quedar claro: en términos
históricos, el apelativo “Bahía” servía para definir tanto un tipo de cigarro
puro como un tipo de tabaco suelto. Este último, a su vez, se empleaba solo o
en mezclas para todo clase de derivados fumables, tal cual lo demuestra una
infinidad de documentos de época (publicidades, estadísticas, etc.), entre los
cuales seleccionamos un par de fragmentos a modo de muestra.
Desde luego que no pasaría mucho tiempo para que nos decidiéramos a realizar la cata correspondiente, tal cual hicimos en su momento
con otros “veteranos” como los paraguayos y los correntinos. Para semejante ocasión
seleccionamos una marca muy popular en el mercado mundial: Doña Flor, de la acreditada casa Menéndez Amerino. Puedo dar plena fe de su ubicación en el estado
de Bahía (más precisamente, a 150 kilómetros “tierra adentro” de la ciudad
de Salvador), dado que tuve la oportunidad de visitarla en el año 2006 (3). De aquel grato e interesante recorrido me traje una caja de 25 puros de formato pirámide hechos a mano, bien
representativos de la artesanía que caracteriza al sector desde hace tanto
tiempo. Quienes acompañaron al que suscribe durante la ceremonia humeante
pertenecen al mismo grupo de amigos que tantas veces ha prestado su paladar
para la cata de bebidas y tabacos. En este caso, el participante más activo fue
Enrique Devito, mientras el resto se limitó a una que otra pitada o a la contemplación olfativa.
Nada hay para decir sobre el encendido, tan prolijo como el
tiro. Eso era de esperar tratándose de cigarros de porte grande, elaborados por
un establecimiento situado entre los más selectos de Brasil. Luego, los aromas
y sabores merecen algunas reflexiones que pueden explicar parte del éxito de los tabacos bahienses en la vieja argentina decimonónica. Básicamente, los ejemplares ponderados eran potentes y aromáticos, con cierto gusto
corpulento y decidido, estimulante, casi picante, que satisface el paladar con
rapidez. En aquellos días de fumadores duros y tabacos fuertes, los cigarros de
Bahía deben haber sido muy apreciados por ese perfil contundente y sabroso, pero a su vez carente de notas salvajes o herbáceas como las que tienen,
por ejemplo, los puros del Paraguay. Así, los Doña Flor disfrutados pueden considerarse especímenes completos, ricos y trabajados, sin tener la profundidad o la sutileza de los cubanos, pero más que aceptables en su relación calidad-precio. Dicho todo ello (además de la conclusión en tiempo presente) en
perspectiva hacia el pasado lejano, que es lo que aquí nos interesa.
Cubanos, paraguayos, hamburgueses, holandeses, suizos,
italianos, correntinos, tucumanos y, por supuesto, brasileros de Bahía. Son
algunos de los cigarros que fumaron nuestros antepasados y que inundaron aromáticamente
viviendas, calles, locales, depósitos, talleres, muelles y casi todo ámbito
público o privado imaginable. Hemos evocado uno más, que no será el último.
Notas:
(1) Ya que estamos, y aunque
no he estudiado el tópico en profundidad, resulta evidente y bien documentado
que la materia prima para la vieja industria alemana del tabaco (tan poderosa
en el siglo XIX) era provista principalmente por Brasil. Las plantaciones del
estado de Bahía eran mayormente controladas por alemanes, quienes exportaban el producto de sus cosechas hacia los dominios germanos para su manufactura en
puros y cigarrillos. Durante la Primera Guerra Mundial resultaron destruidas muchas factorías tabacaleras alemanas que jamás se recuperaron,
acabando así con el antiguo circuito de comercialización entre Brasil y Alemania. De modo complementario, llegaron a instalarse en Bahía un puñado de industriales alemanes enfocados en los cigarros puros, como Dannemann o Suerdieck, que subsistieron por mucho tiempo.
(2) Hacia 1865, Brasil se ubicaba en tercer lugar dentro de
las importaciones argentinas de cigarros puros, detrás de Holanda y Alemania.
(3) En esa ocasión, quien acompañó al grupo de visitantes fue
uno de sus dueños (a la derecha en la siguiente foto publicitaria). Vale añadir
que los actuales propietarios de la firma son descendientes directos de un
socio fundador de la legendaria fábrica cubana Montecristo, cuya propiedad mantuvieron hasta 1959.
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