Durante las últimas décadas del siglo XIX la industria
argentina vivió inmersa en una especie de caos legal, errático entre la Ley
Nacional de Marcas de 1876 y el completo desconcierto al respecto -a veces
involuntario y otras veces premeditado- que dominaba a los principales
protagonistas del sector. El marcado déficit de controles gubernamentales no
hacía más que aumentar considerablemente la gravedad del problema y, de hecho,
no existía una autoridad de aplicación abocada a regular la genuinidad de los
procesos productivos ni su posterior formalización en el mercado comercial. Así,
por ejemplo, el debido y puntilloso registro de la patente de un invento o de cierta
marca no garantizaba en absoluto su
exclusividad puesto que, en la práctica, cualquier hijo de vecino podía
utilizarla en beneficio propio. Dicha situación comenzó a cambiar recién hacia
comienzos del siglo XX mediante diversas modificaciones y mejoras realizadas en
aquella primitiva norma, que rápidamente propiciaron un marco jurídico mucho
más claro y preciso. No es de extrañar, entonces, la avalancha de juicios
realizados en los años posteriores al novecientos, muchos de ellos referidos a
las cuestiones puntuales que nos interesan en este blog.
Dentro de la antigua literatura técnica del tema aparecida en
nuestro país resulta interesante revisar algunos trabajos como Sentencias sobre marcas de fábrica y
patentes de invención, publicado por la Librería
de Mayo en 1905. El volumen contiene una selección de fallos del doctor Francisco B. Astigueta, un especialista que sentó
jurisprudencia en la materia. Y entre ellos no faltan algunos relativos a la próspera tarea de los elaboradores de bebidas, de los cuales seleccionamos un
grupo hermanado por el mismo elemento común: la falsificación y el plagio de
etiquetas. El primer personaje involucrado en semejantes maniobras es un tal Generoso Mosca, a quien escogimos como
referencia para el título de la entrada no sólo por su curioso y llamativo
nombre, sino por lo prolífico de su accionar (1). Es así que la lista de
querellantes en su contra incluye a
Francisco Cordero, Gerónimo Bonomi, Otard Dupuy, La Gran Destilería Buenos Aires (Cusenier), J. H.
Secrestat y Branca Hermanos. Esas personas y empresas, como productores o
importadores, representaban buena parte
del núcleo vinícola y licorista de la época, responsable de algunos de los artículos
bebestibles más populares y exitosos. Siguiendo el mismo orden en que citamos
sus nombres, hablamos nada más y nada menos que de Vino Cordero, Amaro Monte Cúdine, Cognac Otard Dupuy, Ajenjo Cusenier,
Bitter Secrestat y Fernet Branca.
Todo indica que el pillo de Mosca había armado un taller especializado
en etiquetas pertenecientes a variedad de vinos, aperitivos y licores, con el agravante
de que no tenía ningún reparo en despachar cantidades ingentes de rótulos
impresos a imagen y semejanza de las marcas más rutilantes. Según entendemos, él mismo se ocupaba de “diseñar “ algunos modelos, mientras que otros eran
adquiridos a espurios litografistas colegas, cuyos nombres también aparecen en el
fallo: E. Ramírez, Santiago de Leido y Virginio Albanesio (2) Lo bueno del caso
es que nuestro villano eligió como estrategia de defensa (fallida, por lo
visto) no negar en absoluto la autoría de los hechos que se le imputaban, sino aducir que desconocía su ilicitud.
Pero ello no le fue muy útil, ya que el juez entendió que no podía desconocer
el carácter indebido de lo que hacía. Partes del texto lo señalan claramente: “que las excusas que uniformemente ha
presentado el querellado en su descargo no son admisibles” dice una, y otra dictamina que “no ha podido ignorar que esas etiquetas,
que sirven para designar la clase y
procedencia de un artículo determinado,
no pueden expenderse libremente sin estar adheridas a los envases a los
que se destinan, y que careciendo él de la autorización o representación
necesarias, le estaba prohibida su venta.” Como cierre asegura: “contribuye a corroborar esta afirmación y a
destruir la excusa de ignorancia que presenta el querellado, el contenido del
documento (…) de fecha anterior a la
demanda, en el que Mosca se reconoce autor de una falsificación…”, lo cual
evidencia además que el granuja de marras tenía antecedentes documentados al
respecto. Como resultado, Generoso Mosca fue condenado a pagar una multa de 500
pesos o, en su defecto, a pasar un año en la cárcel.
Aunque el caso de Mosca es el más notorio por la cantidad e
importancia de las marcas adulteradas, no es el único. También podemos señalar
el de Cayetano Mammolino, querellado por
Branca Hermanos a causa de su fernet,
así como por J y F Martell, creadores
del prestigioso cognac homónimo, y por Delor
y Cía., fabricantes del famoso Aperital. Los puntos centrales de esta causa
se asemejan a bastante a los de la anterior, tanto como la culpabilidad del
acusado y la idéntica sentencia: 500 pesos o prisión de un año. Muy llamativa
resulta asimismo la aparición sistemática de los productos de Branca en
diferentes fallos, indicativa de su renombre y de los peligros que esa misma
popularidad representaba en un sector plagado de fabricantes clandestinos de
vinos, elaboradores improvisados de licores y falsificadores consuetudinarios
de etiquetas, todos ellos perfectamente bien dispuestos a asociarse con el
propósito final de comercializar brebajes temibles (a veces al límite de la
toxicidad), cuyos rótulos famosos podían engañar al consumidor incauto o al menos
pudiente (3). Tal es un caso en el que Branca Hermanos querella a los señores Verocai y Chissoti por una casi grotesca simulación de su etiqueta. No hace
falta extenderse demasiado en la cuestión, dado que podemos mostrar los dos
ejemplares en conflicto: el verdadero Fernet
Branca y el Fernet Verocai. Como
podemos observar, este último llegaba al extremo de señalar que era “idéntico
al de la casa Fernet Branca de Milán”, amén de exhibir una silueta visual y
textual prácticamente gemela en cuanto a diseño, leyendas y color.
No es la primera vez en que nos detenemos a analizar las
grandezas y las miserias de la industria de bebidas a fines del XIX y
principios del XX. Ni será la última, porque es uno de los momentos
históricamente más cautivantes de nuestro pasado, en pleno proceso de
transformaciones sociales, económicas y tecnológicas.
Notas:
(1) Por si alguien tiene interés, el siguiente es el link
directo al caso Mosca, aunque desde allí se puede acceder a cualquier parte del trabajo completo: https://archive.org/stream/sentenciassobre00astigoog#page/n36/mode/2up/search/mosca
(2) En la entrada del 3/12/2012 revisamos un caso similar
referido a cigarros toscanos. En esa ocasión también se menciona la libertad y
el desenfado con que se movían los imprenteros y litografistas a la hora de
fabricar por encargo todo tipo de etiquetas comerciales.
(3) Además del vacío legal y la falta de fiscalización,
quienes producían y negociaban esos productos se valían de ciertas realidades
propias de la época: la gran cantidad de analfabetos propensos a ser engañados por la similitud
de dibujos, letras y colores, y el consumo creciente entre los sectores de la
clase obrera, a los que les atraía sobremanera el precio de “ganga” que
exhibían las diferentes bebidas cuando eran apócrifas.
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