En el año 1998, la Secretaría de Promoción Social del
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires tuvo la idea de realizar un concurso literario entre ciudadanos de la llamada tercera edad, cuya principal condición era que los textos estuvieran referidos a los
entrañables almacenes barriales. De la iniciativa surgió luego un volumen denominado
El almacén de mi barrio, en el cual
se plasmaron los cuentos y poesías ganadores. Lo bueno de todo es que las historias volcadas por estos “veteranos” escritores aficionados representan un
testimonio invalorable que nos transporta a la vida cotidiana entre 1920 y 1960, cuando los emprendimientos en cuestión florecían sin distinciones geográficas ni sociales. Los
treinta y tres relatos de la singular antología incluyen la figura del almacén
en todas sus variantes posibles: chicos y grandes, solitarios o con despachos de bebidas, urbanos,
suburbanos y pueblerinos, enclavados en comunidades humildes o en barrios
acomodados. Decidimos entonces reseñar algunos párrafos que resultan ser un
complemento de lujo para lo apuntado en la entrada sobre el tema subida hace
más de un año (1).
Como ocurre con cualquier compilación descriptiva dentro de
un tema común, las imágenes recurrentes son casi incontables, especialmente
aquellas relacionadas con la variedad de productos ofrecidos (herencia de las
viejas pulperías), con la habilidad de los integrantes del gremio para realizar
ciertas tareas propias de su oficio (el empaquetado en láminas de papel
anudadas por sus vértices, por ejemplo) y con el invariable sentido de solidaridad
comunitaria a la hora de otorgar fiados y entregar yapas a familias y niños, respectivamente. Eran los tiempos en que
la confianza mutua y la empatía reinaban entre los vecinos, que se sentían
unidos por la cultura del trabajo y la esperanza en el porvenir. Así, muchas
veces, los antiguos almaceneros obraban
tácitamente como asistentes sociales, consejeros o prestamistas (sin
afán alguno de lucro, ya que el cobro de intereses se consideraba un insulto),
cuando no como generadores directos y genuinos de puestos de trabajo. De hecho,
son varias las historias que aluden a los jóvenes sin ocupación que eran
empleados como dependientes, cadetes o repartidores por los almacenes de sus
respectivos barrios.
El texto del concursante Alberto Raúl Vázquez resulta
poderosamente gráfico y evocador de épocas y ambientes. Efectuando la añoranza
del almacén El Asturiano, propiedad
de Don Celsio, su autor asegura que “tras ingresar nos enfrentábamos a un amplio
mostrador de madera color oscuro en medio del cual solía acomodarse Don Celsio,
flanqueado a la derecha por la balanza y una gruesa cantidad de hojas de papel
de envolver, y a la izquierda por la máquina de cortar fiambre y varios frascos
de vidrio conteniendo ajíes en vinagre, pickles y sobre todo unos grandes
confites redondos que atraían mi golosa atención. A su espalda tenía unos
enormes cajones de los que extraía harinas, legumbres, fideos y el azúcar en
terrones (…) Las paredes estaban cubiertas por estanterías sobre las que se
ubicaban productos envasados tales como yerba, té, conservas y gran variedad de
bebidas alcohólicas…” Más adelante continúa: “el ambiente interior estaba impregnado de olor a café, encurtidos y
sobre todo del llamado vulgarmente “quebracho”, vino tinto contenido en un
enorme barril de madera ubicado en el despacho de bebidas y cuyo aroma se colaba a través de la abertura sin puerta que comunicaba ambas dependencias”. Para terminar, hace una referencia de la solidaridad
social que mencionamos, rememorando lo siguiente: “a fin de mes, cuando mi papá cobraba su sueldo, cancelábamos la cuenta
y el almacenero nos gratificaba con algún obsequio, generalmente una libra de
chocolate o una botella de licor Cusenier”.
Hablando acerca de otro local análogo, Elina Villar de
Cordero señala pormenorizadamente algunos menesteres de la actividad. “Todos los almacenes se parecían, con su
mostrador y sus bolsas de arpillera abiertas exponiendo la mercadería: yerba,
porotos, maíz…”, dice, y sigue: “una
campana de vidrio cubriendo el trozo de queso o dulce, el papel extendido sobre
el mostrador para envolver desde un pan de jabón amarillo hasta un kilo de
azúcar escurridiza, que sacaba de la bolsa con una palita de zinc y depositaba
en el centro. Con habilidad envolvía rápidamente y con los dos dedos hacía un repulgue
a los lados del paquete, rematados con una especie de moño o mariposa, dándole
una vuelta en el aire”. Volviendo a la importancia social almacenera, otro
relato invoca una labor menos conocida pero muy lógica en los tiempos
pretéritos: “al estilo de una estafeta
postal, el almacén funcionaba como puesto telefónico gratuito ya que, por ser
el único en el barrio que poseía
aparato, los vecinos (con la debida autorización) daban su número como
referencia y cuando recibía llamados, el almacenero mandaba avisar al
destinatario del mensaje”. Algunas veces, los dueños “ganaban la calle”,
por decirlo de alguna manera. Así lo recuerda Eugenio Carlos Ducan cuando dice
que “para las fiestas de fin de año, Don
Antonio sacaba a la puerta una especie de horno a leña en el que se cocían
castañas, que entregaba crujientes y bien doradas”.
Decenas son las figuras para evocar, desde productos hasta
modalidades de consumo y personajes, en un repertorio que se vuelve infinito
considerando la singularidad de cada almacén
dispuesto en cada esquina, en cada barrio y en cada ciudad argentina del
ayer. Pero seleccionamos una que habla otra vez de aquella solidaridad sana y genuina, de la benevolencia comunitaria
practicada como una costumbre por los almaceneros y sus familias. Elsa Libe
Argüelles, en Don Manuel, trae a su memoria
cierta época difícil, cuando su padre perdió el trabajo que mantenía a la
familia de cinco. Y apunta: “Don Manuel (el
almacenero de confianza) no decía nada,
hasta que un día, como con vergüenza, me susurró: -oye niña, necesito alguien
que me dé una mano en el negocio; pregúntale a tu hermano si quiere y a tu
padre si lo deja ayudarme unas pocas horas luego del estudio”. Desde luego,
la familia aceptó, el muchacho cumplió con creces y el apuro económico pudo ser
mitigado hasta que el hombre volvió a conseguir un empleo digno. Con el tiempo,
la autora terminó percatándose de que Don Manuel nunca había necesitado ayuda alguna
en su pequeño local, sobradamente atendido por él mismo y su esposa. Por eso,
al finalizar su texto, remata con este párrafo que no necesita comentarios, a
modo de cierre: “mucho tiempo después me
di cuenta de que nos había ayudado sin soberbia, con esa inteligencia perfecta
de los bien dotados de alma”.
Notas:
(1) Fue dentro de la serie “Estampas del comercio antiguo”,
con fecha 8/6/2013.
Los expuestos retazos de la historia del ayer de almaceneros me muestran un holograma de vivencias y recuerdos cargados de amor nostálgico. Felicitaciones hermoso trabajo,
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