Siempre vale la pena recordar el siguiente concepto básico
de los consumos argentinos históricos: no
sólo es importante saber qué comían y bebían los habitantes de este país, sino
también cómo y dónde. Siguiendo ese razonamiento, un adecuado encuadre
respecto a los entornos y las formas puede decirnos mucho sobre las distintas
clases sociales, los diversos ámbitos geográficos y los momentos específicos
que atañen a ello. En esta segunda y última entrada de la serie dedicada al
tópico de botellas y vajilla consideraremos los objetos cerámicos en función de
sus tan interesantes como poco conocidas modificaciones durante los tiempos
fundacionales y formativos de nuestra república, que se extendieron desde la
misma Independencia de 1816 hasta los años del centenario en 1910.
Hablando concretamente del período señalado, digamos que la
mesa de la etapa post-colonial estuvo marcada por cierta dualidad de productos.
Los artículos importados desde España y Francia
eran caros y estaban limitados a las clases acomodadas, mientras que
para el resto de la población existía
una amplia variedad de contenedores cerámicos mucho más económicos (1),
de tradición tanto hispano americana como llanamente indígena. Los expertos
tienen nombres y clasificaciones bien concretos para cada tipo: verbigracia, la
variedad denominada Buenos Aires Evertido
estaba cepillada en superficie y cubierta por una pintura conocida como monocromo rojo, a veces aplicada
íntegramente y otras sólo en la parte exterior. Ciertas piezas provenientes del
resto de América fueron muy populares hasta las primeras décadas del siglo XIX
y tenían rasgos que las hacían fácilmente identificables entre sí, como las de
Panamá (pasta rojiza), las de México (tonos pálidos asalmonados) o las de Perú
(esmalte verdoso). Ello permite individualizarlas aún hoy en ocasión de
hallazgos arqueológicos, que ciertamente son bastante numerosos.
Por ese entonces, los implementos que vestían la mesa eran
escasos y estaban limitados a los usos esenciales: platos, lebrillos, vasos (o copas,
muy raras hasta 1850), fuentes y alguna que otra sopera. Pero en la segunda
mitad de la centuria decimonónica sucedió que la cultura europea vino a
complementar la acelerada revolución industrial para concebir toda clase de
utensilios con funciones y propósitos bien determinados, como potes, saleros,
salseras, mantequeras, azucareras, fruteras, platos playos, platos hondos,
platos de postre, juegos de té, juegos de café y muchos otros. Como bien dice
el arquitecto, arqueólogo y amigo de este blog Daniel Schavelzon, “se hacía necesario reponer las piezas rotas por otras
idénticas, lo que era imposible para la artesanía. La producción industrial
comenzó entonces a brindar la posibilidad de adquirir juegos de mesa con piezas
reemplazables en el comercio a costos razonables y variedad en el catálogo,
dejando de lado la tradición de los
artesanos.” (2)
No obstante, los tipos de loza más extendidos en el mundo occidental de la época se remontan
al siglo XVIII, cuando un fabricante inglés llamado Josiah Wedwood creó dos
variantes rápidamente exitosas por baratas, delgadas, livianas, fuertes, fáciles
de limpiar, mantener y reemplazar, sin olvidarnos de que poseían virtudes
desconocida hasta entonces. ¿Cuáles eran? Muy simple: permitían variar el
motivo de la decoración en cualquier momento, total o parcialmente y sin
modificar el rango de precio. Estas lozas, conocidas como Creamware (1760) y Pearlware (1780),
dominaron la escena aproximadamente hasta 1830 y luego fueron reemplazadas por
la aún más barata y abundante Whiteware,
llamada así porque su tonalidad era marcadamente más blanca que las dos
anteriores, sin tendencia a volverse amarilla con el paso de los años (3). De
hecho, muchos historiadores especializados en el tema sostienen que la
asociación popular entre la loza
amarillenta y lo viejo es quizás una herencia de esa
época. Al respecto, Schavelzon cita una
reseña del médico Eduardo Wilde (3) tras su visita a un orfanato en el año
1874, donde señala: “en uno de los
cajones había una fuente de loza, de esas que de viejas se ponen amarillentas…”
Hacia 1880, los implementos cerámicos de todo tipo se
volvieron furor hasta el punto de adquirir una categoría de ornamento, muchas
veces llevada al borde del paroxismo. La
gente no sólo acumulaba juegos de vajilla para distintas ocasiones, sino
también floreros, portarretratos, bacines y complejas figuras de supuestas
procedencias extravagantes, mejores cuanto más lejanas. En La Gran Aldea, Vicente Fidel López describe la decoración de cierta
casa mencionando “hojas exóticas en vasos
japoneses y de Saxe, enlozados pagódicos y lozas germánicas: todos los
anacronismos del decorado moderno.” Tal panorama fue modificándose a partir
de la Primera Guerra Mundial con la aparición de materiales novedosos y competitivos,
primero importados y luego nacionales. Si lo pensamos un poco, el vidrio barato
y el plástico son dos símbolos del siglo XX que contrastan cronológicamente con
los materiales cerámicos del XIX, marcando la evolución social y tecnológica
de la humanidad desde un enfoque poco habitual: el de la vida doméstica.
Ahora sabemos bien que aquellos juegos de vajilla de la abuela -aparentemente innecesarios
y reiterativos- no estaban allí por capricho. Todo lo contrario: formaron parte
de las costumbres sociales durante los tiempos en que la palabra Argentina iba cobrando significado.
Notas:
(1) Siempre hablando de los grupos que hoy llamaríamos
“dentro del sistema”. En estratos más humildes y ciertas regiones alejadas de
los centros urbanos las costumbres eran
muy cerriles y podían verse cosas bien rústicas, como escudillas de
madera, lebrillos de barro común o cuernos bovinos utilizados como vasos.
(2) Historias del
comer y del beber en Buenos Aires, Editorial Aguilar, 2000.
(3) La Pearlware no
se ponía amarilla como la Creamware, pero
estaba cubierta por un baño de cobalto que le infundía un tono azul
característico. La triunfadora Whiteware (que básicamente aún utilizamos con pocos
cambios) es realmente blanca, sin desviaciones cromáticas de ningún tipo. Por
supuesto, esto no incluye las eventuales decoraciones que pueden agregársele
por encima.
(4) Personaje destacado de la llamada Generación del Ochenta, prolífico escritor, viajero incansable y
Ministro de Justicia e Instrucción durante el gobierno de Roca.
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