¿Cuál fue realmente el período dorado de las bebidas
espirituosas argentinas? No existe una respuesta única, contundente e
inequívoca para esa pregunta, aunque resulta factible establecer algunas buenas
aproximaciones. En este blog asumimos la existencia de tres lapsos históricos
bastante definidos al respecto, cada uno con ciertas particularidades. El
primero transcurrió entre 1880 y 1900 -tal cual hemos visto muy recientemente-
con el desarrollo primigenio de una industria impulsada por la creciente demanda
de la época. El segundo puede ubicarse entre 1915 y 1930, desde los tiempos
iniciales de la Primera Guerra Mundial (que obligó a una rápida sustitución de
importaciones) hasta la demoledora crisis desencadenada en Wall Street en octubre de 1929. Finalmente, hubo una tercera etapa
de apogeo durante los años posteriores al segundo gran conflicto bélico del
siglo XX, cuya duración podemos marcar a grandes rasgos entre 1946 y 1965.
Desde luego que existe una cuarta, que es ahora mismo, cuando se verifica un inusitado
auge de la actividad en todas sus formas, pero ella está cronológicamente fuera
del campo de estudio de este blog.
A la hora de ensayar ejercicios de cata, el acceso a
productos añejos se va complicando paulatinamente cuanto más atrás nos remontamos
en el tiempo, pero aún hoy es relativamente factible ubicar algunos ejemplares
del tercer lapso mencionado en buen estado de conservación. En los cinco años
de Consumos del Ayer dimos cuenta de
no pocas botellas de alcoholes datados en las décadas del cincuenta y del
sesenta, y lo propio vamos a hacer hoy con dos prototipos de auténtico valor
histórico en el más amplio sentido del concepto: un licor
de anís y un rhum. Como bebidas
genéricas, ambos artículos cuentan con una tradición de consumo que hemos
acreditado infinidad de veces mediante la presentación de estadísticas ,
documentos y testimonios que así lo demuestran. Sólo diremos, en este caso, que
las botellas no fueron adquiridas ni donadas por terceros, sino que formaban
parte de esa casi infaltable cohorte de licores a medio consumir que existe en
tantos aparadores y alacenas de los hogares argentinos. Así ocurrió en mi caso
personal, y me resulta difícil determinar cuánto tiempo llevaban esos envases
allí, pero supongo que al menos uno de ellos (el rhum) se encuentra en un
estado casi idéntico al del día de ocupación del inmueble -a estrenar- por
parte de mi familia, en julio de 1969.
La primera etiqueta es bien conocida por el público
argentino: el Licor de Anís 8 Hermanos,
cuya presencia en estas tierras se remonta a fines del siglo XIX de la mano de Antonio Freixas, primero como importador
y luego como productor. En 1977 la elaboración de la marca pasó a manos de la
empresa Cusenier, actual Pernod Ricard Argentina. La botella
puede ser fechada estimativamente en los primeros tiempos de esta última
administración (entre 1977 y 1980), sobre todo por el antiguo domicilio de O’Brien 1202 del barrio de Constitución,
que fue abandonado alrededor de 1982. El segundo envase pertenece a un producto
mucho menos conocido: el Rhum Hula-Hula, de la otrora monumental destilería Orandi y Massera, que allá por los
cincuenta fabricaba algunos brebajes actualmente ilustres y venerados en el
campo de las bebidas históricas nacionales, como la Caña Quemada Legui y la Grappa
Valleviejo. El datado, en este caso, es difícil de establecer, si bien
percibimos algunos indicios que lo ubicarían en el primer quinquenio del
decenio de 1960 (1) (2).
Servidos en pequeñas y antiguas copas de licor, las
diferencias entre los productos empiezan por la matriz cromática: amarillo
pálido con marcado tinte verdoso para el anís y dorado intenso bien definido
para el rhum. El aroma del primero tiene todo lo esperable en su tipo, con el
ingrediente de un fondo alcohólico de buena calidad (graduación 36°) y sabores que confirman el
protagonismo anisado, vegetal, levemente mentolado y bastante estimulante. El
rhum, por su parte, tiene una nariz muy profunda e intensa que inmediatamente sugiere potencia
alcohólica elevada (graduación 50°) , con muchos elementos de maderas añejas,
vainilla y otros bordes propios de una larga evolución en toneles y botella. El
gusto está a tono con el alcohol declarado, ya que resulta tremendamente
potente, casi cáustico, aunque sin perder la calidad y genuinidad de su perfil
espirituoso. Posiblemente haya sido concebido para mezclas y no para beber
solo. De hecho, el pico de la botella se ve cruzado por una banda que reza de
modo textual ESPECIAL PARA PONCH.
Quizás hayan sido bebidos puros o mezclados, en ponche,
tragos o copitas, pero lo importante reside
en que uno y otro se
mostraron tan íntegros como todos los
destilados evaluados desde nuestra primera cata, en el año 2013. ¿Será
reiterativo afirmar que en aquel entonces la industria de bebidas en general, y
la de destilados en particular, sabía hacer las cosas muy bien? Tal vez, pero
no podemos evitar afirmarlo una vez más. No siempre se tienen la oportunidad y
el placer de probar líquidos envasados hace cuarenta o cincuenta años, y mucho
menos de encontrarlos en tan buena condición. Otra cata, otra experiencia y
otro aprendizaje, que subimos aquí para la posteridad cibernética.
Notas:
(1) Los antiguos documentos asequibles de la empresa Orandi y Massera la ubican en una enorme
planta sobre Avenida Pavón al 4900, en la localidad de Lanús (llamada
fugazmente Pte. Perón en tiempos de
dicho régimen). Nuestra botella indica un domicilio de la calle Lavalle, en
Capital Federal, que aparenta ser posterior y aún hoy figura en algunas guías
de industria, junto con otro de la provincia de Mendoza. El de Lanús subsistió,
al parecer, hasta fines de los años cincuenta.
(2) El 25 de mayo de 2014 subimos una entrada titulada
“Venerables licores argentinos” en la que degustamos varios especímenes, entre
ellos un licor llamado Consular,
perteneciente a la firma en cuestión
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