martes, 13 de diciembre de 2011

Las bodegas perdidas de Escobar y Quilmes 2

Siguiendo con la historia de aquellos vinos de calidad que se producían en las afueras de la ciudad de Buenos Aires un siglo atrás, nos vamos ahora hacia Quilmes, en el sur del conurbano. De acuerdo con  nuestra fuente, -el libro La Vitivinicultura argentina en 1910-,  el viñedo del italiano Andrés Rosso fue el primero que se plantó en la provincia de Buenos Aires gracias a los amplios conocimientos de su propietario en materia de vitivinicultura. Así, en 1875 dio inicio a los cultivos, que en 1910 ascendían a 45 hectáreas combinadas entre la uva americana y las europeas "Valenciana, Nebbiolo y Franckenstal importadas de Italia y Francia", con una densidad oscilante entre 3.500 y 3.800 cepas por hectárea. La bodega, contigua a la viña, podía producir 560.000 litros de vino, si bien la elaboración rondaba los 300.000 litros en ese momento. Pero lo más interesante estriba en el suceso comercial de su vino, al parecer de un tipo único tinto, "que imita al francés y se cotiza a precios elevadísimos", siempre dentro de su zona de influencia, en este caso vagamente señalada como "en la misma provincia y en la metrópoli". El texto continúa haciendo referencia a la popularidad de la marca Por su solo esfuerzo, cuyo escudo consta en una ilustración adjunta. Los autores aseguran que "en ciertos barrios de Buenos Aires tiene fama este artículo, ignorado por muchos otros que lo creen de procedencia extranjera".


Y una vez más, sus páginas cierran con un elogioso comentario hacia el dueño de la firma, que reza textualmente: "la obra realizada por el señor Rosso es altamente meritoria. Dotado de una inteligencia poco común, ha ido paulatinamente formando su establecimiento, que es sin duda uno de los más pintorescos del pueblo de Quilmes. El ejemplo del señor Rosso merece recomendarse en estas páginas; con los hechos ha venido a destruir los prejuicios que existían sobre las condiciones del suelo y el clima de la provincia de Buenos Aires para el éxito de las explotaciones vitícolas y vinícolas".
Lamentablemente, mucho más escuetas, genéricas y poco descriptivas son las referencias al establecimiento de David Spinetto, lindero al de Rosso y fundado algunos años después que éste. Sólo sabemos así que "las prácticas adoptadas por el señor Spinetto en su viñedo son modernas", y que "en la elaboración ha puesto su mayor atención, obteniendo productos perfectamente acreditados que hallan fácil salida en el mercado". Permanece en el misterio la composición del encepado, así como la magnitud del viñedo y la capacidad de su bodega. Sin embargo, en las imágenes correspondientes, es posible observar el interior de una importante nave repleta de toneles y cascos de roble.


Resulta muy lógico sorprenderse ante los datos precedentes luego de tanto tiempo de monopolio de las provincias cuyanas en la producción de vinos. Más asombroso todavía es venir a enterarse de que las opiniones más autorizadas de la época le asignaban a la provincia de Buenos Aires un promisorio futuro en la industria vitivinícola, con ventajas competitivas de cercanía que abarataban fuertemente los costos, tanto para los vinos como para la uva de mesa. El flete de un canasto de uva de Cuyo a Buenos Aires, por ejemplo, costaba 2,50 pesos en un tren de carga regular,  mientras que la tarifa desde Escobar ascendía a sólo 0,20 pesos, es decir, menos de la décima parte. Tratándose de un tren especial de fruta, la diferencia era aún mayor: 1,80 pesos para el canasto de Cuyo y 0,10 para el de Escobar. Por el lado de los cascos de roble (forma de transporte y expendio casi excluyente hasta bien entrada la década de 1920), los costos desde Cuyo hasta Retiro ascendían a un valor entre 8,50 y 9 pesos por unidad, en tanto que desde Escobar la tarifa era de apenas 1 peso.


Sería muy largo tratar de analizar los motivos que hicieron desaparecer a la industria del buen vino en las cercanías de la ciudad de Buenos Aires, ya que las hay de muy distinto origen. Los reveses económicos, el desconocimiento técnico de algunos emprendedores, las leyes de la década de 1930 que abrieron paso para el monopolio de Cuyo y los prejuicios culturales, son algunas de ellas. Pero las mentalidades han cambiado, al tiempo que surgen empresarios audaces dispuestos a reconstruir la vitivinicultura en distintos puntos del país. Por eso, es bueno finalizar con las últimas palabras del capítulo bonaerense de aquel libro olvidado: "la vitivinicultura avanza, pues, con paso sólido y gallardo para transformar los campos incultos de circundan a la Capital y a las ciudades populosas del litoral, en un brillante emporio de riqueza, de población, de cultura, de prosperidad y de bienestar colectivo".

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