viernes, 25 de octubre de 2013

Jerez, el aperitivo del pasado: crónica de una degustación

Así como hasta hace unos cincuenta años los postres  y  las sobremesas argentinas eran acompañados por el vino dulce  (1), algo similar ocurría con el Jerez durante el aperitivo. Tanto uno como otro tuvieron una  larga  trayectoria  en  la  gastronomía vernácula, en versiones genuinas  importadas y sus imitaciones locales. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, las respectivas copitas de jerez y devino dulzón cayeron  en desuso, primera lenta  y  luego vertiginosamente,  perdiendo el sitial de privilegio que ocupaba entre las preferencias de la gente. De esa manera, los otrora renombrados “vinos de solera” sanjuaninos, las mistelas y los licorosos en general, dejaron de producirse en masa, no obstante  la supervivencia de un par de marcas líderes que, seamos sinceros, lograron continuar en el mercado gracias a que las amas de casa utilizaban sus productos para mojar los bizcochuelos y aromatizar los tucos.


Hoy se experimenta un cierto revival en el ámbito del dulzor merced a los llamados “tardíos”, pero nada parecido ocurre con el Jerez, ya que sobran los dedos de una mano para contar las alternativas marcarias nacionales disponibles en el mercado (2), a las que se suman un par de ejemplares originales españoles que sobreviven entre las dificultades de la importación. Y eso tiene mucho sentido práctico en nuestros días, dado que otras bebidas de diversa índole (espumantes, whisky, fernet) han venido a ocupar el momento del aperitivo en reemplazo del noble vino que nos ocupa. Con todo, en este blog quisimos rendirle un homenaje a los viejos vinos tipo jerez que se producían en la Argentina de antaño mediante la degustación de una  antigua  botella  de  la  marca  Espiño,  otrora renombrada bodega de Mendoza que supo tener sus épocas de gloria en las décadas de 1950 y 1960, especialmente a través de su espumante estilo champagne.


El ejemplar a catar formaba parte de todo un pelotón adquirido por el autor de este blog hace unos quince años en una confitería de la calle Talcahuano, en la Ciudad de Buenos Aires, que fue mermando en cantidad merced pasaron los tiempos. Afortunadamente todavía subsistían un par de botellas para el fin que nos convoca, y por eso realizamos su análisis con Enrique Devito y Augusto Foix, los amigos ya conocidos en este blog, a los que se sumó Antonio Fernández, quien tiene la experiencia de haber sido importador de vinos españoles  (entre otras procedencias)  hasta hace pocos años.   El envase analizado puede fecharse con bastante aproximación entre finales de la década de 1960 y principios de la siguiente, como lo delata su tapa corona y algunos datos impresos en la etiqueta. Una vez abierto y servido, el añoso vino Jerez nacional pasó a constituir el centro de los comentarios.



















El color (de tonos dorados profundos) era normal y lógico para un producto de su clase, con el agregado de la oxidación prolongada provista por los años en botella. Luego, sus aromas envolventes estaban en sintonía con la tipicidad esperada,   que recuerda a madera y frutas secas.   Devito hizo hincapié en esos rasgos y propuso la teoría del empleo de la uva Pedro Jiménez en su elaboración (3). Foix hizo lo propio con algún tipo de Moscatel por su intensidad aromática, mientras que Fernández aludió a la “vejez con hidalguía” que presentaba el vino, teniendo en cuenta sus al menos 35 a 40 años de vida. Y así lo confirmó el sabor, bien intenso, limpio, profundo, con cierto dejo dulce sugerido por el alcohol más que por azúcar propiamente dicha, ya que la sequedad gustativa dominó todo el tiempo. Si tuviéramos que compararlo con algún tipo español genuino, diría que tiene familiaridad con un Amontillado Seco en su silueta más conocida, bien apropiada para regar tapas, jamones, embutidos, ciertos quesos e incluso algunas comidas de porte contundente.


Una vez más concluimos nuestra  labor completamente satisfechos por la calidad  de lo probado y pasamos al cocido madrileño que nos esperaba en la mesa,   donde continuamos deleitándonos con este veterano de la pretérita industria vitivinícola argentina. Pronto vendrán más degustaciones, que aquí volcaremos.

Notas:

(1) En determinadas épocas, como la victoriana (1840-1900), los vinos dulces estuvieron tan de moda que su consumo equiparaba al de los vinos secos de mesa.
(2) Si nos ajustamos a los de alcance más o menos masivo (es decir, que se pueden encontrar con relativa facilidad en supermercados y vinotecas), la lista se reduce a El Abuelo, Crotta y Federico López. 
(3) Pedro Jiménez o Pedro Ximénez es una uva muy empleada en el sur de España y también muy abundante en la Argentina. La opinión del que suscribe, basada en la composición del viñedo nacional hacia 1970 y en los usos enológicos de la época, es que el producto catado tenía una alta probabilidad de haber sido elaborado con un corte entre Pedro Jiménez  y Moscatel de Alejandría, dos variedades profusamente cultivadas en la Mendoza de entonces y muy aptas para vinos generosos.


martes, 15 de octubre de 2013

Un revelador libro ferroviario de stock de 1898 12

No es la primera vez que señalamos la  enorme  y  variada importación de comestibles y bebidas que  realizaba nuestro país durante los años finiseculares del XIX. Es verdad que ya existía un notorio desarrollo de la industria nacional enfocada en ese tipo  de  productos,  pero  ello  no  bastaba  para satisfacer una demanda creciente por  la masiva llegada de inmigrantes  y  los  veloces  cambios  en  los  hábitos  de consumo, cada vez más consustanciados con las costumbres del Viejo Mundo. La cosa era más notoria en el segmento suntuario,  dado que nos estamos  refiriendo  a  la  belle epoque: un tiempo de desarrollo económico,  dinero fácil y derroches por doquier.  Semejante fenómeno se reflejaba en todos los aspectos, incluyendo los servicios del Ferrocarril Sud, como quedó registrado en un libro de stock de su Departamento de Confiterías,  cuyos depósitos abastecían tanto a éstas como a los numerosos coches comedores que se acoplaban en los trenes durante los viajes de media y larga distancia. Así lo hemos verificado a lo largo de las 11 entradas precedentes de esta serie enfocadas en bebidas y tabacos.


El análisis de los alimentos asentados  pone de manifiesto lo dicho anteriormente con perfecta claridad.  Hoy comenzaremos a ver una lista de comestibles  –sobre  todo envasados-  que denotan la fuerte carga de  “extranjerización”  inclinada  hacia los productos  de origen francés e inglés. Algo muy lógico, puesto que Francia era la capital mundial de las tendencias culinarias,  mientras  que  Gran  Bretaña  era  la  sede administrativa del FCS.  En ésta y las próximas dos notas del mismo tema vamos a escrutar  diferentes artículos de cocina del tipo conservas,  enlatados,  especias, condimentos, salsas, panificados, quesos, fiambres, dulces, confites y demás.


Es necesario hacer  la siguiente aclaración: las mercaderías acusan distintos envases o unidades de medida. En cada ítem lo aclaro de acuerdo al caso particular, según consta textualmente en el  libro: T (tarro), F (frasco), L (lata), B (barril), K (kilo). Tratándose de simples asientos de salida en un inventario, los empleados no se molestaban en indicar tamaños, contenidos netos ni volúmenes, por lo que se advierten  algunos precios muy elevados en relación a otros,  lo que seguramente tiene que ver con envases más grandes o más chicos. Recordemos también que hablamos de un registro contable interno y no de una lista de precios oficial . Estos productos eran enviados desde el depósito central de la empresa  a las confiterías de las estaciones y  los trenes para su uso en la cocina, donde oportunamente eran fraccionados y utilizados en la preparación de  comidas.  Sin embargo,  es posible que algunos de ellos  (como las galletitas en paquete, que veremos en la próxima entrada del tema) llegasen directamente a las mesas en ese mismo formato.


Aquí va, entonces, la primera tanda de esta notable miríada de comestibles que se consumían en 1898 previa salvedad que efectúo por enésima vez, por si acaso: los nombres  de  los productos  son  los  textuales  que  aparecen  en  el  libro.   Las denominaciones foráneas son traducidas en nota al pie. Sólo han sido corregidas las faltas ortográficas evidentes que aparecen de tanto en tanto.

Aceitunas                                      B  11,00
Alcaparras                                     F    0,60
Anchoas                                        L    3,75
Anchoas en pasta                         T    0,60
Arvejas (Petit Pois)                        L    1,20
Atún                                               T    2,50
Bacalao                                          K   1,00
Bovril   2 oz.                                   T    1,30  (1)
Bovril  16 oz.                                  F    5,50  (1)
Caviar                                            T    2,80
Cepes al Huile                                T    0,80 (2)
Champignones                               L    1,70
Espárragos enteros                        L    2,00
Fond Artichaut                                L    1,75 (3)
Jamón                                             K    6,00
Jamón del diablo ½                         T    1,40
Jamón del diablo ¼                         T    0,70
Kipper Herrings                                L   1,00 (4)
Langosta                                         T    1,50
Lenguas de Cordero                       T   1,20
Ostras                                              T   1,20 
Oxford Sausages                             T   2,00 (5)
Pickles Surtidos Picalilli                    F   2,20
Pointe D’Asperges                           T   1,00 (6)
Salmón                                             T   1,20
Sardinas  Levegne                           T   0,75
Sardinas Orient Express                   L   0,80
Trufas                                               T   4,00           

Por supuesto, apuntamos  únicamente aquellos artículos interesantes por presentación, precio  o curiosidad. El libro de stock incluye muchas otras materias primas de cocina tipo granel que mencionaremos a continuación sin pormenorizarlas: azúcar (molido y en pancitos), sal (fina y gruesa), vinagre (ordinario y de vino), aceite común, fideos surtidos, harina blanca, harina de maíz, arroz, tocino, hongos secos, pimienta blanca, nuez moscada, canela, clavos de olor, achicoria, salame, limones, papas, grasa, conserva de tomates, cebada inglesa, ciruelas secas, tapioca, sémola y gelatina. Incluso hay ítems cuyo asiento contable resulta difícil de imaginar, como hielo (registrado en barras), y otros que evidencian la costumbre del empaquetado para llevar. Así sucede con el papel blanco, el papel  color, el papel para envolver y los platos de cartón (7). Curioso resulta observar que cada cosa, como hemos dicho, tiene su debido precio de costo y de venta, tal vez por normas reglamentarias de tipo contable. En el volumen que llegó a nuestras manos no hay indicios de vajilla, mantelería ni artículos de limpieza, los que seguramente constaban en otro libro.   Pero aun así es una suerte que podamos examinar este formidable reflejo del pasado que seguiremos volcando muy pronto con todo lo que corresponde a galletitas y bizcochos, quesos, condimentos (salsas, aceites, vinagres) e infusiones.

                                                            CONTINUARÁ…

Notas:

(1) Bovril era un concentrado de carne que se empleaba para cocinar, aderezar salsas o untar panes,  al que se le atribuían propiedades tónicas que fortalecían el organismo. Todavía se consume en el hemisferio norte, especialmente en México, Estados Unidos y Gran Bretaña.


(2) Champignones en aceite
(3) Corazones de alcaucil
(4) Arenque
(5) Salchichas de cerdo
(6) Puntas de espárragos
(7) En alguna ocasión anterior señalamos que las confiterías del FCS contaban con un “anexo almacén”, como pudimos constatar en el caso de Bahía Blanca (ver entrada de esta misma serie del 2/4/2012). Es decir que las personas podían concurrir a la estación a comprar productos como en cualquier otro comercio, y tal vez comidas hechas. No sabemos si esta práctica era extensiva a todas las confiterías del ferrocarril, ni tampoco si era habitual, pero la presencia de artículos de embalaje en el libro de stock es un indicio interesante.

viernes, 4 de octubre de 2013

El lucrativo negocio de fabricar bebidas a finales del siglo XIX 2

Continuando con el tema de la dinámica actividad existente en el ramo de la fabricación de bebidas en las últimas  décadas  del  XIX  (legal e ilegal),  que comenzamos  en  la  entrada  del  10  de  Julio,  el economista Dimas Helguera amplía la reflexión sobre la problemática  del  vino  artificial en su obra   “La producción argentina en 1892”.  Haciendo un cálculo basado en la cantidad de alcohol que demandaba tal “industria”, dice: de los 30 millones de litros de alcohol de  maíz  que  producen  las  destilerías nacionales, puede asegurase que un cuarenta por ciento, es decir 12  millones  de  litros,  son  consumidos  por  los fabricantes de vino para encabezar sus caldos, empleándose por término medio unos 8 litros por hectolitro, lo que viene a darnos una producción anual de vinos artificiales de 150 millones de litros.   Luego sigue una denuncia que no deja de sorprender  por  el descaro que mostraban los adulteradores, quienes no sólo se limitaban a “fabricar” vinos nacionales, sino también importados. Además del alcohol, llevan muchos de esos caldos una parte vinos importados, asegura el autor, viniendo a quedar de ese modo convertidos en “similares” de los vinos italianos, franceses y españoles. Para finalizar, sentencia de manera lapidaria: igual destino lleva la mayor parte de los vinos nacionales, arribando a la conclusión de que son muy reducidas las cantidades de vino puro que toma nuestra población. Y no se refería a la soda, desde luego.


No caben dudas: uno de los problemas más serios del ámbito de la vitivinicultura formal en la primera década del siglo pasado era la falta de controles gubernamentales, que habían hecho de la adulteración un negocio muy extendido. Además de los “fabricantes”, la mayor inquietud planteada por los industriales del vino era la facilidad con que se llevaba a cabo ese accionar delictivo en todas las etapas de la cadena comercial,   sobre todo  durante el transporte, la distribución y la venta minorista en almacenes y fondas de baja estofa. Los vinos fraccionados en  barril  eran  presa  fácil  de  la  falta  de  escrúpulos;  los "estiradores" se contaban de a cientos entre transportistas y comerciantes de todo el país, que ponían en grave riesgo ya no sólo la reputación de alguna bodega en particular, sino los intereses de toda la comunidad vitivinícola. En los tempranos años del novecientos se consideraba que la situación estaba lisa y llanamente fuera de control.


El 13 de julio de 1904 se celebró en Buenos Aires una reunión de fuertes empresarios del vino, sentándose allí las bases de lo que fuera en principio la   "Defensa  Vitivinícola Nacional" y más tarde el "Centro Vitivinícola Nacional". El acta de la primera sesión señala el desasosiego existente sobre la problemática de la genuinidad como una de las razones que motivaron el nacimiento del organismo no gubernamental. Textualmente, el acta proclama que "teniendo en cuenta que la industria vitivinícola de las provincias de Mendoza y San Juan reclama vivamente combatir el fraude que constituye la venta clandestina de vinos adulterados o artificiales que no pagan impuestos, han convenido, en la defensa de sus propios intereses, aunar su acción para la persecución y el castigo de sus autores". Entre los numerosos firmantes se destacan los nombres de Domingo Tomba, Juan Giol, Bautista Gargantini, Balbino Arizu, Tiburcio Benegas, Alejandro Suárez y Luis Tirasso. El camino comenzado por ellos tuvo su respuesta oficial recién en el año 1932,  con la promulgación de la Ley Nacional de Vinos y la creación de una Junta Nacional de Vinos (antecedente del INV) como autoridad de aplicación.


Sin embargo, no todo era adulteración, estiramiento y trampa. Dentro del espectro de los bebestibles también había numerosas empresas chicas, medianas y grandes que se ocupaban honestamente de la elaboración de licores, cervezas, vermouths y vinos especiales, además de encarar  la importación y distribución  de marcas renombradas. En las próximas entradas de esta serie veremos una interesante lista de “licoreros” decentes y activos en los años 1893 y 1895, además de conocer el variadísimo portafolio de productos que manejaban y las curiosas marcas creadas a tal efecto.


                                                          CONTINUARÁ…

lunes, 23 de septiembre de 2013

Estampas del comercio antiguo: las fondas

Hay algunas palabras que no tienen un significado preciso, aunque todo el mundo sabe bien a qué se refieren. El término fonda, por ejemplo, hace alusión al simple y modesto local de comidas. Sin embargo, según los diccionarios de la lengua castellana, el vocablo es uno de los tantos sinónimos de “restaurante”. Pero nadie utiliza ambas expresiones con idéntico sentido, ya que la fonda evoca un lugar particularmente sencillo, económico, de escasa jerarquía gastronómica. El mismo problema se presenta al tratar de establecer exactamente cuál es la diferencia concreta entre fonda, bodegón, boliche y cantina. Todo indica que en el siglo XIX cada uno de estos tipos de comercios parecía representar algo muy específico, aunque la posteridad no logró distinguirlos entre sí del todo bien. Por esa razón vamos a evocar a las fondas argentinas como una genuina representación del típico restaurante urbano de los barrios y suburbios, tanto si fueron registradas con ese nombre o con alguno de sus análogos: bodegones, boliches o cantinas. Lo que sigue, entonces, será el breve repaso histórico de todos ellos a través de una estampa común.


El primer apunte descriptivo sobre el tema en el ámbito porteño es de José Antonio Wilde, que en Buenos Aires, desde 70 años atrás nos brinda un pantallazo de los más bien guarros locales existentes a  mediados  del siglo  XIX,  la  mayoría  de  ellos ubicados en las inmediaciones de la Plaza de Mayo. Entre otras cosas, Wilde señala que “el menú no era muy extenso, ciertamente; se limitaba, generalmente, a lo que llamaban comida “al uso del país”:  sopa, puchero, carbonada con zapallo,  asado,  guisos de carnero,  porotos,  mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más. Postre, orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país) de inferior calidad (…) El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al añejo, seco, de la tierra y particularmente carlón.” Desde luego, esa pronunciada falta de diversidad comenzó a  modificarse a partir de las décadas de 1870 y 1880 con la llegada masiva de inmigrantes europeos.


Los italianos, españoles y franceses tuvieron una enorme gravitación en semejante cambio, ya que fueron ellos quienes rápidamente pasaron a monopolizar el gremio en carácter de empleados (cocineros, mozos) o propietarios. Diego del Pino apunta una anécdota al respecto  mediante la evocación de cierto cocinero italiano que trabajaba en un bodegón llamado Gattoni,  sito en Jorge Newbery y Fraga,  en el barrio de Chacarita.   Este personaje solía blandir la cuchilla con increíble velocidad y destreza para picar el perejil y el ajo sobre una tabla. Cuando pasaba una mosca volando cerca, su grito habitual era ¡guarda la gamba! Más allá de la colorida añoranza, lo cierto es que la presencia de tantos europeos en el sector hizo que la vieja y aburrida gastronomía criolla de estilo colonial diera paso a otra mucho más variopinta, a la que los recién llegados aportaban sus tradiciones, toda vez que recibían y aceptaban (forzosamente) las costumbres locales y sus  productos, especialmente la carne.  La  culinaria  resultante  solía  sufrir  un  cierto  exceso  de personalidad cosmopolita, lo que daba lugar a irónicos comentarios por parte de algunos cronistas de aquellos tiempos. Así sucedió en el caso de Aníbal Latino (1) hacia el año 1890,  quien se sorprendía al encontrar,  en un comercio de la calle 25 de Mayo,  el siguiente cuadro: “una dama se dedicaba a varias tiras de tallarines. En otras mesa, unos franceses saboreaban una ración de pollo; más allá, tres o cuatro italianos corpulentos iban dando fondo a un enorme plato de ravioles, mientras algunos ingleses trinchaban sus bistecs,  y otros alemanes, tajadas de pavo”.


Esas cosas sucedían en sitios casi siempre ubicados en las esquinas, caracterizados por sus mostradores de madera o estaño, sus jarras  para servir el vino suelto (2), sus vasos de vidrio grueso o “lupa” (que generaban una falsa impresión de volumen), sus porciones abundantes, sus mozos campechanos, sus sótanos abarrotados  de  barricas  con  diferentes bebidas y cajones de cerveza, así como por un grado de descuido visual y desaseo que hoy nos puede parecer casi grotesco, pero que en ese entonces formaba parte de las costumbres del ramo.  Algunos  componentes  de  orden práctico se fueron convirtiendo,  con el tiempo,  en arquetipos decorativos,  como los jamones colgados en el techo. Otros eran elementos de la ornamentación desde siempre: tal es el caso de las fotos, los cuadros y las imágenes  de la “madre patria” o los objetos marinos (timones, redes, ojos de buey) visibles en aquellos establecimientos cercanos al puerto. Sin olvidar, desde luego, los infaltables letreros que informaban sobre Edictos de Policía: uno se titulaba “Ebriedad y otras intoxicaciones”, y el otro “Juegos de naipes, dados y otros”.  Este último detallaba todo lo que no se debía hacer al respecto, especialmente en materia de apuestas, aunque la realidad solía ser otra.


El ambiente que nos ocupa comenzó a cobrar matices con el paso de las décadas: cantinas fiesteras en La Boca, figones para oficinistas en el microcentro porteño, boliches para obreros en los barrios fabriles, o incluso una conjunción de todos ellos bajo el mismo techo. En la fonda, el bodegón o la cantina podían entremezclarse hombres solitarios en mesas pequeñas con reuniones multitudinarias en mesas enormes y alargadas. Todas las figuras humanas se daban cita en aquellos lugares actualmente desaparecidos (al menos, en su formulación antigua, que se mantuvo con variantes hasta el decenio de 1970) y, en cierto modo, extrañados. Los supuestos “bodegones” de hoy  son locales dotados de una molesta afectación visual, casi siempre sobrecargada de elementos que pretenden evocar a sus similares de antaño. Y además son caros, con ofertas culinarias pretenciosas y  precios inventados para el turismo incauto. El único vehículo que nos puede llevar a la experimentación de una verdadera fonda del pasado está en la ciencia ficción: es la máquina del tiempo.


Notas:

(1) Sinónimo de José Ceppi  (1853-1939) periodista y escritor italiano radicado en Argentina desde 1886. Al igual que Wilde, es responsable de algunos de los pocos trabajos que existen sobre la vida en la Argentina secular del XIX, como  Tipos y costumbres bonaerenses o el Manual del inmigrante italiano
(2) Origen de diferentes envases típicos, de los cuales el célebre pingüino es el más recordado.


martes, 17 de septiembre de 2013

Avellaneda, tierra de quintas y pulperías

Lo que hoy conocemos como Avellaneda no fue una localidad formalmente reconocida como tal hasta el año 1852, cuando se separó del municipio de Quilmes para adquirir entidad propia. Incluso este último obtuvo su autonomía en 1791 de otro aún más lejano y vasto: el de Magdalena. Pero siempre, desde los tiempos coloniales, el Riachuelo marcó el límite sur de la Ciudad de Buenos Aires. La denominación histórica más famosa del sitio que nos ocupa ha sido Barracas al Sud, nombre que incluso llevó la estación del FCS hasta 1904. De un modo u otro y más allá de las cuestiones nominales, Avellaneda lleva consigo un enorme caudal de hechos pasados que la relacionan con la actividad de los depósitos y saladeros instalados sobre la costa del Riachuelo, así como las industrias y comercios que se arraigaron allí a comienzos del siglo XX. Si investigamos un poco más,  podemos saber que en su tierra existieron también numerosas quintas, en especial viñedos productores del vino “chinche” (1). Hoy, no obstante todo lo que habría para rememorar acerca de la zona, nos vamos a enfocar exclusivamente en sus antiguos reductos gastronómicos.


Debido a su carácter de área suburbana (mucho más marcado en el siglo XIX), la mayor parte de los sitios para el consumo de bebidas correspondían a esa especie de transición entre la pulpería campestre y el café de la ciudad. Llamados “boliches” en algunos casos y “almacenes” en otros, se caracterizaban por ser parada obligada de carreros y cuarteadores que se dirigían desde la ciudad hacia el sur o viceversa por el Camino Real (la actual avenida Mitre), con el fin de “refrescarse” con un vaso de caña o de ginebra, eventualmente rebajadas aplicando el mínimo chorrito posible  de limonada. Con los años y el avance de la urbanización, muchos comercios del ramo pasaron a ser cafés o fondas, conservando siempre algún resabio de las primeras épocas, como la profusión de juegos de azar tipo barajas, dados y billares. Entre los principales de  todos ellos, se compone el siguiente listado (2):


- La Buseca, lugar considerado decano del gremio en esa localidad, cuyo origen se remonta a los años del 1900. Era propiedad de un tal Pedro Codebó y estaba sito en el cruce de Ameghino y Montes de Oca. Por allí pasaron algunos célebres personajes de la payada y el tango, como Gabino Ezeiza, Betinotti, Arolas y Aieta.
- Café Ferro, en Mitre y general Paz. También cobijó a numerosos músicos y sus orquestas durante las décadas de 1910 y 1920.
- Lo de Leis, bolichón bien antiguo, en el que paraban los carreros con sus chatas cargadas con verduras destinadas al mercado, o con ciruelas cosechadas en las quintas cercanas, que eran íntegramente adquiridas por la prestigiosa firma Noel para sus dulces.
- La Clavada (Mitre y Tinogasta), recordado por algunos como Café del Sapo. Cerró sus puertas hacia 1970.
- Café Select, lindero al cine del mismo nombre, donde se jugaba a los dados y el billar.
- El Paraguayo, en Mitre y Ocantos. El apodo nació recién en los años sesenta del siglo XX por la nacionalidad del comerciante que lo adquirió en ese entonces. Allí paraban a almorzar los carreros. Un dato curioso: en la década de 1950, funcionaba en su vereda un surtidor de nafta atendido por cierto personaje invariablemente ataviado con riguroso guardapolvo gris.
- Airaghi Hermanos, en Mitre y Florencio Varela, más conocido como Café de los Radicales por la filiación política de sus habitués.


Conforme pasaron los años, Avellaneda fue acentuando su semblante industrial y comercial, a la vez que comenzaba un boom inmobiliario de propiedad horizontal en el sector céntrico. La segunda mitad del siglo XX vio declinar el antiguo perfil barraquero merced a la pérdida de importancia que sufrió el Riachuelo como vía navegable. Las grandes estaciones ferroviarias de carga hicieron lo propio pocos años más tarde, y finalmente las industrias, en especial las del ramo frigorífico y metalúrgico. Con todo y así las cosas, aquel arrabal de otrora  no ha perdido su importancia en términos de centro comercial del conurbano sur, hoy revitalizado con la llegada de los supermercados, los shoppings y la puesta en valor de la antigua zona del viejo Mercado de Lanares, en la calle Güemes, con edificio Municipal nuevo y una moderna sede la de Universidad de Buenos Aires. Ya no hay quintas, ni pulperos, ni payadores, pero el vecindario continúa conservando buena parte de su antigua personalidad.

Notas:

(1) Ya apuntamos alguna vez este dato, pero vale la pena repetirlo ahora: un censo vitícola del año 1950 señala la presencia de 51 productores de vino en el partido de Avellaneda, asentados fundamentalmente sobre el sector costero de los parajes Dock Sud y Villa Domínico.


(2) Datos más completos sobre el barrio en general se pueden obtener en la principal fuente de consulta al respecto: el excelente trabajo de Eduardo Cascante, La Crucesita de Barracas al Sud, Editorial Dunken, 2003.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Dos maravillas de la enología cuyana

No por nada tienen tanto éxito los libros Guiness o el legendario programa de Ripley,  Believe or not.  La fórmula de lo insólito,  de  lo  raro, de  lo  fabuloso, cuenta  siempre  con  una  legión  de  seguidores incondicionales.    Ocurre  que  la  capacidad  de sorpresa nunca se pierde del todo (aunque a veces se afirme lo contrario)  y constituye una sensación irresistible. ¿Qué objeto tendría la vida si no quedara nada  por lo cual maravillarse?  Por ese motivo, no existe quien no sienta  la piel de gallina cuando se enfrenta a portentos naturales o artificiales tales como la Gran Muralla, las cataratas del Iguazú, las pirámides de Gizeh o el glaciar Perito Moreno. Pero el asombro por lo curioso no se agota en los extremos superlativos; no siempre son las cosas enormes y colosales las que producen maravilla. También hay historias más pequeñas, curiosidades localizadas, singularidades tan dignas de ser descubiertas y conocidas como las más impresionantes por su envergadura física. Con esa filosofía,  repasaremos  en  esta entrada la existencia de  dos  “maravillas” históricas de los tiempos de oro de la industria del vino cuyano. La primera merece tal calificativo por su tamaño; la segunda, por su antigüedad.


Veamos el primer caso. Durante las décadas de apogeo de los grandes contenedores de roble, era frecuente que cada establecimiento  acreditara  un  alto  porcentaje  de  su capacidad conformado por recipientes de ese material.  La bodega  Santa  Ana  llegó a disponer de  222  vasijas de madera, entre cubas, fudres y toneles, que sumaban poco menos de siete millones y medio de litros; casi el sesenta por ciento de la capacidad total de la bodega.   Pero una de aquellas piezas se destacaba netamente del resto: la gran cuba de 300.000 litros, señalada como la mayor de América. Semejante portento del añejamiento vinícola fue construido en el año 1920 por artesanos especializados contratados y traídos desde Francia. Por supuesto, las duelas, los flejes y todo el material necesario fueron importados desde el país galo,  quedando  el  armado  final  a  cargo  de  los destacados técnicos foráneos. Durante muchos años circuló por la empresa una foto del almuerzo previo a la terminación del trabajo, que demandó varias semanas. En ella se podía ver, a través de la última y angosta sección de duelas que faltaba completar, una mesa situada en el interior de la cuba y a los operarios disfrutando en ella de su comida. Aunque ya no se usa, la gran pieza permanece intacta en su lugar de emplazamiento original, al igual que buena parte de sus hermanas menores


Ahora analicemos el segundo. Muchos saben que la bodega González Videla es la más antigua de Mendoza aún en pie, y una de las más longevas de nuestra patria.   Construida en Panqueua en 1856, permanece todavía en manos de su familia fundadora (otro récord). Se dice, entre otras cosas, que las vides implantadas allí por Carlos González Pinto en sus inicios fueron obtenidas directamente de manos del legendario Michel Pouget, introductor del Malbec en Mendoza. Pero, aparte de la vejez (todo un dato de por sí), su mayor curiosidad reside en que el mismo edificio permanece intacto luego de 153 años y vaya a saber cuántos terremotos, especialmente el de 1861, que destruyó casi todas las construcciones de la ciudad y sus alrededores. Los registros históricos aseguran que fue utilizada como improvisado hospital luego que aquel terrible sismo. Probablemente la suerte, o quizás un buen diseño, o ambas cosas juntas, han hecho que todavía podamos visitar este establecimiento mitológico de la industria del vino de Cuyo.


Las dos bodegas son visitables, así que ya se pueden  hacer planes para el próximo paso por la provincia cordillerana. Conocer estas rarezas es, en cierto modo, un tributo a aquellos pioneros que fundaron una de las industrias más prósperas de la Argentina durante los siglos XIX y XX.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Viejos consumos en la literatura argentina: el fantasma cervecero de la estación Temperley

La ciencia-ficción argentina no existe. Esta frase, plasmada con cierto  desaliento  por  Elvio  Gandolfo  en  Los  Universos Vislumbrados  (1),  hace  alusión  a  la  falta  de  un  número suficiente de cultores que permita conformar la existencia de un género literario nacional en el sentido amplio de la palabra. Así ha sucedido con las letras patrias desde  sus  inicios,  ya  que nunca se  mostraron  (excepto  honrosas  excepciones)  muy propensas a los relatos de fantasía. Sin embargo, como dijimos, hay algunas singularidades que merecen ser mencionadas, como  el  pequeño  y  añoso  volumen  titulado  “Cuentos Fantásticos Argentinos” (2)  que cierta vez tuve la suerte de encontrar en una librería de viejo. En él se conjugan trabajos de autores sumamente prestigiosos (Borges, Dabove, Bioy Casares, Lugones, Quiroga, Hudson, Nalé Roxlo) con otros pertenecientes a la entonces “nueva generación” de escritores locales, como el titulado Un cuento de duendes, escrito por Leonardo Luis Castellani (1899-1981). El ámbito en el que transcurre la historia de marras ya resulta común en nuestro blog: un coche de pasajeros del antiguo Ferrocarril del Sud (3).


Es así que la protagonista relata una típica escena en este tipo de narraciones cargadas de cierta pesadumbre, al decir que “venía de vuelta de Mar del Plata en invierno, porque yo voy a Mar del Plata en invierno (…) El coche estaba vació, el cielo estaba nublado y bajo; iba a llover. La pampa estaba mojada, las vacas parecían estatuas de melancolía. Empezó a llover sin ruido alguno del cielo…y yo vi un fantasma.” La charla sigue con cierta incredulidad de su interlocutor,  a lo que la mujer responde:   “es que no lo vi propiamente, sino que con el rabillo del ojo sentía que había una persona sentada en el asiento de enfrente cada vez que no lo miraba (…) Cuando lo miraba de frente (era el asiento número 13) no había nadie.” Finalmente, el fantasma se dirige a la pobre y asustada dama en los términos más corteses: “señorita, el organdí rojo azafrán le va a sentar muy bien. Si me permite, vea esta muestrita y dígame solamente qué le parece”. Curiosa frase para un aparecido, que no era otra cosa que el ánima en pena de… ¡un vendedor de telas!


Poco después, el incorpóreo viajante de comercio le relata a la muchacha los motivos que lo llevaron a esa situación fantasmagórica,  en la que seguirá errando por los  rieles  eternamente  hasta  tanto realice una venta de su especialidad. Pero, ¿por qué a bordo de un tren? Nuestro espectro se ocupa de aclararlo mientras rememora que “apenas maldije sentí que había hecho mal y me arrepentí, pero ya estaba hecho. Me arrinconé en este asiento hasta llegar a Temperley.   Estaba furioso, pero en Temperley  nos bajamos a tomar una cerveza, porque había media hora de paro…”    Y sigue:   “la cerveza de Temperley es muy buena, pero cuando me quise acordar, el tren ya estaba en marcha.   Yo salgo corriendo, pego un salto, resbalo y me voy debajo de las ruedas.” De esa manera trágica, el pobre hombre pasó a vagar por las tinieblas ferroviarias, que al momento del relato formaban parte de su maldición sempiterna.


Ahora bien, más allá de la fantasía, ¿sacó Castellani  lo de la cerveza de algún dato fidedigno, o fue sólo otro invento de su imaginación? Seguramente una mezcla de ambas cosas. Para empezar, es correcta la posibilidad de bajarse en Temperley y beber algo allí mismo, dado que en los años cuarenta era uno de los 15 puntos fijos del FCS dotados de confitería (4). Sin embargo, nunca existió una fábrica de cerveza en el barrio, pero sí algunos locales cercanos a la estación en donde la servían muy bien, a los que, quizás, concurrió nuestro personaje en su último día de vida terrenal.  Veamos cuáles eran entonces los principales reductos gastronómicos de la conocida y tranquila localidad del conurbano sur (5):

- El Japonés (bar en Meeks y 25 de Mayo)
- El Ferroviario (bar, restaurante y hotel sobre Meeks, enfrente de la plaza)
- El Americano (bar y hotel en Meeks esquina Liniers)
- La Granja (hotel y comedor en Meeks entre Avellaneda y Gral. Paz)   
- Los Vascos (fonda en Avellaneda entre la barrera y Meeks)
- Munich de Temperley (Avellaneda y las vías, del lado oeste)
- La Munich (distinta a la anterior, en 14 de Julio casi Brown, del lado este)

Por supuesto, todos se preguntarán qué fue de este pobre duende digno de conmiseración. Por fortuna, la mujer le compró la pieza textil y su alma pudo, al fin, quedar en libertad. La protagonista lo asevera con la siguiente frase, casi al término del relato: “aunque tengo muchos vestidos, siempre los hago con organdí rojo azafrán. Todavía me dura aquella pieza…”

Notas:

(1) Andrómeda, 1978
(2) Emecé, 1949
(3) Suponemos que el autor escribió el cuento algunos años antes de su efectiva publicación, ya que en 1949 los ferrocarriles estaban recientemente estatizados, y el Sud pasó a llamarse Roca.
(4) Las otras eran Ayacucho, Azul, Bahía Blanca, Darragueira, Empalme Lobos, Galván, Ing. White, Las Flores, La Plata, Mar del Plata, Olavarría, Plaza Constitución, Tandil y Tres Arroyos. La confitería de Temperley situada en el actual andén 2, que entonces era el 4. 
(5) Vaya mi agradecimiento a Jorge Ruffa, otrora vecino de la zona, quien me brindó esos completos datos.