jueves, 5 de septiembre de 2013

Viejos consumos en la literatura argentina: el fantasma cervecero de la estación Temperley

La ciencia-ficción argentina no existe. Esta frase, plasmada con cierto  desaliento  por  Elvio  Gandolfo  en  Los  Universos Vislumbrados  (1),  hace  alusión  a  la  falta  de  un  número suficiente de cultores que permita conformar la existencia de un género literario nacional en el sentido amplio de la palabra. Así ha sucedido con las letras patrias desde  sus  inicios,  ya  que nunca se  mostraron  (excepto  honrosas  excepciones)  muy propensas a los relatos de fantasía. Sin embargo, como dijimos, hay algunas singularidades que merecen ser mencionadas, como  el  pequeño  y  añoso  volumen  titulado  “Cuentos Fantásticos Argentinos” (2)  que cierta vez tuve la suerte de encontrar en una librería de viejo. En él se conjugan trabajos de autores sumamente prestigiosos (Borges, Dabove, Bioy Casares, Lugones, Quiroga, Hudson, Nalé Roxlo) con otros pertenecientes a la entonces “nueva generación” de escritores locales, como el titulado Un cuento de duendes, escrito por Leonardo Luis Castellani (1899-1981). El ámbito en el que transcurre la historia de marras ya resulta común en nuestro blog: un coche de pasajeros del antiguo Ferrocarril del Sud (3).


Es así que la protagonista relata una típica escena en este tipo de narraciones cargadas de cierta pesadumbre, al decir que “venía de vuelta de Mar del Plata en invierno, porque yo voy a Mar del Plata en invierno (…) El coche estaba vació, el cielo estaba nublado y bajo; iba a llover. La pampa estaba mojada, las vacas parecían estatuas de melancolía. Empezó a llover sin ruido alguno del cielo…y yo vi un fantasma.” La charla sigue con cierta incredulidad de su interlocutor,  a lo que la mujer responde:   “es que no lo vi propiamente, sino que con el rabillo del ojo sentía que había una persona sentada en el asiento de enfrente cada vez que no lo miraba (…) Cuando lo miraba de frente (era el asiento número 13) no había nadie.” Finalmente, el fantasma se dirige a la pobre y asustada dama en los términos más corteses: “señorita, el organdí rojo azafrán le va a sentar muy bien. Si me permite, vea esta muestrita y dígame solamente qué le parece”. Curiosa frase para un aparecido, que no era otra cosa que el ánima en pena de… ¡un vendedor de telas!


Poco después, el incorpóreo viajante de comercio le relata a la muchacha los motivos que lo llevaron a esa situación fantasmagórica,  en la que seguirá errando por los  rieles  eternamente  hasta  tanto realice una venta de su especialidad. Pero, ¿por qué a bordo de un tren? Nuestro espectro se ocupa de aclararlo mientras rememora que “apenas maldije sentí que había hecho mal y me arrepentí, pero ya estaba hecho. Me arrinconé en este asiento hasta llegar a Temperley.   Estaba furioso, pero en Temperley  nos bajamos a tomar una cerveza, porque había media hora de paro…”    Y sigue:   “la cerveza de Temperley es muy buena, pero cuando me quise acordar, el tren ya estaba en marcha.   Yo salgo corriendo, pego un salto, resbalo y me voy debajo de las ruedas.” De esa manera trágica, el pobre hombre pasó a vagar por las tinieblas ferroviarias, que al momento del relato formaban parte de su maldición sempiterna.


Ahora bien, más allá de la fantasía, ¿sacó Castellani  lo de la cerveza de algún dato fidedigno, o fue sólo otro invento de su imaginación? Seguramente una mezcla de ambas cosas. Para empezar, es correcta la posibilidad de bajarse en Temperley y beber algo allí mismo, dado que en los años cuarenta era uno de los 15 puntos fijos del FCS dotados de confitería (4). Sin embargo, nunca existió una fábrica de cerveza en el barrio, pero sí algunos locales cercanos a la estación en donde la servían muy bien, a los que, quizás, concurrió nuestro personaje en su último día de vida terrenal.  Veamos cuáles eran entonces los principales reductos gastronómicos de la conocida y tranquila localidad del conurbano sur (5):

- El Japonés (bar en Meeks y 25 de Mayo)
- El Ferroviario (bar, restaurante y hotel sobre Meeks, enfrente de la plaza)
- El Americano (bar y hotel en Meeks esquina Liniers)
- La Granja (hotel y comedor en Meeks entre Avellaneda y Gral. Paz)   
- Los Vascos (fonda en Avellaneda entre la barrera y Meeks)
- Munich de Temperley (Avellaneda y las vías, del lado oeste)
- La Munich (distinta a la anterior, en 14 de Julio casi Brown, del lado este)

Por supuesto, todos se preguntarán qué fue de este pobre duende digno de conmiseración. Por fortuna, la mujer le compró la pieza textil y su alma pudo, al fin, quedar en libertad. La protagonista lo asevera con la siguiente frase, casi al término del relato: “aunque tengo muchos vestidos, siempre los hago con organdí rojo azafrán. Todavía me dura aquella pieza…”

Notas:

(1) Andrómeda, 1978
(2) Emecé, 1949
(3) Suponemos que el autor escribió el cuento algunos años antes de su efectiva publicación, ya que en 1949 los ferrocarriles estaban recientemente estatizados, y el Sud pasó a llamarse Roca.
(4) Las otras eran Ayacucho, Azul, Bahía Blanca, Darragueira, Empalme Lobos, Galván, Ing. White, Las Flores, La Plata, Mar del Plata, Olavarría, Plaza Constitución, Tandil y Tres Arroyos. La confitería de Temperley situada en el actual andén 2, que entonces era el 4. 
(5) Vaya mi agradecimiento a Jorge Ruffa, otrora vecino de la zona, quien me brindó esos completos datos.

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