La llamada “guerra contra el indio”, también conocida como
“guerra de fronteras”, fue un proceso histórico que duró casi 400 años. Comenzó con la llegada misma de los españoles, en 1536, y culminó con las últimas
acciones militares contra los pueblos del Chaco, en 1922. Durante ese largo
período existió una compleja y tortuosa relación entre indígenas y blancos, marcada por constantes, sucesivas y contradictorias etapas de guerra y paz, de
acuerdos que no se cumplían, de marchas y contramarchas, de ataques y contraataques, de expediciones fallidas, de negociaciones de todo tipo y, por
sobre todo, de muy poca voluntad por llegar a un convenio satisfactorio para
ambas partes. Esto no es de extrañar, puesto que estamos hablando de un ciclo
que abarca los tiempos de la colonia y las primeras décadas posteriores a la
independencia. Poco se podía esperar en materia de paces duraderas con los
antiguos habitantes del territorio argentino, cuando nuestro propio país no
lograba alcanzar una auténtica unidad nacional. Con todo, ese interminable
lapso de hostilidades supo dejar su huella profunda a través de numerosos
relatos que nos hablan de un modo de vivir desaparecido, propio de las
comunidades más cercanas a la entonces
llamada “frontera” (1). Allí, en los fortines y las embrionarias poblaciones adyacentes, se
formó un estilo de vida muy particular, que incluyó a figuras sumamente
populares en la época, como los milicos, los pulperos, los payadores, las
fortineras (mujeres de los soldados, que combatían con tanta o más bravura que
éstos) y otros perfiles humanos de
estereotipo.
Ahora bien, la mayor parte de los testimonios y sus
consecuentes secuelas en la literatura, el teatro y el cine datan de la última
fase de operaciones en el sector de las
pampas (2), entre 1870 y 1880 (3), cuando la línea fronteriza tocaba puntos
como Carhué y Trenque Lauquen. Un elemento común a todos ellos es la sistemática referencia sobre las pésimas condiciones de vida que soportaba el
personal acantonado en tan indeseable
destino, compuesto tanto por jóvenes oficiales como por veteranos suboficiales,
junto a una tropa de resentidos, enganchados a la fuerza, ex presidiarios,
delincuentes, desertores en potencia y
toda la escoria social imaginable, siempre mal alimentada, mal vestida y muy
mal paga. Sin embargo, ese mismo ejército (que apenas llegaba a serlo, en un
sentido profesional de la palabra), tuvo una notable y abnegada capacidad de
sufrimiento a lo largo de las muchas décadas que duró la terrible guerra de
desgaste.
El ingeniero Alfredo Ebelot, por ejemplo, dice respecto de
tan singular tropa: “no tiene más
exigencias por lo que respecta a su alimento que a su vivienda. Su régimen
común consiste en carne asada, sin pan, sin arroz, sin legumbres. Si va de
viaje, arrea las vacas o caza animales persiguiéndolos (…) Su estómago es
grande, pero complaciente como el de los carnívoros. Son capaces de digerir una
oveja entera y luego pasarse días sin probar bocado, no solamente sin quejarse
-jamás se quejan- sino sin darse cuenta. Mucho más que del alimento se
preocupan de lo que en su lenguaje incorrecto y pintoresco llaman “vicios de
entretenimiento”, los vicios para distraerse, entre los cuales engloban el mate
y el tabaco (…) Semejantes vicios no causan muchas preocupaciones a la intendencia
del ejército, pudiendo con estos elementos realizar una expedición poco
costosa”. Estas privaciones quedaron también reflejadas en la famosa orden
general dictada en el campamento de Guaminí por el entonces Coronel Nicolás
Levalle, que denota un sacrificio material casi heroico: “camaradas de la División del Sur, no tenemos yerba, no tenemos tabaco,
no tenemos pan, ni tropas, ni recursos; en fin, estamos en la última miseria.
¡Pero tenemos deberes que cumplir! ¡Adelante y viva la patria!”
Si acaso nos preguntamos qué comían, entonces, los soldados,
la respuesta está dada por el mismo testimonio de Ebelot: carne asada. Pero,
¿qué tipo de carne? Depende de la época y la suerte del personal según cada
puesto. Es un hecho histórico comprobado, por ejemplo, que la milicia de los
fortines solía ocuparse de perseguir los malones indios en retirada (capaces de
arriar cientos de miles de cabezas
vacunas, ovinas y equinas) con el fin de recobrar lo robado en las haciendas
campestres. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que el
inventario de tales “rescates” estaba plenamente controlado por los mismos
“rescatistas”, los cuales, sin dudas, guardaban para su propio consumo una
parte de los animales. Las carnes vacunas y ovinas eran las más apreciadas,
pero la falta de éstas podía generar una notable variedad de alternativas,
empezando por la equina y continuando por toda la gama imaginable de bichos
proclives a ser cazados mediante el uso de boleadoras, trampas o disparos de
armas de fuego. Respecto a los caballos, el Comandante Manuel Prado rememora lo
siguiente (4): “en un verbo se enlazaron
y carnearon algunas yeguas y bien pronto vimos alzarse y diluirse el humillo
perfumado que desprendían los churrascos de potro, exquisito plato de aquel menú…”
Los destacamentos menos afortunados podían pasar meses
librados a su buena suerte, pero siempre había algo para cazar en las pampas
inmensas: avestruces, liebres, cuises, vizcachas o mulitas, eran algunos de los
alimentos bien recibidos por unos estómagos tan anhelantes como curtidos.
Aquellos hombres ya no están y la frontera dejó de existir (por suerte), pero
nos han quedado muchas y viejas postales de tiempos casi olvidados en la
historia argentina.
Notas:
(1) Pocos años después de la llegada de los españoles se
establecieron puestos de vigilancia para
prevenir los ataques sobre Buenos Aires,
formando una especie de línea de defensa. Los primeros estaban situados muy cerca
de la metrópolis, en lugares como Cañuelas y Luján. Hacia principios del siglo
XIX, esa marca se había movido hasta
Dolores, Azul y Pergamino. En la década de 1870, ya sobre el final del proceso
de conquista y previo a la Campaña del Desierto de 1879, la frontera llegó a
alcanzar su máxima extensión en un arco que comenzaba por Bahía Blanca y se
extendía por buena parte del actual límite occidental de Buenos Aires, el sur
de Santa Fe, Córdoba y San Luis, hasta llegar a Mendoza. Las acciones de Roca
desplazaron a los pueblos indígenas más allá del Río Negro, y con ello desaparecieron la frontera y sus fortines.
(2) La guerra con los indios tuvo siempre dos frentes: uno
en el sur, contra los pueblos que habitaban en la región pampeana, y otro en el
norte, con el fin de someter a las tribus que vivían en las actuales provincias
de Chaco y Formosa.
(3) Casi todos los relatos y las obras de ficción histórica
relativas a la guerra de fronteras transcurren
en este período, excepto la celebérrima película Pampa Bárbara, cuyo argumento se desarrolla en los tiempos de
Rosas, hacia 1835.
(4) La Guerra al
Malón, Manuel Prado, 1907. En la entrada del 1/11/2011 mencionamos este
libro como testimonio del consumo de una vieja mezcla de bebidas muy practicada
en nuestro país: ginebra con bitter.
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