Hay algunas palabras que no tienen un significado preciso,
aunque todo el mundo sabe bien a qué se refieren. El término fonda, por ejemplo, hace alusión al
simple y modesto local de comidas. Sin embargo, según los diccionarios de la
lengua castellana, el vocablo es uno de los tantos sinónimos de “restaurante”.
Pero nadie utiliza ambas expresiones con idéntico sentido, ya que la fonda evoca un lugar particularmente
sencillo, económico, de escasa jerarquía gastronómica. El mismo problema se
presenta al tratar de establecer exactamente cuál es la diferencia concreta
entre fonda, bodegón, boliche y cantina. Todo indica que en el siglo XIX cada
uno de estos tipos de comercios parecía representar algo muy específico, aunque
la posteridad no logró distinguirlos entre sí del todo bien. Por esa razón
vamos a evocar a las fondas argentinas
como una genuina representación del típico restaurante urbano de los barrios y
suburbios, tanto si fueron registradas con ese nombre o con alguno de sus
análogos: bodegones, boliches o cantinas. Lo que sigue, entonces, será
el breve repaso histórico de todos ellos a través de una estampa común.
El primer apunte descriptivo sobre el tema en el ámbito
porteño es de José Antonio Wilde, que en Buenos
Aires, desde 70 años atrás nos brinda un pantallazo de los más bien guarros
locales existentes a mediados del siglo XIX, la mayoría de ellos ubicados en
las inmediaciones de la Plaza de Mayo. Entre otras cosas, Wilde señala que “el menú no era muy extenso, ciertamente; se
limitaba, generalmente, a lo que llamaban comida “al uso del país”: sopa,
puchero, carbonada con zapallo, asado, guisos de carnero, porotos, mondongo,
albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más. Postre, orejones,
carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país) de inferior
calidad (…) El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al añejo,
seco, de la tierra y particularmente carlón.” Desde luego, esa pronunciada
falta de diversidad comenzó a
modificarse a partir de las décadas de 1870 y 1880 con la llegada masiva
de inmigrantes europeos.
Los italianos, españoles y franceses tuvieron una enorme
gravitación en semejante cambio, ya que fueron ellos quienes rápidamente
pasaron a monopolizar el gremio en carácter de empleados (cocineros, mozos) o
propietarios. Diego del Pino apunta una anécdota al respecto mediante la evocación de cierto cocinero
italiano que trabajaba en un bodegón llamado Gattoni, sito en Jorge Newbery y Fraga, en el barrio de Chacarita. Este personaje solía blandir la cuchilla con increíble velocidad y destreza
para picar el perejil y el ajo sobre una tabla. Cuando pasaba una mosca volando
cerca, su grito habitual era ¡guarda la
gamba! Más allá de la colorida añoranza, lo cierto es que la presencia de
tantos europeos en el sector hizo que la vieja y aburrida gastronomía criolla
de estilo colonial diera paso a otra mucho más variopinta, a la que los recién
llegados aportaban sus tradiciones, toda vez que recibían y aceptaban
(forzosamente) las costumbres locales y sus
productos, especialmente la carne. La culinaria resultante solía sufrir un cierto exceso de personalidad cosmopolita, lo que daba lugar a irónicos
comentarios por parte de algunos cronistas de aquellos tiempos. Así sucedió en
el caso de Aníbal Latino (1) hacia el año 1890, quien se sorprendía al
encontrar, en un comercio de la calle 25 de Mayo, el siguiente cuadro: “una dama se dedicaba a varias tiras de
tallarines. En otras mesa, unos franceses saboreaban una ración de pollo; más
allá, tres o cuatro italianos corpulentos iban dando fondo a un enorme plato de
ravioles, mientras algunos ingleses trinchaban sus bistecs, y otros alemanes, tajadas de pavo”.
Esas cosas sucedían en sitios casi siempre ubicados en las
esquinas, caracterizados por sus mostradores de madera o estaño, sus
jarras para servir el vino suelto (2),
sus vasos de vidrio grueso o “lupa” (que generaban una falsa impresión de
volumen), sus porciones abundantes, sus mozos campechanos, sus sótanos abarrotados de barricas con diferentes bebidas y cajones de cerveza, así como
por un grado de descuido visual y desaseo que hoy nos puede parecer casi
grotesco, pero que en ese entonces formaba parte de las costumbres del ramo. Algunos componentes de orden práctico se fueron convirtiendo, con el tiempo, en
arquetipos decorativos, como los jamones colgados en el techo. Otros eran elementos de la ornamentación desde siempre: tal es el caso de las fotos, los
cuadros y las imágenes de la “madre
patria” o los objetos marinos (timones, redes, ojos de buey) visibles en
aquellos establecimientos cercanos al puerto. Sin olvidar, desde luego, los
infaltables letreros que informaban sobre Edictos
de Policía: uno se titulaba “Ebriedad
y otras intoxicaciones”, y el otro “Juegos
de naipes, dados y otros”. Este
último detallaba todo lo que no se debía
hacer al respecto, especialmente en materia de apuestas, aunque la realidad
solía ser otra.
El ambiente que nos ocupa comenzó a cobrar matices con el
paso de las décadas: cantinas fiesteras en La Boca, figones para oficinistas en
el microcentro porteño, boliches para obreros en los barrios fabriles, o
incluso una conjunción de todos ellos bajo el mismo techo. En la fonda, el
bodegón o la cantina podían entremezclarse hombres solitarios en mesas pequeñas
con reuniones multitudinarias en mesas enormes y alargadas. Todas las figuras
humanas se daban cita en aquellos lugares actualmente desaparecidos (al menos,
en su formulación antigua, que se mantuvo con variantes hasta el decenio de
1970) y, en cierto modo, extrañados. Los supuestos “bodegones” de hoy son locales dotados de una molesta afectación
visual, casi siempre sobrecargada de elementos que pretenden evocar a sus
similares de antaño. Y además son caros, con ofertas culinarias pretenciosas
y precios inventados para el turismo incauto.
El único vehículo que nos puede llevar a la experimentación de una verdadera
fonda del pasado está en la ciencia ficción: es la máquina del tiempo.
Notas:
(1) Sinónimo de José Ceppi
(1853-1939) periodista y escritor italiano radicado en Argentina desde
1886. Al igual que Wilde, es responsable de algunos de los pocos trabajos que
existen sobre la vida en la Argentina secular del XIX, como Tipos y
costumbres bonaerenses o el Manual
del inmigrante italiano
(2) Origen de diferentes envases típicos, de los cuales el
célebre pingüino es el más recordado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario