El costumbrismo es una corriente artística y literaria de
gran utilidad para los investigadores del pasado. Así lo hemos comprobado
varias veces en esta misma serie, plasmando obras que describen los hábitos
históricos en distintos rincones de nuestro país, desde la Buenos Aires
finisecular de Fray Mocho hasta la campiña bonaerense tan bien delineada por
Guillermo Enrique Hudson. Existen también autores de estilo más científico o
periodístico, como Roberto Payró y Eduardo Holmberg, que llegaron a rozar tangencialmente ese movimiento para ofrecernos algunas
invalorables postales del ayer. Continuando con el tema, hoy veremos una serie
de consumos típicos de la provincia de Santa Fe en las décadas de 1920 y 1930,
brillantemente reseñadas por Mateo Booz
(seudónimo de Miguel Ángel Correa, 1881-1943) en su libro Santa Fe, mi país. El volumen consta de una serie de cuentos
divididos en cuatro grupos, de acuerdo con el entorno específico de cada
narración. Ellos son las ciudades, campos y selvas, los pueblos y las islas. Cuatro ambientes que el autor conocía muy bien -especialmente a sus pobladores-
y de los que extractamos algunas perlas relacionadas con las maneras de comer,
beber y fumar propias de la región y de
la época.
Ya en el primer cuento, titulado Los regalos de Fred Devores, encontramos algunas referencias sobre
manjares tradicionales argentinos en general, y litoraleños en particular. La
trama del relato gira en torno a una señora viuda y los misteriosos obsequios
que recibe de cierto allegado a su difunto esposo, a cambio de los cuales
devuelve el favor con el envío de diversos platos de la cocina criolla. “Recordando mi convenio con Fred Devores, mandaba con frecuencia a la avenida de los Siete Jueces una dulcera de limón
sutil, o una fuente de chatasca, o una sopera de locro…”, reza el relato.
No abundaremos mucho sobre el dulce del limón ni sobre el locro (vituallas bien
conocidas), pero sí sobre la chatasca, un guisado a base de charque (1)
típico de todo el norte argentino, cuya influencia se extiende al litoral y que aún hoy es
preparado en muchos hogares humildes. ¿Cómo se hace la chatasca? Esta es una
receta bien clásica: se lava bien el charque
y se pone a cocer hasta ablandarlo; luego se pisa en el mortero hasta
que queda como hebras. Se hace separadamente una salsa, poniendo en la cazuela
cuatro cucharadas de grasa y dos de aceite. Una vez caliente, se añaden dos cebollas, un diente de
ajo, dos tomates, un pimiento y un poco de perejil. Cuando está todo frito, se
le echan dos cucharadas de caldo, papas cortadas, pedacitos de zapallo y un
poco de vinagre con azúcar. Finalmente se le agrega el charque mezclado con un
poco de harina y se deja cocer hasta que se espese.
Las bebidas alcohólicas son otra constante a través de las
breves narraciones de Booz. En Las vacas
de San Antonio, por ejemplo, podemos revivir el particular ambiente que
reinaba durante los viejos velorios puebleros. La ficción de marras asegura que
el funeral de Lindauro Gavilán fue particularmente exitoso, y en ello mucho tuvieron
que ver los líquidos disponibles para los asistentes, ya que “las mujeres plañeron y los hombres
elogiaron las virtudes del muerto y de una caña paraguaya, reservada para
grandes ocasiones”. Otro de los cuentos está enfocado en un penoso viaje
automovilístico por los polvorientos
caminos de la época, con ese poder descriptivo tan desarrollado en los
escritores costumbristas. “El Ford
embicaba las calles de Santa Rosa, vacías y guarnecidas de casuchas agazapadas
en la fronda de las enredaderas”, dice, y más tarde continúa: “a la rala sombra de los naranjos se
alineaban unos autos y cabalgaduras inmóviles y dormitantes, amodorradas por el
sopor de la siesta”. Los viajeros deciden hacer una parada en un boliche
del poblado, al que ingresan con estas confianzudas palabras dirigidas a su
dueño: “che, gallego, venimos muertos de
sed. Destapate dos enteras de Pilsen”. Obviamente, se refieren a dos
botellas de litro (2) de esa otrora famosa cerveza elaborada por prestigiosos
establecimientos nacionales (3).
En el libro se pueden encontrar decenas de frases con citas
del mismo estilo, pero terminamos con otra postal pueblerina centrada en el
tabaco. Nos despedimos así de este autor poco conocido y de aquellas estampas
olvidadas de Santa Fe, como la que sigue: “en
torno suyo, la noche se adensaba (…) Cruzó el caserío de Santa Lucía. El
resplandor de los velones mostraba a las mujeres trasegando con las ollas, y a
los hombres, inmóviles, avivando a momentos el ascua de sus cigarros…”
Notas:
(1) El charque o charqui es un alimento muy antiguo con una
forma de preparación característica de los pueblos andinos. Básicamente se trata de carne secada
al sol que adquiere una consistencia extremadamente seca, casi momificada, y que
tiene una capacidad de conservación de varios meses. Desde los tiempos remotos,
a falta de sistemas de refrigeración artificial o de envasado protectivo, las
carnes deshidratadas constituyeron un alimento ideal para los viajeros, los
ejércitos y todas aquellas personas o grupos que no disponían temporalmente de comestibles frescos.
(2) En ese entonces, los contenidos de los envases
cerveceros más tradicionales eran el porrón de medio litro y la botella de
litro. Popularmente se las conocía como “media” y “entera”, respectivamente.
(3) Mundialmente, la palabra Pilsen evoca una clase de cerveza
alusiva al lugar de la antigua Checoslovaquia que le dio origen, pero en
Argentina fue utilizada como tipo de producto o como marca,
indistintamente. Por ese motivo, hay
numerosos indicios de etiquetas que llevan la leyenda “Pilsen” en los siglos
XIX y XX. A partir de 1900, las
versiones más conocidas fueron elaboradas por las cervecerías San Carlos (de
Santa Fe) y Bieckert. A alguna de ellas se refiere Booz, pero francamente no
pude determinar con certeza a cuál.
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