Las Islas Orcadas del Sur se encuentran dentro del círculo
polar austral, a poco más de 120 kilómetros del extremo norte de la península antártica.
La presencia de nuestro país en el lugar se remonta al 22 de febrero de 1904,
cuando se enarboló allí por vez primera el pabellón nacional. Desde entonces
hasta hoy no cesaron las expediciones
enfocadas en estudios científicos propios de
esas regiones meridionales. Mucho tuvo que ver en ello el trabajo de la
entonces Oficina Meteorológica Nacional (actual
Servicio Meteorológico), que organizaba la mayoría de los viajes y preparaba
gran parte del personal destinado a tan dura y abnegada tarea. Una de esas
personas, José Manuel Moneta, tuvo el singular privilegio de participar en las
expediciones de 1923, 1925, 1927 y 1929. Como fruto de esa experiencia escribió
un interesantísimo libro titulado “Cuatro años en las Orcadas del Sur” (1), en
el que relata sus vivencias junto a un puñado de compañeros (diferentes en cada
ocasión) responsables de las diversas tareas inherentes al funcionamiento de la
Estación Meteorológica radicada en el lugar (2).
El texto describe las diferentes peripecias que debían
experimentar los cinco o seis héroes destinados a una labor que llegaba a durar
más de doce meses, comenzando un verano y concluyendo el siguiente. Sólo en
época estival podía realizarse el relevo correspondiente, ya que el resto del
año las islas quedaban completamente encerradas por gruesas capas de hielo (3).
En semejante contexto, el papel del cocinero resultaba fundamental para mantener
la moral bien alta. Al respecto, Moneta asegura que “el único placer susceptible de hacer más llevadera la vida antártica se
traduce con estas palabras: comer bien”. Por tal motivo se elegían hombres
con experiencia cocinado en buques de alta mar durante períodos prolongados. En
las cuatro expediciones reseñadas por el autor, el trabajo gastronómico le
correspondió a Otto Zeiger (1923), Jorge Piper (1925), Conrado Becker (1927) y
Rómulo Devoto (1929) (4). El arribo de cada grupo era acompañado por una gran
cantidad de provisiones, especialmente alimentos en conserva que constituían la
base de las comidas: papas, hortalizas,
frutas, carnes tipo corned beef y escabeches,
amén de los aderezos, las salsas, las harinas, el arroz y los demás elementos
culinarios básicos. No obstante, era casi imposible pretender que el sufrido
grupo se alimentara sólo de conservas durante todo un año, por lo que los
expedicionarios no titubeaban en asegurarse -por sus propios medios- una regular provisión
de productos animales frescos típicos de esas latitudes. Mediante diferentes
métodos de pesca, caza o captura, se agregaban al menú pingüinos, focas, aves
voladoras y algunos pescados.
Los pingüinos eran las presas más abundantes y fáciles de
cazar, tanto los animales como sus huevos. De estos últimos se obtenían hasta
cinco mil cada verano y se los preparaba de las mismas formas que a sus similares de gallina, aunque tenían la particularidad de que las claras seguían
siendo transparentes incluso luego de cocinadas. Con la carne (pechugas y patas
eran las únicas piezas comestibles) se preparaban guisos varios y milanesas,
pero era necesario marinarla previamente debido a su acentuado sabor salvaje.
El proceso comenzaba con el lavado y la colocación en fuentones enlozados;
luego se agregaban vinagre, sal, pimienta, salsa inglesa y varias especias. En
ese adobo debía permanecer al menos dos días. Cada vez que se cansaban del
pingüino, la variante más común a su carne era la de foca, si bien tales
bestias eran mucho menos numerosas y notoriamente difíciles de apresar. Cuando
le sirvieron milanesa de foca por primera vez, el autor de la obra afirma que
tuvo una gran desconfianza, pero luego de probar tan exótico plato quedó
sorprendido por su terneza y buen sabor. “Parecía
una vulgar milanesa de vaca condimentada”, asegura.
Otras posibilidades de obtener piezas comestibles eran las aves voladoras (disparos de fusil y
puntería mediante), sobre todo los abundantes cormoranes que de manera eventual
terminaban en el horno de la casa-observatorio a modo de pavos. La pesca bajo
el hielo de acuerdo con el típico sistema esquimal resultaba menos frecuente,
pero los especímenes obtenidos eran motivo de elogiosos comentarios por parte de los comensales, quienes los encontraban invariablemente satisfactorios. Tal
es el caso de un pez que tenía “cabeza
grande y boca muy ancha, el lomo color grisáceo y el vientre amarillento. Su
aspecto exterior no era atrayente, pero más tarde comprobé que su carne y su
sabor no tenían nada que envidiarle al pejerrey”, sentencia el relato.
Desde luego, en los años posteriores la base fue mejorando
sus instalaciones conforme progresaban las tecnologías y los elementos de
confort. En la introducción a la edición de 1958, Moneta compara la holgada
situación del personal antártico de esos años con las privaciones que
debían soportar los expedicionarios de
su época. “Todas las bases tienen cámara
frigorífica para la conservación de las reses vacunas que se proveen desde
Buenos Aires para el consumo diario”, asegura, y continúa: “ello contrasta con la alimentación a base
de focas y pingüinos a la que forzosamente debíamos recurrir en el pasado”. Para
finalizar, observemos un paralelismo similar referido al consumo de bebidas
alcohólicas: “en las salas de estar de
las bases modernas se pueden ver botellas de licores y bebidas espirituosas de
conocidas marcas, de las que se hace uso sin las restricciones ni el
racionamiento que nos imponíamos antiguamente en las Orcadas para que nuestro
modesto cajón de whisky y de coñac alcanzara para todo el año, lo que nos
permitía solamente una copita por hombre y por semana”. Sin dudas, aquellos
hombres eran fuertes en cuerpo y espíritu. Eso les aseguró la supervivencia y
el cumplimiento del deber en los inhóspitos confines australes del mundo cuando
allí no había nada, literalmente.
Notas:
(1) Editorial Peuser, 1939. La obra tuvo un notable éxito
extendido en el tiempo: el volumen en mi poder pertenece a la décima edición
del año 1958.
(2) La primitiva vivienda ha sido preservada como museo,
incluyendo muchos objetos de la vida cotidiana. Las siguientes son dos fotos de
la casa tal cual se conserva hoy.
(3) Hasta 1927, el aislamiento con el mundo exterior era
total. Recién ese año se instalaron aparatos de radiotelegrafía que permitieron
el contacto con el continente.
(4) Los tres primeros eran alemanes y el último, argentino.
Según refiere Moneta, semejante cambio de nacionalidad en la última expedición
trajo aparejada la feliz presencia en la mesa de algunos platos muy porteños,
como fainá y tallarines con tuco.
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