Pocos períodos de la historia económica local han sido tan
dinámicos como aquel comprendido entre 1880 y 1920. En esos años, nuestro país
modificó radicalmente su perfil en base a varios fenómenos, pero sobre todo a
la enorme masa de inmigrantes arribados desde Europa. Tamaña avalancha abarcó todo nuestro territorio sin
distinciones regionales, aunque tuvo una lógica y mayor importancia en las
grandes capitales, con Buenos Aires a la cabeza y Rosario, Mendoza y Tucumán
siguiéndole en orden de importancia. En la Capital Federal, por ejemplo, la
población foránea ascendía al 45% a comienzos de la Primera Guerra
Mundial. Y en el resto del país los números no se quedaban muy atrás, ya que el
Censo Nacional de 1914 acusa un 40% de extranjeros tomando el resumen general de población. Con semejante
coyuntura social, no debe extrañar que las importaciones de artículos de
consumo, aunque muy grandes, resultaran claramente insuficientes para atender
las necesidades de semejante masa humana en todos sus estratos sociales.
En el rubro de las bebidas el dispendio per cápita era
sencillamente descomunal en comparación con las cifras actuales, y aunque las
estadísticas de aquel tiempo no resultan totalmente fiables, queda muy claro
que en ese entonces se bebía realmente mucho, y de todo. Vino, cerveza, vermouth, destilados y licores tenían una demanda constante y creciente, lo que produjo la aparición de la correspondiente industria nacional hacia fines del
siglo XIX, con una envergadura que no suele ser valorada en toda su dimensión
(1). Muchas veces se asegura, con poco fundamento, que la Argentina no tenía un
mínimo desarrollo industrial por ese entonces, sino que se limitaba a la
exportación de productos primarios. Eso es una verdad a medias en el caso de la
industria pesada (2), y una abierta falsedad en el caso de los alimentos y los
tabacos. En una serie que comienza hoy y que seguirá con tres entradas futuras vamos a hacer un breve
repaso por el sector industrial de las bebidas, con particular énfasis en las
miserias del negocio, como la imitación,
falsificación, adulteración y elaboración artificial de productos, que
surgieron casi como una necesidad frente a un mercado cuyos requerimientos
parecían no tener techo en términos de volumen.
Lo primero que hay que entender es que en los tiempos del 1900 prácticamente no había legislación ni controles al respecto. Si hablamos de la principal industria de los bebestibles, es decir la del vino, los usos y costumbres de la época producen un franco desconcierto por la informalidad con que se manejaban las cosas. Sólo con la observación de algunas publicidades de la época ya aparecen ciertas frases que marcan el contraste entre los buenos productores (pocos) y los industriales inescrupulosos (muchos) que actuaban, sin embargo, dentro del amplio margen que les proporcionaban las precarias leyes de aquel tiempo. De ese modo se pueden leer cosas como “vino artificial” o “vino garantido de pura uva”, así como los análisis químicos que realizaban algunas bodegas para reforzar su imagen positiva y darle algún signo de confianza al consumidor (3). Dimas Helguera, en “La producción argentina en 1892”, trata a la actividad del vino artificial como “industria” y ofrece algunos números que llaman, una vez más, al asombro.
Mientras asegura que el rubro en cuestión alcanzó proporciones extraordinarias, no
duda en afirmar que las personas dedicadas a ello bien pueden calcularse
prudentemente entre un mínimo de 10.000 y un máximo de 30.000, ya que hoy todo el mundo es fabricante de vinos. Y
sigue: los hay entre los importadores,
mayoristas, minoristas y bolicheros. Sus fabricantes son también miles de jefes
de familia, los que mediante una arroba (4) de pasas, otra de azúcar y una damajuana de alcohol preparan con una
simple fermentación (5) una bordalesa
de vino. Se fabrica en tierra y en el mar, siendo contados los buques que hacen
el cabotaje en nuestros ríos que no tengan a bordo todos los elementos para
instalar una pequeña fábrica flotante. Es fabricante el chacarero, el jefe de
taller, y desde las casas de cierto rango hasta los populosos conventillos,
donde hay un hombre o una mujer un poco económica, se fabrica vino en mayor o
menor medida.
CONTINUARÁ…
Notas:
(1) En las entradas sobre “La vitivinicultura del
centenario” 1 y 2, subidas en Agosto y Octubre de 2012, ofrecimos algunos números
relativos a la producción y el comercio vínico nacional de aquel entonces.
(2) La lectura atenta de las guías industriales de la época
demuestra que nuestro país contaba con una nada despreciable cantidad de
establecimientos dedicados a la construcción de barcos y a la fabricación de
vagones de tren, tranvías y carruajes, además de un importante número de firmas
abocadas a la mueblería y la metalurgia, por nombrar sólo algunos rubros. Y si
contamos además a la indumentaria textil, la perfumería y la alimentación, la
cantidad y el tamaño de las empresas realmente sorprende.
(3) Al respecto de eso, el legendario Vino Cordero, del que tuvimos el gusto de catar una añeja botella
para este blog, publicó el siguiente aviso el 19 de Noviembre de 1882 en el
Diario “El Plata”.
(4) Antigua unidad de medida para pesar mercaderías,
originaria de España. Su valor era variable según cada región ibérica o país de
Latinoamérica. En Argentina equivalía a unos 11,5 /12 kilos.
(5) No creemos que semejante mezcla, en la que sin dudas se
incluía también el agua, produjera fermentación alguna. Seguramente Dimas
Helguera, que era economista y no enólogo, utilizaba el término “fermentación”
como sinónimo erróneo de “maceración”.
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