Larga ha sido la lista de reductos cafeteriles que
analizamos en la serie de entradas correspondientes a los Cafés, Fondas, Boliches y Bodegones
de los distintos barrios porteños. Y todavía quedan pendientes las reseñas
de varios sectores urbanos con sus respectivos créditos históricos relacionados
a locales de bebidas y comidas. Sin embargo, nunca nos detuvimos a considerar, examinar y detallar la estampa típica de unos de aquellos viejos y
desaparecidos cafés de Buenos Aires. Vaya para ello esta entrada, en la que
volcaremos imágenes de los lugares, personajes y ambientes en cuestión, de la
mano de varios expertos documentalistas especializados en el pasado de la Reina del Plata. Diego del Pino, por
ejemplo, brinda un buen prolegómeno sobre el particular asegurando que “nuestra
ciudad tuvo, hace medio siglo y más, abundancia de esos especiales comercios que se conocían simplemente como cafés. Generalmente
instalados en las esquinas barriales habían completado, en muchos casos, una
serie progresiva de transformaciones desde las pulperías.”
Aunque la presencia del gremio no conoció límites en el mapa de la metrópolis, es indudable que
algunos vecindarios con mayor historia acreditan cierta composición de imagen que ayuda de manera considerable el ejercicio de la remembranza, como La Boca,
Barracas y otros parajes ribereños de silueta portuaria. Edgardo Rocca, un
investigador muy versado en la materia, ofrece una excelente visión del típico
café costero hace ochenta o cien años. “Instalados a lo largo de la costa del Río de la Plata se encontraban establecimientos que frecuentaban los marineros
llegados de los más diversos países…”, señala, para luego continuar: “en ellos hay mozos vistiendo largos
delantales blancos, pantalón y chaqueta negra, con moño del mismo color, un
decorado de estanterías descubiertas colmadas de envases (…), mesas de madera que demuestran su solidez y
sillas de esterilla de Viena con respaldos curvos(…) En los más modernos,
pendían del techo ventiladores de cuatro paletas ennegrecidas por los años.
Allí servían bebidas en vaso de vidrio grueso y pesado, y café renegrido y
denso…” Más adelante añade otras pautas históricas que nos interesan, como
las frases: “detrás del estaño se
encontraba el patrón, de facciones adustas” o “cuando llovía, se esparcía aserrín sobre el piso y para su limpieza
se agregaba kerosene. Cada establecimiento se caracterizaba por su olor
particular, producto de varios aromas: café, comida y humedad que subía desde
el sótano por una abertura que era protegida
por una gruesa reja colocada a ras del piso”. Alrededor de 1906, las
bebidas de expendio más común en tales sitios eran grapa, ginebra, caña, ajenjo
y los llamados “jarabes” de frutilla, grosella, frambuesa o granadina, que se
mezclaban con bebidas alcohólicas a modo de rudimentarios cócteles.
Salvador Otero y Emilio Sannazzaro, otros dos historiadores
de la ciudad, apuntan que “en las décadas
de 1940 y 1950 era común concurrir al café antes del almuerzo o la cena para
tomar un aperitivo, el clásico vermouth. Se tomaban Cinzano o Martini (que el
mozo pedía con sólo exhibir el pulgar hacia arriba y los otros dedos
cerrados) con bitter o fernet, con el
complemento de aceitunas, anchoas, trocitos de jamón, de mortadela, de salame,
de corazón de alcauciles, etcétera (1). Con
la saludable Hesperidina se picaban gran variedad de ingredientes, donde nunca
faltaban los exquisitos cubitos de queso Mar del Plata. Con el porrón de
cerveza, el Imperial, el Cívico o el Chop (2), el complemento de platitos estaba compuesto por queso, aceitunas,
papas fritas, porotos, lupines, maníes, anchoas y chorizos”. También hacen
mención de las bebidas consumidas por el público imberbe, en especial la Bilz,
el Naranjín y el Refresco de Bolita, consistente
en una botella con una pequeña esfera que mantenía cerrado el pico desde el
interior por la misma acción del gas carbónico. Para iniciar su ingesta, una
vez retirada la tapa, era necesario
presionar hacia abajo la citada bolita.
Es obvio que los auténticos exponentes de aquel café urbano barrial
han desaparecido. Hoy sólo existen algunas imitaciones con propósitos turísticos que replican someramente su estampa visual, pero jamás su espíritu. Como bien señaló una vez Alejandro Dolina, la única manera de revivir
semejante ambiente sería trayendo del pasado
los edificios, las mesas, las bebidas, los dueños y los parroquianos, es
decir, todo el entorno completo. Para terminar en sintonía con lo antedicho,
veamos nuevamente lo que dice Diego del Pino sobre las ineludibles
consecuencias del paso del tiempo: “nadie
puede pasar hoy dos o tres horas en un café charlando, leyendo o jugando (…) Ya
no suenan los dados y se escucha raramente la música tanguera de antaño. A
nadie se le ocurriría acercarse al mostrador y pedir: ¡Por favor! ¿Me permite
el teléfono? Esto era común hace varias décadas y así se tenía acceso al
teléfono de pie, negro y pesado (…) En el mostrador, el cisne de metal que
oficiaba de canilla hace tiempo que ha bailado su ultimo ballet y es preciada
antigüedad en algún puesto de San Telmo. Acaso estén condenados a desaparecer
del todo los cafés de nuestros años mozos y sólo quedarán de ellos las imágenes
que surgen desde el arcón de los recuerdos, envueltos en humo de cigarrillos,
en el vapor que brota de la máquina express, el ruido del chocar de las bolas
de billar, las risas de los hombres tristes, la apuesta quinielera, el chiste
grueso, la alegría ante la generala servida o la charla medulosa de los literatos en un cenáculo inicial.”
Notas:
(1) Lógicamente, la variedad dependía enteramente de la
categoría del lugar. Los bares de barrio que el autor de este blog conoció en
su niñez eran mucho menos generosos en ese sentido. En ellos, las “picadas”,
tanto para vermouth como para cerveza o cualquier otra bebida, se reducían a queso, papas fritas, maníes y
aceitunas.
(2) Todo el mundo conoce hoy el porrón y el chop, pero no
así el Cívico (vaso pequeño que se
usaba habitualmente para vino) o el Imperial
(recipiente de unos 0,45 litros). A ellos habría que agregar el Balón, copa redonda que en Argentina
contenía una medida bastante cercana al medio litro, como el Imperial.
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